Veinticinco
años después de su muerte, la prosa de Thomas Bernhard sigue siendo un
misterio, un laberinto inmisericorde de oraciones subordinadas que eleva el
recurso de la reiteración a categoría de arte. Así, sin tregua, sumiendo al (sufrido)
lector en un estado de hipnosis difícilmente explicable y demostrando que una
sucesión de palabras, convenientemente dispuestas, puede llegar a desencadenar
reacciones físicas que trascienden lo puramente literario, Bernhard es capaz de
convertir cada página en un pequeño infierno, en una angustia palpable.
Sirva
de ejemplo este fragmento de El sobrino
de Wittgenstein:
“(…)
Sólo que Paul tiraba ininterrumpidamente por la ventana su riqueza mental
exactamente lo mismo que su riqueza en dinero, pero mientras que su riqueza en
dinero quedó muy pronto definitivamente tirada por la ventana y agotada, su
riqueza mental era realmente inagotable; la tiraba ininterrumpidamente por la
ventana y ella se multiplicaba (al mismo tiempo) ininterrumpidamente, cuanto
más de su riqueza mental tiraba por la ventana (de su cabeza), tanto más
aumentaba esa riqueza, eso es al fin y al cabo lo característico de esas
personas que al principio están locas y finalmente son calificadas de dementes,
el que cada vez más y de forma cada vez más ininterrumpida tiran su riqueza
mental por la ventana (de su cabeza) y, al mismo tiempo, en esa cabeza suya, su
riqueza mental se multiplica con la misma rapidez con que la tiraron por la
ventana (de su cabeza). Cada vez tiran más riqueza mental por la ventana (de su
cabeza) y, al mismo tiempo, esa riqueza se hace cada vez mayor en su cabeza y,
como es natural, cada vez más amenazadora, y finalmente no pueden seguir
tirando la riqueza mental (de su cabeza) y su cabeza no aguanta ya esa riqueza
mental que se multiplica constantemente en su cabeza y se acumula en esa cabeza
suya, y explota. Así explotó sencillamente la cabeza de Paul, porque no pudo
seguir tirando la riqueza mental (de su cabeza).”
Cuando
uno termina de leer estas líneas no puede evitar preguntarse si el malévolo
Bernhard, transformando las palabras en afecciones, no le habrá inoculado un
poco de la locura de su personaje (de su cabeza), enfermándolo quizás para
siempre. Aunque la respuesta fuese afirmativa, siempre sería menos grave que
padecer otras enfermedades, como la de tener que soportar una vida sin genios,
sin Literatura; una vida que, en definitiva, resultaría mucho más absurda y
enfermiza sin los impagables delirios del gran Thomas Bernhard.