lunes, 1 de febrero de 2016

LE GUSTABA JUGAR


       Con mi novio las cosas iban bastante bien. Pero claro, ya se sabe cómo son los hombres: que si me gustaría probar esto, que si deberíamos experimentar, que si yo solía hacer esto otro con mi ex, y al final yo acababa cediendo. Le gustaba “jugar”, decía, como si esas guarradas fueran algo inocente. Pero eran algo sucio y humillante. A mí, al menos, me hacían sentir incómoda. Pasaba mucha vergüenza y, cuando terminábamos, era incapaz de mirarle a la cara. Un día, por ejemplo, me pidió que le acariciara “ahí”. En su cosa húmeda. La culpa fue mía, lo reconozco; la semana anterior, por su cumpleaños, le había permitido hacérmelo con la luz encendida. Ellos siempre quieren más, eso está claro. Mi madre lleva diciéndomelo toda la vida.
       Me encargué de fijar unos límites. Con cariño, con mano izquierda, pero sin ceder un ápice. En primer lugar, le dije, tendremos que empezar a usar guantes. A veces los hombres no entienden que, al tacto, la piel humana puede resultar demasiado intensa. Otra de mis condiciones fue incorporar al acto sexual tapones para los oídos: la violencia de los gemidos me pone invariablemente en guardia, de modo tal que soy incapaz de concentrarme. Argumenté, además, que la mera visión de un pene erecto me produce náuseas, para justificar mi decisión de seguir haciéndolo con la luz apagada. Estaba todo dicho, y él terminó aceptándolo. Las cosas volvieron a su cauce. En estos casos hay que apostar por el diálogo.
       Pero entonces sucedió. Fue hace cuatro o cinco meses. Yo estaba en la cocina, terminando de fregar los platos, cuando me vino un apretón de los de aúpa. Fui corriendo al baño, me senté en la taza del váter y empecé a empujar. Estaba dura, muy dura, y no quería salir. Nunca me había pasado algo así. Recuerdo que pensé “no voy a ser capaz de echarla”. Pero seguí empujando, poniéndome roja a causa del esfuerzo, hasta que noté que empezaba a asomar. Empujé entonces con todas mis fuerzas y salió disparada –larguísima, enorme, comprobé después–, provocándome un orgasmo increíblemente intenso que, unido a mi reciente esfuerzo, casi me deja sin aire. Me quedé sentada un rato, atónita, tratando de recuperar el aliento. Y cuando cogí un trozo de papel higiénico para limpiarme, el mero contacto del papel en la zona desencadenó un segundo orgasmo que a punto estuvo de llevárseme por delante. Por suerte, mi novio no estaba en casa. Todavía hoy sigo dando gracias al Altísimo.
       A partir de aquella experiencia empecé a jugar con mi agujerito de atrás. Pero siempre a solas. Aguardaba impaciente las salidas matutinas de mi novio, que trabaja como obrero de la construcción, para entregarme a la experimentación analítica en todas sus variantes. Constaté, con el paso de los días, que sólo con introducirme los dedos de forma adecuada podía alcanzar las más altas cotas de placer. Después fui probando con objetos cada vez mayores, desde hortalizas varias hasta mi propio puño. Los resultados fueron sorprendentes. En definitiva, mis juegos privados pasaron a formar parte esencial de mi vida cotidiana. Pero no me atrevía a incluirlos, de ningún modo, en mi vida conyugal.
       Una noche, en la cama, yo tenía ciertas dificultades para alcanzar el clímax. Mi novio estaba al límite de su aguante y terminaría de un momento a otro. Me apenaba decepcionarlo, así que, aprovechando que la luz estaba apagada, me llevé el dedo índice al agujerito para sumarme a su gozo. Pero él se dio cuenta. Aquí empezaron los problemas. Se detuvo en seco. Me preguntó si me apetecía hacerlo por detrás –ya veis qué cosas se les ocurren a los hombres–. El pobre no entendía nada. Le expliqué que llevaba algunos meses jugando con mi agujerito pequeño, pero que la sola idea de meter un pene ahí dentro me revolvía las entrañas. Él lo comprendió, o eso dijo. Como he dicho, el diálogo es siempre la mejor de las opciones en estos casos.
       Sin embargo, el desinterés sexual de mi novio, a partir de este trance, empezó a parecerme alarmante. Yo tenía la impresión de que ya no me deseaba como antes, de que prefería ver el fútbol o quedar con sus amigotes para tomar unas cervezas. Y no me equivocaba. Una tarde me dijo, así, a bocajarro, que no quería seguir a mi lado. Lloré mucho; no sabía qué hacer. Él tampoco hacía nada. Desesperada, le golpeé en la cara con una bandeja de madera que reposaba, aparentemente inofensiva, en la mesita del salón. Cayó inconsciente. Cuando volvió en sí se quejó del dolor. Tenía una herida en la nariz. Le pedí disculpas. Me preguntó por qué lo había atado, porque, en efecto, así lo había hecho. No contesté. Me dirigí a la cocina y volví al salón con un calabacín en la mano. Mi novio clavó en mis ojos sus ojos aterrorizados, pero no se atrevió a gritar.
       No hablamos demasiado de aquel incidente. Mi novio se mostró un tanto esquivo durante los días siguientes, pero finalmente se retractó, arrepintiéndose de haber planteado siquiera la posibilidad de abandonarme. No volverá a pasar, dijo. Y yo le creí. Aún le creo.
       No sé por qué lo hice, por qué metí aquel calabacín en su agujero. No es que me apeteciera hacerlo, sencillamente lo hice. No quería darle ninguna lección. Tampoco pretendía que aquello le gustase también a él; nada más lejos de mi intención. No se trataba de obligarle a ponerse en mi lugar. Quiero decir que para mí aquello no era violencia, no era sexo, no era nada. Fue un hecho absurdo, arbitrario, aislado. Y sin embargo lo arregló todo entre nosotros.
       Desde entonces nuestra relación funciona a las mil maravillas. Llevo varias semanas sin tener que escuchar los cansinos “deberíamos jugar más” o “por qué no probamos esto”. Mucha gente ignora que el sexo debe ser pactado, discutido, consensuado. Mi novio ya lo tiene claro. Y me quiere más que nunca. O me teme, que es lo mismo.