Hay un
puñado de escritores contemporáneos que me descoloca, gente que, aunque a
priori tenga pocas cosas en común, bien podría encajar –cualitativamente
hablando– en la etiqueta de “Mediocres Geniales”. Me sucede con los relatos de
Patricio Pron (El mundo sin las personas
que lo afean y lo arruinan, Mondadori, 2010) lo mismo que me sucedía el pasado verano con los de Lydia Davis:
cuando son buenos se revelan impecables, pero cuando bajan el nivel casi le
entran a uno ganas de ir corrigiéndolos frase por frase, imagen por imagen,
adjetivo por adjetivo. Alguno dirá que mis palabras no invitan precisamente a
leerlos; nada más lejos de mi intención. Son muy pocos los cuentistas que
logran elevarse por encima de lo mediocre, y son todavía menos los que,
rebasada esa barrera imaginaria, rozan de vez en cuando y con la punta de los
dedos la genialidad. Lo cierto es que, una vez separado el grano de la paja,
cuando la memoria termine de hacer su trabajo, seguramente recuerde algunos de
los relatos de Pron o de Davis como acontecimientos importantes en mi vida
lectora. Trataré de olvidar, hasta entonces, esos otros relatos que afean sus
libros sin llegar por ello a arruinarlos.