A
propósito de los Beatles como hito musical radicalmente irrepetible, el otro
día comentaba con una buena amiga la importancia del talento digamos
“concentrado”, del genio espacio-temporalmente confluyente. Llegamos a la
conclusión (provisional, revisable) de que, desde la ruptura de los Fab four, el problema no ha sido
precisamente la falta de animalitos a su altura, sino la no-conjunción de los
astros, la excepcionalidad de la fórmula cuasi matemática (y acaso divina)
“genios + Liverpool + años sesenta”. Decía mi amiga que bueno, que hemos tenido
Seattle a principios de los noventa, pero que no es lo mismo, claro. Y justamente
con los noventa como telón de fondo fantaseamos, entre sonrisas de ilusión
insatisfecha, con la posibilidad retrospectiva de que Billie Joe Armstrong,
Rivers Cuomo, Noel Gallagher y Dave Grohl hubiesen coincidido en una misma
banda, en un mismo espacio de intercambio creativo. No cayó esa breva, of course; la Historia del Arte está
plagada de caprichos crueles, de genios desperdigados. Ya puestos, ¿Qué hubiera
sido, por ejemplo, de la suerte literaria de un Witold Gombrowicz, de haber
éste congeniado mejor, en el Buenos Aires de mediados del siglo pasado, con
aquel par de bestias que fueron Borges y Bioy Casares? Quién sabe. Son cosas
absurdas que uno se pregunta en verano mientras corrige relatos que no han de
importar a nadie.