Escarbar
en las mesas de novedades literarias se está convirtiendo en un deporte de alto
riesgo. Entre infinitas sombras de Grey, mala novela policíaca y demás
oportunismos editoriales, uno termina casi siempre refugiándose en las
estanterías polvorientas de las secciones menos transitadas, a la búsqueda, por
ejemplo, de alguna reedición interesante que venga a redimir la fealdad del
conjunto. Pero buscar no siempre es encontrar –salvo honrosas excepciones,
claro–, y no pocas veces el verdadero premio consiste en volver a casa con las
manos vacías para reencontrarse con Chéjov, Carver, Cortázar o cualquier otro
escritor que empiece por ce. Debería juzgarse al lector no sólo por lo que lee,
sino especialmente por lo que, para no morirse de asco, deja de leer. Los que
dicen que hay que leer “de todo un poco” son, me temo, los mismos que valoran
una obra únicamente en función del entretenimiento vacuo que les procura. Pero
reducir la literatura a mero pasatiempo es, como reducir la política a
cuestiones económicas, dar una palmadita de apoyo en la espalda del
capitalismo. Quién me lo iba a decir: leer literatura “evasiva” me parece hoy,
muy claramente, no sólo una pérdida de tiempo, sino además un juego siniestro
diseñado por y para neoliberales.