lunes, 17 de noviembre de 2014

DE FANTASMAS


       Hace un par de noches, mientras corregía uno de mis relatos, se me apareció de improviso el fantasma de Kafka. El pobre ya no tosía, pero sí que se llevaba de cuando en cuando las manos a la boca –reflejos de tísico, pensé–, como si presintiese inminentes espasmos. Me preguntó qué escribía. Yo contesté que pequeños relatos sin importancia. Él asintió con una sonrisa triste y alargó su mano derecha hasta alcanzar mis papeles. No los leyó. Sostuvo los folios a la altura de los ojos, pero sin mirarlos. Después los dejó nuevamente sobre la mesa y tomó asiento en mi cama. “¿Por qué escribes?”, me preguntó entonces. No supe qué contestar. Supongo que hay cosas que se hacen y punto, eso debí decirle. Pero no dije nada. Mi silencio pareció atormentarle. En ese momento fui consciente de la suerte que tenía –Kafka, su fantasma, estaba allí conmigo en una noche triste– y reparé en mi insignificancia y en lo grosera que resultaba mi tardanza en contestar. “Lo siento, maestro”, dije. “Mis escritos sólo merecen arder, no valen la pena. La verdad es que no tengo derecho a seguir escribiendo”. Apenas terminé la frase, el fantasma de Kafka había desaparecido.
       Hoy he vuelto a escribir. Supongo que para mí ha sido determinante la irrupción del fantasma de Max Brod en mi habitación, ese fantasma terco y optimista que no deja de repetir como un loro su pregunta desquiciante: “¿Por qué no escribes, Salinger?”.