A todos
nos ha visitado alguna vez el espíritu de Georges Perec, forzándonos a
confeccionar listas absurdas e inoperantes cuyo propósito –si lo tuvieran–
suele permanecer oculto incluso después de haber rematado la no pocas veces
tortuosa empresa. Hacer una lista (una lista de verdad, una lista valorativa,
un Top Ten, pongamos por caso) es
como resolver un crucigrama: son cosas que uno hace para huir del tedio,
rechazando, en efecto, la finalidad instrumental de los propósitos, pero exigiéndose
al mismo tiempo cierto grado de responsabilidad. Por eso podemos decir que una
persona que deja un crucigrama a medias es un canalla –eso lo sabemos todos– y
que un amante de las listas, independientemente de la potencial relevancia o
difusión de las mismas, hace las suyas comprometiendo a fondo su integridad
moral. Hoy, echando un furtivo vistazo a algunas de las libretas digamos personales que he ido amontonando en un
cajón durante los últimos años, compruebo –para mi sonrojo– que, de entre todas
las listas descabelladas que pueblan sus páginas, acaso la más objetiva y, por
tanto, universalizable, sea una que lleva por título “Las diez mejores marcas
de galletas que, sin estar totalmente cubiertas de chocolate, sí presentan una
cantidad aceptable de tal producto” (me guardo, por cierto, los resultados, que
no estamos aquí para hacer publicidad). Ridícula ocurrencia, dirán ustedes. De
acuerdo. Pero déjenme decirles –esta vez para mi orgullo– que, casi cuatro años
después de su creación, mi lista sigue plenamente vigente, resistiendo (y sin
despeinarse) cualquier contraargumento, objeción o enmienda imaginables, lo
cual me lleva a pensar que está más cerca de la inmortalidad que ningún otro
artefacto mío.
Los
caminos del escritor son inescrutables.