Vamos a
empezar con una frase manida: el destino es caprichoso.
El
pasado lunes cometí la imprudencia de conjugar, en un solo día e
inintencionadamente, las respectivas lectura y visionado de sendas obras que,
además de título, comparten, a mi juicio, horizontes: Amore, de Giorgio Manganelli y
Amour, de Michael Haneke. La primera
es una catedral de prosa poética con sus campanarios a juego, una oda
confeccionada a base de preguntas desesperadas y certidumbres erráticas,
mientras que la segunda es una película sobria, lenta, dura y, sobre todo, de
una ternura inmisericorde. Sin embargo, ambas constituyen un magnífico ejemplo
de tanteo, de búsqueda sin punto de
llegada, quizás porque el amor, como todos los grandes temas –esto lo supo ver
Platón antes que nadie–, se resiste a ser definido, a permanecer encerrado en
la cárcel lingüística del concepto. Tantear no es otra cosa que jugar, aunque
el juego pueda resultar, a la postre, doloroso –paradojas; la paradoja duele–.
De vuelta en casa, tratando de explicarme a mí mismo el torbellino de emociones
encontradas que arrasaba las pocas neuronas que aún conservo, llegué a la
conclusión de que negarse a ofrecer conclusiones es la única forma honesta de
crear algo perdurable. Y si el pasado lunes cometí indudablemente una
imprudencia sometiéndome a semejante sobredosis de amor –amor lacerante, amor
masoquista, pero amor al fin y al cabo–, hoy puedo decir que soy el (orgulloso)
beneficiario de esa imprudencia; así que mejor olviden aquello del destino y de
paso nos ahorramos la enésima frase manida que nunca debí haber escrito.