Hace unos años, cuando todavía era un estudiante de quinto de carrera, tuve un profesor de filosofía contemporánea bastante mediocre que se ganó a pulso el mote de “niño-burbuja”. Estaba totalmente desconectado de los problemas actuales de la sociedad –de la sociedad cuerda, quiero decir– y, a la mínima ocasión, simpatizaba verbalmente y sin disimulo con la derecha política más reaccionaria. Era (y supongo que seguirá siéndolo) un hombre relativamente joven, beato, y lucía durante todo el año un caricaturesco bronceado de solarium. Impartía sus clases con desgana, unas clases cansinas, impersonales, simplonas, que a más de uno nos recordaban la falta de rigor que habíamos padecido en el instituto.
Una tarde en que nos tocaba soportar su estulticia, antes de que él llegara, decidimos gastarle una pequeña broma intrascendente. La coña consistía en escondernos tras las cortinas (éramos entonces muy pocos alumnos), junto a los dos grandes ventanales del fondo del aula, y esperar su entrada para sorprenderle con alguna frase estúpida coreada a voz en grito, al tiempo que salíamos, todos a una, de nuestro escondite. La idea era arriesgada, sobre todo porque ya habíamos tenido varios roces con niño-burbuja, pero al final se impuso la voluntad de la mayoría y voy a cambiar de párrafo.
Niño-burbuja llegó diez minutos tarde, así que no es de extrañar que nuestros nervios (nuestro sentido del ridículo también) crecieran segundo a segundo en el escondite improvisado. De repente –¡horror!– caí en la cuenta de que no habíamos pactado ningún “grito de guerra” que vociferar. Me tranquilicé pensando que, en el peor de los casos, un común grito indefinido resultaría igualmente efectivo.
Cuando niño-burbuja entró en el aula, nadie se atrevió a gritar nada. Nos limitamos a abandonar, tímida, simultáneamente, la seguridad de las cortinas, mostrándonos sin más al profesor estupefacto. Silencio y sonrisas de desconcierto. “¿Qué hacéis?”, nos pregunta con sorna. Yo no sé si Marcial tenía la respuesta preparada, pero contestó de inmediato: “somos El Ser, que se desvela”. Niño-burbuja dejó escapar una risilla forzada (forzosa), posó sus libros sobre la mesa, comenzó la clase y se acabó la broma.
Nos habíamos pasado; éramos perfectamente conscientes de ello. Cuando la clase terminó, discutimos la posibilidad de presentarnos en su despacho para pedirle las oportunas disculpas. Tampoco podíamos ir todos. Marcial se ofreció y nos pareció bien. Decidimos esperarle en la entrada de la facultad.
Quince minutos después, Marcial se reunió con nosotros. Nos dijo que, durante ese tiempo, había estado llamando a la puerta del despacho de niño-burbuja, pero que nadie le abría, nadie contestaba siquiera, a pesar de que la luz estaba encendida. Dijo que lo oyó llorar. Yo le creí.