A veces
uno tiene la sensación de que los acontecimientos relevantes no se presentan
–cronológicamente hablando– con la regularidad que debieran, sino más bien como
una sucesión intermitente de aludes emocionales, porque la emoción no deja de
ser un modo determinado del acontecer. Indiscernibles en nuestros respectivos
espacios cognitivos, llegan entonces las digestiones pesadas del subconsciente,
las dudas y la espera. Y por mucho que uno comprenda (asuma) que siempre están pasando cosas, lo cierto es que algunas
efectivamente pasan mientras que
otras, además, se quedan. Estas
últimas son las que creemos que nos
pasan a nosotros, las cosas nuestras. “Eso ya es cosa tuya”, suele decirse;
pero es mentira: no existen las cosas para
nosotros. Ni siquiera está del todo claro que existan las cosas. Sin
embargo hay semanas en que uno se acuerda de Leibniz y piensa que un
acontecimiento determinado, al igual que una mónada, podría contener (al menos
en teoría) todos los acontecimientos posibles. En esos momentos, por lo visto,
toca alegrarse. Aunque el ser capaces o no de hacerlo ya no sea –sensu stricto–
cosa nuestra.