Hoy me
acuerdo de mi tío Julio (que en realidad es tío de mi madre, pero que para mí
siempre ha sido y será el tío Julio). Quizás porque el pasado domingo Javier
Marías escribía sobre el fin de los "favoritos secretos", quizás porque empiezo
a estar harto de según qué secretos, quizás porque los secretos literarios me
siguen pareciendo dignos de ser compartidos, recuerdo los libros de Julio y
monto en cólera. El caso es que no puedo dejar de pensar, no sólo en él, sino
en tantos otros autores que a menudo son omitidos, unas veces por olvido, otras
sencillamente por desconocimiento o estupidez.
No les
diré que Julio López Cid es un genio, no estaría bien, quedaría más como una
muestra de incondicional adhesión familiar –de la que soy poco sospechoso, por
cierto– que como juicio crítico responsable, y además sería exagerado. Sí les
diré que es un escritor interesantísimo, profundo y poético, poco prolífico (o
poco publicado, que al final es, me temo, lo mismo). Su última referencia
comercial, El Río (Duen de bux, Ourense,
2008), es un libro cautivador… y prácticamente desconocido, por desgracia. Diga
usted que le tocó ser eclipsado por otras luminarias de su generación (fue muy
amigo de José Ángel Valente y de María Zambrano), diga usted que muchos no le
perdonaron aquello de escribir en castellano siendo gallego, diga usted que
quizá su “exilio” suizo contribuyó a alejarlo de determinados círculos
culturales, pero los (injustos) hechos son claros: a Julio López Cid le faltan
los lectores que se merece, le falta ser reivindicado y difundido en
condiciones. Por eso, lejos de quejarme del fin de los “favoritos secretos”,
prefiero tomar el camino opuesto y confiarles este otro: lean a Julio. No se
arrepentirán.