El pintor opina que es imposible superar la obra de ese otro artista francés. Desengañado, opta por crear algo, si bien no del todo genial, sí al menos enteramente personal. Pasa las tardes estropeando lienzos y mezclando colores en su paleta maltratada. Días después es invitado a formar parte en una galería especializada en autores jóvenes. Éxito de crítica y público. Sus obras encuentran el ansiado reconocimiento.
Una noche se encuentra con el artista francés en un café de París. Éste lo saluda efusivamente y le invita a participar en la tertulia que mantiene en una de las mesas con otros intelectuales de la ciudad. El pintor toma asiento y se siente por primera vez como en casa, al calor de una élite parisina que discute sin cesar sobre las diferentes corrientes del universo pictórico contemporáneo. Esa noche, nuestro autor toma buena nota de las posturas teóricas y estéticas defendidas por todos los bandos.
A partir de ese encuentro con los artistas del café, el pintor pierde la frescura que lo caracterizaba. No puede dejar de pensar en todos los clichés que debería evitar para permanecer sano y salvo entre los intelectuales del arte contemporáneo. Finalmente llega a la conclusión de que sólo podrá preservar su salud creativa mientras se mantenga alejado de ese café y de sus ilustres clientes. La última noche, una vez comunicada la decisión a sus contertulios, el pintor es salvajemente criticado por el sector duro de la mesa –encabezado por el artista francés–. Nuestro amigo, defraudado, da un puñetazo en la mesa y abandona el local sin más.
Sufre entonces una crisis de identidad y abandona la pintura de forma transitoria. Meses después asegura que da igual dónde dirija su mirada, que todo lo ve con ojos de niño, no importa el objeto que reclame su atención –un estanque, un caballo, una mujer, una casa o un paisaje–. Él ya sólo ve cubos por todas partes, y el arte es algo mucho más serio.
Un buen amigo le recomienda que siga pintando.