Mi
pareja (¿novia? ¿Compañera? Son todas palabras terribles) no deja de
preguntarme por qué demonios cada mañana, en lugar de usar alguna de nuestras
magníficas tazas de los Beatles, me empeño en tomar el café en un pocillo
descolorido del capitán Pescanova. Nunca he sabido qué contestar; supongo que
hay rituales de los que resulta absurdo dar cuenta. Ahora barrunto que quizás
se trate, en mi caso, de una huída inconsciente frente al imparable proceso de estetización de lo cotidiano que la postmodernidad
nos impone: quiero (necesito) saber que mi taza es sólo una taza, un útil
destinado a que yo pueda tomarme mi café, sin distracciones visuales de ningún
tipo. Mientras algunos genios del marketing se afanan en adulterar nuestros
desayunos (no sólo en lo visual, sino también en lo gustativo u olfativo
–yogures con sabor a galleta, galletas con aroma a yogur–) yo sueño con una
taza blanca, inmaculada, libre de copyright: una maldita taza, vamos. Quizá se
la pida a los Reyes Magos, si todavía existen –las tazas blancas o los propios
Reyes, cualquiera de las dos cosas me vale–.