Momentáneamente
a salvo de tanta lluvia –vale que estemos en Galicia, pero también estamos a
junio, por amor de Dios– termino el último de los relatos que conforman Lluvia de hielo y asumo que su autor, el
suizo Peter Stamm, ha conseguido capturar en un libro del grosor de un lápiz la
esencia de la climatología adversa del alma. A continuación cierro ese libro y
recuerdo que hace algunos años, en Santiago de Compostela, mientras trataba de
llegar a mi facultad, se desató una tormenta (con aguacero incluido) tan
desproporcionada que me obligó, por no llevar paraguas, a refugiarme en una
cafetería del casco histórico. “Habrá que esperar a que escampe”, me dijo el
camarero con una sonrisa cómplice al verme entrar tiritando y calado hasta los
huesos. Pedí un café con leche, hojeé la prensa y, desechada ya –por temeraria–
la idea de asistir a clase, pensé en la naturaleza de la lluvia, en la lluvia
misma, en el tiempo. Durante varias horas. Hasta el mediodía quizás, tomando
maquinalmente un café tras otro. Afuera seguía lloviendo y ya está, me temo que
eso era todo. Era sólo lluvia y yo estaba allí, encerrado, pensando en la
lluvia, y no recuerdo nada más de aquel día excepto la lluvia.
La
lluvia es a veces todo.