Nada
malo –yo lo sabía– podía pasarme con aquella toalla prendida al cuello, cubriéndome
la espalda, la capa de Superman que alguna de mis tías habría sacado de la
bolsa de playa para disfrazarme de superhéroe de las regiones arenosas,
dispuesto a enfrentarse a los villanos invisibles de Cabo de Gata. Era un juego
tonto, pero era mío y me lo tomaba muy en serio. Hacía expediciones desde la
orilla a la carretera, sorteaba peligros en las dunas, sudaba, posaba para que
me hicieran fotos.
Una
toalla normal, azul y roja.
Con el
paso de los años aquella capa improvisada fue sufriendo sucesivas
transformaciones: de toalla de playa a videoconsola, de videoconsola a balón de
fútbol, de balón de fútbol a libro de poemas, de libro de poemas a cigarrillo,
de cigarrillo a guitarra, de guitarra a bloc de notas, de bloc de notas a
Trankimazín 1 mg. Todas estas cosas tan sólo para sentirme más seguro, para
volver a la playa y ser de nuevo aquel superhéroe que no conocía el miedo, pero
sobre todo para recuperar la maravillosa sensación de que nada malo puede
pasarme. Y no se lleven a engaño: llega un momento en que lo único que
realmente funciona es la pastilla. Feliz Navidad.