Dicen los sabios que existe un país –imposible de encontrar en mapa alguno– donde los hombres son inmortales. Allí los niños practican juegos temerarios sin control paterno, y los adultos ensayan directamente infructuosos suicidios. Todo el mundo acaba fumando, tarde o temprano, por pura impotencia. Los días son largos y la mitad de la población es insomne. Nadie hace planes nunca, pues tienen toda la vida por delante. Lo que sí hacen es discutir eternamente una justificación para su peculiar modo de existencia. Algunos se autoconvencen de que son dioses, pero la mayoría centra el debate en cómo llegaron allí, y así pasan el tiempo.
Un día asisten desconcertados a la desaparición de un compatriota de mediana edad. Como nadie consigue explicar el fenómeno, se suceden las especulaciones –más o menos estructuradas– de los líderes más influyentes. Algunos de ellos, en un vano intento por explicar lo inexplicable, lo dan por “muerto” y se sumergen en el mar de datos que configura la vida del –afirman ahora vehementemente– “fallecido”. Así es cómo empiezan a florecer las principales religiones del país, todas ellas fundadas sobre la idea de mortalidad.
En una cueva perdida, resguardado por las montañas escarpadas del norte del país, Hybris se limita a permanecer escondido. Le aguarda la soledad eterna, pero sabe que, si nadie le encuentra, este es el único modo de asegurar también su eterna mortalidad.