Parece
que Lucía Etxebarría (sí, Lucía Etxebarría, déjenme terminar, por favor) acaba
de abandonar un efímero reality televisivo
muy defraudada con lo que allí se ha encontrado –a saber: gritos, disputas
absurdas, estupidez a mansalva, etc.–. Hasta aquí todo normal (que no bien,
oiga), o todo dentro de lo previsible en estos casos. Lo que me resulta
realmente “entrañable”, y además debería hacernos recapacitar sobre el modelo
de sociedad que entre todos estamos contribuyendo a apuntalar, es la razón que
ha llevado a la (presunta) escritora a participar en semejante despropósito:
argumenta Etxebarría –impecablemente, por cierto– que tiene ciertas deudas con
Hacienda y que la suma a percibir por entrar a formar parte en el reality (¡durante una sola semana!)
excede con creces los beneficios que le reportan dos años (¡dos años!) de
trabajo ordinario, esto es, el tiempo que razonablemente emplea en dar a luz
una nueva novela.
Sin
entrar a valorar la “obra” de Lucía –tómense un momento para elucidar cuál es
la obra auténtica: si el conjunto de sus novelas o la aparición estelar en el reality–, no conviene obviar el
verdadero meollo del asunto: el programa “paga” porque el público “ve”, y la
escritora “accede” presumiblemente porque “debe”, porque su trabajo no le
alcanza (es un supuesto) para vivir dignamente. Un servidor extrae tres
conclusiones de todo esto:
1. Como sociedad estamos mal de la
puta cabeza.
2. El escritor en apuros, como
cualquier otro trabajador, vende a su madre por un plato de lentejas.
3. La culpa de todo la tiene Yoko
Ono.