Escribo
estas líneas todavía no del todo repuesto de la derrota del Barça frente al
Bayern, así que les ruego no me tomen demasiado en serio. Dicho esto –bochorno
en proceso de asunción por mi parte–, déjenme confesarles que (lamentablemente)
la concepción del fútbol que sostiene el F. C. Barcelona se me parece cada vez
más a la actual prosa de Javier Marías: habiendo alcanzado una innegable
perfección de estilo, ha terminado por volverse predecible y repetitiva; se
echan en falta las ganas de jugarse el tipo, la pasión por el riesgo en ambos
casos. Cuando uno admira a un autor –y si el Barça sigue siendo el máximo
exponente en cuanto a fútbol de autor se refiere, no digamos ya Marías en el
campo de juego de la literatura– espera de éste que no se deje tentar por los
peligros de la siempre acechante autocomplacencia. Pero el caso es que los
demonios del éxito de crítica y público se patentizan a veces en forma de
derrota en diferido, como cuando camino del vestuario tardas en comprender que
el equipo rival está plagado de detectives salvajes o alemanes desacomplejados,
empeñados ambos en la consecución de una victoria que por derecho les
pertenece.
Más
tarde, claro, sólo queda cagarse en Robben y en Bolaño, como si fueran ellos los
verdaderos culpables. Pero lo cierto es que mañana, en la batalla, deberíamos
pensar en nosotros mismos.