lunes, 16 de marzo de 2015

PANTALONES DE PANA MARRÓN


       Discuten a voz en grito durante horas hasta que él, en mitad de la noche y ciego de rabia, decide marcharse provisionalmente a la casa de un amigo. Llevan siete años juntos y es la primera vez que les sucede algo así, hasta ese momento habían solucionado sus problemas con mano izquierda. Aquí dejaron de quererse. Ella le pide que recapacite, “quédate”, le dice, “es muy tarde; mañana te vas, pero pasa esta última noche aquí conmigo, por favor”. Él acepta a regañadientes. Sabe que afuera está diluviando, enciende un cigarrillo. Después se tumban bocarriba en la cama, silenciosos, tapados hasta las orejas con el edredón, demasiado cabreados para dormirse, hartos de mirarse el uno al otro. Pasan veinte minutos hasta que ella le acaricia suavemente la cabeza. Tregua. Reconciliación parcial. Pero nada de follar, esta vez no. No es lo mismo. Se acabó. Él apaga el cigarro e inicia su monólogo definitivo con esa voz de ultratumba que le sale cuando quiere hablar en voz baja, su característico tono nocturno. Ella le deja hablar, sin interrumpir en ningún momento.

         Mira lo que nos ha pasado, Pilar, mira qué tontería. Nos cepillamos los dientes y nos vamos a la cama como si todo fuera a seguir igual. Nos hemos desnudado, tú te has puesto, como siempre, el pijama que te regalaron tus padres, yo he doblado mis pantalones de pana marrón y los he dejado en la silla. Creo que tienen diez años esos pantalones. Tú no me conocías, no sabías de mí. Están muy viejos ya, puedes tirarlos si te apetece, mañana, cuando me vaya, aprovecharé para hacer limpieza en el armario. Dejaré aquí cosas que puedes tirar a la basura. Todo lo que deje, a la basura. Cosas que no quiero. Pero tú no te preocupes, que todo va a salir bien.
       No nos conocíamos, no nos queríamos todavía cuando compré esos pantalones. Bueno, en realidad me los regaló mi madre, fue un regalo de reyes, una historia curiosa. Sabes que odio que me regalen ropa, prefiero ir a comprarla yo mismo. Soy muy “especialito”, que dirías tú, que siempre dices tú. Pero cuando abrí el paquete me enamoré al instante: lisos, de pana gorda, color marrón clarito, casi beige. El problema fue la talla –mi madre, como de costumbre, creyó que yo era más alto de lo que realmente soy–, así que los pantalones (no estos, sino los originales) se quedaron abandonados en mi armario, en casa de mis padres, hasta que decidí ir a la tienda a cambiarlos. Fue una odisea, en primer lugar, encontrar el ticket de compra. Recuerdo a mi madre desvalijando carteras, revisando cajones en busca de la dichosa factura. Apareció al fin en una bolsa navideña, la encontramos de puro milagro. Ni te imaginas cómo estaba yo de contento. Pero tenía miedo, Pilar, mucho miedo de llegar a la tienda y que una amable dependienta me dijera (era posible, sobre todo teniendo en cuenta las rebajas de enero) que ya no les quedaba esa talla, ese modelo, o incluso que, a causa de algún inesperado cambio de dirección en la empresa, no les quedaban pantalones de ningún tipo. Tuve suerte.
       La talla era la cuarenta. Eso creo. Nunca corto las etiquetas de la ropa (a alguna gente le molestan, yo apenas las noto, no me rozan), así que podría levantarme y comprobarlo ahora mismo. Pero voy a quedarme aquí contigo. Te voy a contar que esos pantalones pasaron a ser mis favoritos. Y eso que tenía unos vaqueros preciosos (no llegaste a vérmelos puestos) que llevaba dos o tres veces por semana. Me estaba haciendo mayor, eso me dijo mi padre “de los jeans a la pana, chaval; es ley de vida”, y pronunciaba “jeans”, así como suena, en vez de “yins”, un cachondo mi padre. Y tenía razón. Pasamos de los vaqueros a las pinzas, a la pana, y cuando queremos darnos cuenta… bueno, si no tengo más cuidado acabaré hablando como él. Volvamos a mis pantalones, Pilar. Escúchame.
       Los pantalones eran perfectos y yo estaba –huelga decir– totalmente satisfecho con ellos. Ya ves que todavía no los he tirado. Pero el segundo problema fue que no sabía cómo conjuntarlos; muchas veces te he contado que antes de conocernos, antes de querernos, me encantaba ir de “esport” (eso decía mi madre), con sudaderas y niquis, con tenis, cosas por el estilo. Y claro, los pantalones de pana hay que combinarlos, más bien, con jerséis y camisas. Con zapatos. Así que hice borrón y cuenta nueva, tiré las sudaderas de adolescente (prendas de ropa con logos de grupos de rock, de colores chillones, camisetas estirajadas) y asalté las tiendas de la ciudad en busca de ropas adultas. Me sentí bien entonces; estaba –me dije– quemando una etapa. Quería crecer. Eso hice.
        Con los años empezaron los remiendos. Los bajos del pantalón, que siempre habían estado demasiado bajos, acabaron acusando el rozamiento con el suelo –sobre todo cuando llovía y el pavimento estaba mojado–, tenías que haberlos visto, clareados por culpa del desgaste, pidiendo auxilio, así que aprendí a coser y bordé un dobladillo fijo para salvarlos. A los tres años, solucionado ya este contratiempo, se desmembró la cremallera de la pretina. Aquí no me la jugué, nada de experimentos. Llevé los pantalones a un sastre y me los devolvió como nuevos por cuatro perras. Un tío majo. Desde entonces, dejando a un lado el paulatino e inevitable adelgazamiento de la pana, no han vuelto a darme disgustos. Diría que son mi bien material más preciado. Sé que te sonará extraño, Pilar; sé que nunca te lo había dicho. Sé que no sabes a dónde quiero ir a parar con todo esto.
       Tú no lo recordarás, pero yo llevaba puestos estos pantalones cuando te conocí. Coincidimos en aquella fiesta horrible, en casa de Juan, todo el mundo estaba borracho y llegaste tarde (“como siempre”, dijo Víctor mientras subías las escaleras). Nos presentó Amalia y empezamos a charlar, no sé por qué. Supongo que yo era el único que podía mantener una conversación coherente en aquel momento. Todos etílicos menos yo; el soso, el intelectual. El interesante. Te serví una copa; estabas guapísima. Vodka con limón. Hablamos de política, de nacionalismo. De Cousas, de Castelao. Debí hacerte gracia, porque un par de meses más tarde ya estábamos juntos. Follábamos como conejos ¿te acuerdas? Qué raro suena esto ahora. Y todo lo demás fue después de conocernos, después de querernos. Y aquí llevamos siete años juntos, y ahora –ahora no– mañana me iré.
       Y como te he dicho, dejaré aquí los pantalones, mis pantalones de pana marrón. Es tarde, son las cinco de la madrugada por lo menos. Afuera sigue diluviando. Y yo me iré, dentro de un par de horas, quizá tres. Te daré un último abrazo, diré adiós, te quedarás aquí llorando sin saber qué hacer. He pasado de los jeans a la pana, y desde la pana desechada llegaré a unos pantalones nuevos, extraños, unos pantalones que todavía no conozco, prendas de ropa que me aterran de antemano. Dejaré aquí los jerséis, los zapatos. Y mañana, pasado mañana, deambularé por las tiendas de la zona nueva en busca de ropas que llevarme al cuerpo, a mi nuevo armario. Molestaré a los dependientes. Pero estos pantalones son para ti, para que te acuerdes, para que los odies y no quieras volver a verme, unos pantalones que son –fíjate– más viejos que nuestra relación, más listos, menos incómodos, pantalones de antes de querernos, de después de querernos. Pantalones supervivientes de pana marrón. Nos quisimos, Pilar, yo lo sé. Te quise tanto…
       Tíralos, puedes tirarlos. Están en la silla.

       Él enciende un último cigarrillo; aspira lentamente el humo, la mirada fija en la pared del dormitorio. Los primeros rayos de sol se cuelan por las rendijas de la persiana, ha dejado de llover. Tarda unos minutos en comprobar que ella está profundamente dormida. Se pregunta desde cuándo. Después abandona la casa para siempre, sin despertarla, sin despedirse, sin hacer ruido.