Se ha
muerto. Se ha muerto mi tía Dolo.
Hoy
recuerdo aquellas sofocantes tardes de verano en Almería, y una muy
concretamente, una que quedó y quedará ya para siempre grabada a fuego en mi
memoria. Fue hace un par de décadas, cuando yo era un niño sólo en parte
diferente del estúpido niño en que al fin me he convertido. Mis tíos trataban
de explicarnos (a mis primos, a mis hermanos, a mí) que esa tarde no tocaba
playa; vayan ustedes a saber: el mal tiempo, la desgana de los adultos… quién
sabe: son detalles nimios que con toda justicia se olvidan. No olvido ni quiero
olvidar, sin embargo, la heroica y autoimpuesta misión de mi tía durante
aquellas horas, su empeño en mantenernos entretenidos –o en entretenerse ella
misma, que de un modo delicioso, en absoluto forzado, también tenía mucho de
niña–; la Dolo que de repente sacaba de algún cajón el estuche de lápices de
colores, la Dolo que repartía a diestra y siniestra, con su sonrisa pilla de
bruja buena, el espléndido manojo de folios en blanco, la Dolo que nos animaba
a pintar dibujos (“para mi colección particular”, decía) con los que
posteriormente adornaría, orgullosa, los armarios de su habitación. Miren: nunca
se me ha dado bien dibujar, pero recuerdo a la perfección cómo nos hizo sentir nuestra
tía cuando le entregamos nuestras “obras” ya conclusas. Aquella noche nos
fuimos a la cama rivalizando en cuestión de ego con el mismísimo Dalí.
A Dolo
le gustaba masticar hielos y escuchar a Leonard Cohen. A Dolo le repugnaba
meterse en ascensores y hacerse análisis de sangre. He aquí algunas de las
razones por las que siempre la he considerado un alma amiga.
Además Dolo
(si me atrevo a escribir esto es porque, por suerte, en mi familia materna
nunca ha faltado el sentido del humor, y aun en caso contrario no veo por qué
no habría de decirlo) tenía las tetas más bonitas de la Historia de la
Humanidad. Ni siquiera el puto cáncer pudo con ellas. Eran de una belleza
incorruptible.
En casa
de mis padres, en la que me gusta denominar “mi habitación de hijo no-pródigo”,
tengo una reproducción enmarcada de un boceto de Dalí, precisamente. Bajo el
marco, y sujeto gracias a la presión del mismo contra la pared, un dibujo que
María coloreó de niña me alegra la vista cada vez que estoy de visita en
Pontevedra. Montañas. Flores. Y un sol.
María
es una de mis primas. María es la hija de mi tía Dolo.
Es un
paisaje precioso.