lunes, 1 de junio de 2015

LA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA


       Tienen el sótano plagado de ratas. Lo saben desde hace meses, pero ignoran el problema porque –se dicen– tienen muchas cosas que hacer, él en la oficina, ella en la guardería. De vez en cuando él baja hasta la mitad de la escalera, sin encender la bombilla de la entrada, y escucha atentamente sus chillidos. Deben de ser docenas. Después sube los escalones muy despacio, de espaldas, apaga nuevamente la luz (eso quiere hacer, pero en realidad ya está apagada, y entonces se enciende y tiene que volver a apagarla, le fastidian mucho estas nimiedades) y, ya en la cocina, cierra la puerta tras de sí. A menudo suspira.
       Ella no se atreve ni siquiera a bajar hasta la mitad de la escalera. En alguna ocasión se le ha ocurrido llamar a una compañía fumigadora o ha insinuado la posibilidad de usar pesticidas. Pero lo primero le parece muy caro, muy engorroso, y lo segundo potencialmente nocivo para la salud. Ellos no sabrían hacerlo, es una tarea para especialistas. Podrían envenenarse. No quieren envenenarse. Los especialistas sabrían, pero también son muy caros.
    No guardan en el sótano nada de valor. Botes de pintura, herramientas que nunca usan, conservas que nadie querría tomar, ropa vieja, trastos, algún cuadro. Él se pregunta si realmente fueron conscientes de la existencia del sótano hasta la llegada de las primeras ratas. No recuerdan haber vuelto a bajar allí desde que hicieron la mudanza.
       En la casa todo marcha como de costumbre, como si las ratas sólo existieran cada vez (rara) que se abre la puerta que conduce al sótano. Esto explica en parte que sigan aplazando la solución del problema, aunque también es cierto que les preocupa tener bajo sus pies un posible foco de infecciones. Él –que a pesar de todo es precisamente “él”, por muy leído que sea– piensa que no sería mala idea bajar las escaleras escopeta en mano. Si finalmente no lo hace es por el ruido, por no alarmar a los vecinos, que lo tienen por persona cuerda y delicada. Y así, con el paso de los días, las semanas y los meses, todas las hipotéticas soluciones son rechazadas una y otra vez.

       Cuando la madre de ella les visita manifiesta su deseo de echar un vistazo al sótano de la casa, que imagina espacioso y bien acondicionado. A ellos les da tanta vergüenza tener que explicar la naturaleza de su problema que le devuelven una negativa difusa, ignorantes de que las negativas difusas sólo consiguen avivar la insistencia. Al cabo de un rato les llegan los gritos desde allí abajo, gritos desesperados y horrendos, extremadamente molestos, pero es como si sólo existieran porque la puerta está abierta. Así que él la cierra, vuelve al salón con su mujer, abre un libro y se regodea en el silencio inofensivo, aplazando nuevamente la solución del problema.