No es
tan fácil llegar tarde a todo; hacerlo exige una dedicación sigilosamente
involuntaria, una suerte de determinación vocacional. A excepción quizá de las
citas, sean éstas formales o no –mis amigos (y conocidos) podrán dar buena
cuenta de mi escrupulosa puntualidad–, con demasiada frecuencia tengo la
impresión de llegar con retraso a determinadas obras (las “Inmortales” sobre
todo), a autores imprescindibles (si los hay) o a ciertas conclusiones ya
asentadas. Recuerdo que hace unos años, por ejemplo, se me ocurrió recomendar a
un amigo (lector) la magnífica colección de relatos Cazadores en la nieve, de Tobias Wolff. “Ya la he leído, claro”, me
dijo; y “¿qué clase de cuentista eres tú? ¿En qué planeta vives?”, añadió en un
tono benevolente que, al margen de sus deliberadamente cómicas intenciones, me
resultó de lo más humillante. Desde entonces me digo a menudo –quizás a modo de
terapia– no sólo que llegar tarde a las cosas no reviste mayor gravedad, sino
que incluso puede ser muy útil a la hora de neutralizar prejuicios (como el de
que es posible llegar demasiado tarde
a alguna cosa, por poner otro ejemplo).
Todo
esto viene a cuento de que he ido al cine a ver (o a dejarme hipnotizar por) la
última película de Park Chan-Wook –si no tienen amigos “enteraditos” busquen
directamente en Wikipedia–. He ido y he disfrutado, por cierto, de atmósferas
oníricas, de arriesgados juegos simbólicos, de colores y de encuadres
imposibles y, en definitiva, de una imparable sucesión de imágenes saturadas de
quantums artísticos. Stoker, más que una película, es un
genuino ejercicio de exploración de los límites del lenguaje cinematográfico
que…bla-bla, bla-bla, bla-bla, etc., etc., etc… así que, hala, a verla. Que no
era este el tema, vamos.
El caso
es que, como siempre, vuelvo a llegar tarde. Me explico. Oí hablar por primera
vez de Park Chan-Wook hace por lo menos ocho años. Me lo recomendó,
tristemente, una persona cuyo criterio cinematográfico siempre me ha parecido
sospechoso en casi todos los sentidos imaginables de la palabra. Así que puse
al bueno de Park en cuarentena. Más tarde me pusieron a mí en guardia los
comentarios elogiosos de colegas menos sanguíneos y mejor informados. Uno
termina rindiéndose, claro, sobre todo si la última película del director
postergado cosecha buenas críticas y además se estrena en los cines de su
ciudad. Pero rendirse es en este caso llegar tarde, y llegar tarde, como decía
al principio, no es cosa tan fácil, especialmente cuando la obra en cuestión es
digna de ser reseñada: “¡A buenas horas, mangas verdes!” “¡Ahora viene usted a
descubrirnos la pólvora!”; o sea, que sabes que muchos se abalanzarán sobre tu
retrasado pellejo, y entonces asumes que Augusto Monterroso tenía toda la razón
cuando escribió estas palabras:
“En sus
artículos, en sus cartas, en sus diarios, los escritores franceses dicen
siempre que releen, nunca que leen por primera vez a un clásico, como si en el
liceo hubieran debido leerlo todo y un autor importante no leído fuera un total
deshonor: «Releyendo a Pascal…», «Releyendo a Racine…». No siempre hay que creerles.
Pero con esto hay que tener cuidado. Cuando en mi adolescencia leí un artículo
de un famoso escritor guatemalteco que comenzaba confesando no haber leído
nunca a Montaigne, le perdí todo respeto y escribí y publiqué una adolescente
diatriba contra su ignorancia. Así que más vale: «Releyendo el otro día a
Cervantes…».”
Pues
eso: si, como un servidor, ustedes también se caracterizan por llegar tarde a
todo, no hagan la estupidez de confesarlo en un blog. Y si les gusta Stoker no dejen de ver Old boy, pero háganlo en secreto para
después mentir, frente a sus respectivos auditorios, asegurando haberla visto
con anterioridad. Recuerden que Monterroso está de nuestro lado… y ya de paso, échenle
una oreja al último disco de unos tales Mumford & Sons.