¿Definición
de absurdo? Fácil.
(1)
Sales a
pasear por Pontevedra un sábado cualquiera –el sol generoso y el cambio de
escenario, que se agradecen– y, ya en el casco histórico, frente a la estatua
de Valle-Inclán, te cruzas con los mismísimos Faemino y Cansado. Al principio
dudas, claro, pero tu novia corrobora echando la vista atrás, “Sí, son ellos”.
Detienes tu marcha y piensas: absurdo. Entonces sonríes y te acuerdas de
Kierkegaard, por supuesto. Entre otras cosas.
(2)
También
recuerdas cómo, hace ya muchos años, tu padre volvió de un congreso médico en
Londres emocionado porque había coincidido en Heathrow con el putísimo David
Bowie. “Le habrás pedido un autógrafo ¿no?”; pero conocías la respuesta de
antemano: tu padre era (y en parte sigue siendo) una persona cabal que jamás se
rebajaría a la absurda liturgia del mitómano. Daños colaterales: tus amigos no
iban a creerte, claro. El Viejo se encogió de hombros y pensaste: absurdo. No
hay pruebas. Hay que joderse.
(3)
Volviéndote
hacia los reyes del humor absurdo le dices a tu novia: “Voy a pedirles un
autógrafo”. Ella, más que sonreír, se ríe directamente de ti. Sabe algo que tú
tampoco ignoras, y es que estás a punto de comportarte como el típico cretino
provinciano que quizás nunca has dejado de ser. “No es para mí: es para mi
padre”, te justificas. Absurdo. “¡Bendito seas, Luis!”, escribe Cansado en tu
libreta. Agradeces el gesto, vuelves a pensar en David Bowie y finalmente
comprendes que ese autógrafo, más que un regalo para el Viejo, es el secreto
cumplimiento de una venganza surrealista.