O ese
otro momento en que empezamos a comprender (a sospechar, a intuir) que la
resolución de determinados problemas mentales pasa por abolir (reconfigurar, resetear) aspectos tan esenciales de
nuestro ego que quizás deberíamos dimitir de nosotros mismos antes de
plantearnos siquiera la posibilidad de empezar a sanar. Ese otro momento en que
salud y enfermedad se parecen, se solapan o incluso se igualan. Ese rendirse
ante lo no-evidente. Ese otro momento en que ni se nos ocurriría ponernos a
escribir y optamos más bien por canturrear una melodía agridulce, la más
agridulce de todas, para enterarnos a continuación (por la tele, siempre la
tele –y por casualidad, siempre la casualidad–) de que el autor de esa melodía,
ese genio cascarrabias, el padre de ese underground
que ahora nos sube por la garganta acaba de morir tras un reciente trasplante
de hígado, de que estamos tarareando la canción de un muerto reciente, así,
recién levantados, recién desayunados, recién tendida la ropa, recién duchados.
Ese otro momento.