Algunos
jóvenes de mi generación hemos asumido que uno puede aprender a disfrutar de la
tercera sinfonía de Brahms, del Kind of
blue de Miles Davis o de los experimentos vanguardistas de Radiohead sin
caer en el esnobismo. Claro que tampoco olvidamos que a veces basta con un muro
de guitarras eléctricas, cuatro acordes y un buen estribillo para alegrarnos el
día, y que no debemos (o no deberíamos) avergonzarnos por ello. El último disco
de los californianos Green Day (¡Tré!, Reprise,
2012) es como un viaje de vuelta a la adolescencia: te engaña dulcemente,
haciéndote creer que se pueden comenzar noventa y nueve revoluciones esta misma
noche. Me temo que para muchos de nosotros –sobre todo teniendo en cuenta la
brutal falta de expectativas vitales– la adolescencia perdida (convenientemente
maquillada, tergiversada, idealizada incluso) es el último refugio, una mentira
piadosa que se nos aparece como única verdad digna de un estribillo.