A
principios de la pasada década el grupo catalán Standstill era la gran –quizás
la única, si hemos de ser exigentes– esperanza blanca del hardcore estatal.
Tuve la suerte de verlos en concierto en el Festimad 2003 de Madrid, cuando apenas
había oído hablar de ellos, y en cualquier caso algunos años antes de su
cuestionada (hay gente muy imbécil ahí fuera, ustedes saben) “mutación”. Por lo
visto algunos de sus seguidores se sintieron “traicionados”, aunque uno nunca
acabe de entender en qué consiste exactamente esto de las traiciones artísticas.
El caso es que a partir de entonces los tíos fueron cambiando orgánica,
progresivamente (la elección del adverbio no es baladí) el hardcore por el
post-rock, las letras en inglés por un castellano críptico, la rabia
unidireccional por el discurso mestizo, hasta convertirse en un combo de lo más
vanguardista que, a medio camino entre el rock progresivo y la estética Arty, finalmente publicaba en 2006 el
álbum (¿conceptual?) VIVALAGUERRA, un
disco que muchos seguimos incluyendo entre los mejores de la escena
independiente nacional de los últimos años.
Tremenda
introducción para confesar ahora que en realidad no quería hablarles de
Standstill, sino de Francisco Álvarez Cascos.
Nunca
he comprendido o aun experimentado los oscuros resortes de la erótica del
poder; podría decirse que me pillan un poco lejos, claro. Me parece mucho más
erótica la total ausencia de los mismos, pues estoy convencido de que es al fin
y al cabo su nulidad lo único que puede, si no garantizarnos fehacientemente,
sí al menos sentar las bases necesarias para una entrega desinteresada –y por
lo tanto auténtica– al sujeto amado. Pero, en fin, ahí tenemos, por ejemplo, a
Álvarez Cascos, ese politicastro cuyo innegable historial de éxito con las
mujeres vendría a demostrar la vigencia del mito en su versión más enigmática,
y por lo tanto también más “pura” –si escojo la figura de Cascos es
precisamente porque el recurso a la erótica del poder se me antoja en su caso
particular no ya como una posible explicación, sino más bien como única
explicación posible en cuanto a sus múltiples conquistas se refiere–. No se
lleven a engaño: ese señor al que ahora no le queda más remedio que soportar
una lluvia de insultos y abucheos mientras acude a declarar como testigo ante
el juez Ruz por el “Caso Bárcenas”, ese señor de mirada amenazante y semblante
torvo, ese que ya ni sabe dónde meterse es, ahí donde lo ven, un mito sexual.
Un hombre incomprendidamente atractivo. Francisco Álvarez Cascos ha sido y
seguirá siendo, a ojos de ciertas mujeres –asumámoslo o no, y por inverosímil
que parezca– un suculento ejemplar de latin
lover.
En una
de las mejores canciones de VIVALAGUERRA,
Standstill nos regalan el siguiente estribillo: “Yo soy el Presidente de la Escalera y por eso las vecinas y sus niñas me miran con deseo”. Una cómica
denuncia del supuesto erotismo del poder que revela, por reducción al absurdo,
lo que usted y yo venimos sospechando desde un principio: que un político de
segunda con cara de bulldog no deja de ser, por mucho que ligue o folle, un
político de segunda con cara de bulldog. Y a ver si nos dejamos ya de hostias.