O ese
otro momento en que te dices (o más bien te dicen, o de hecho te recuerdan) que
sería interesante escribir algo acerca de Ander Herrera, el jugador de fútbol,
el jovencito ese del Athletic de Bilbao, el educado, el guapete, el que sabe hilar más de dos frases con sentido, el único
futbolista del mundo capaz de confesar en el túnel de vestuarios, así, en
caliente, justo después de terminar su partido contra el Getafe, que sí, que ha
hecho trampa, que lo siente mucho, que ha habido “piscinazo”, que no lo volverá
a hacer, que ya está bien de putear a los árbitros, que la culpa es suya y sólo
suya, hostia, y que está avergonzado. Ese otro momento en que te olvidas del
reciente Clásico, de Messi, de Cristiano, del espectáculo del fútbol, y te
acuerdas de ese otro espectáculo cada vez más extraño de la moralidad, de la
honestidad, del compromiso y del honor. De palabras tan gruesas, que diría
Beckett.
Ese
otro momento en que imaginas –e inmediatamente descartas en mitad de una agria
carcajada– la posibilidad de asistir (hoy, mañana, la semana que viene) a
semejante asunción de culpa, de mero conocimiento –a propósito de un espionaje
programado, masivo e indiscriminado, nada que ver con un alegre “piscinazo” en
el área rival–, por parte de un señor con muchísimas más responsabilidades (“the land of the free”) que Ander
Herrera, ese otro momento en que un tal Obama, que ni es jugador de fútbol, ni
le faltan asesores, ni tiene por qué responder en caliente, pero en cambio es
persona culta, instruida, todo un Premio Nobel de la Paz, el momento, te dices,
en que el condenado Obama de los cojones diga, haga, se excuse, amague acaso,
vamos, no sé si me explico… ese otro momento.