Podría
interpretarse el advenimiento de la post-postmodernidad como una lucha entre el
discurso del “Todavía” y el discurso del “No, nadie, nunca, nada, jamás”, entre
los que opinan que todavía tenemos postmodernidad para rato y los que sostienen
–o actúan como si sostuvieran– que la postmodernidad como tal nunca ha
existido. Nótese que ambos posicionamientos son tremendamente conservadores (el
primero por acomodaticio, el segundo por negacionista). Pero lo más preocupante
a mi juicio, desde el punto de vista literario, es que, quizás a falta de una
tercera vía sólida, el cómo y el qué están dejando de entenderse como
agentes de cambio ético-estético. Tengo la impresión de que una enorme cantidad
de autores (y de críticos, académicos, reseñistas, etc.) opta actualmente por
ignorar, minimizar o sencillamente “dejar atrás” –sin encender las señales de
alarma– el viejo problema de la literatura para centrarse en un nuevo dualismo
que nada (o muy poco) tiene que ver con ella: el del cuándo y el dónde. Parece
que se espera del espacio y del tiempo –de creación, de edición, de difusión,
de crítica– que vengan a eclipsar, a sustituir en definitiva, la importancia
esencial de la narración y de lo narrado. Mucho me temo que los escritores
preocupados por el “cuándo” pronto dejarán de tener un “dónde” al que
dirigirse; se aferrarán entonces al “cuánto”, a la cantidad de páginas
impresas, y estaremos en las mismas. ¿Planteamiento igualmente conservador?
Puede ser, me siento viejo esta semana –sepan disculparme–.