lunes, 28 de septiembre de 2015

LÓGICA PARA ESCRITORES


No olvidar la realidad (R), sino simplemente negarla (¬R) y hacer de la literatura (L) un bonito lugar donde uno pueda quedarse a vivir, o bien literaturizar lo real (¬R) hasta perderlo en los dominios de la ficción (L), pues la búsqueda de la verdad (V) implica apartar la vista de la realidad (¬R), que no tiene nada que ver con ella (V≠R).
Siempre que R (siendo R realidad), entonces no L (siendo L literatura) y, si no L, entonces no V (siendo V verdad). Descorazonadora resulta, sin embargo, la tercera premisa; ésa que nos dice que si L, entonces V o no V.
La literatura es una apuesta:
1. R→ ¬L
2. ¬L→ ¬V
3. L→ V ˅ ¬V
*Nota: Nosotros queremos V y vamos a dejarnos los huevos en ello.
Conclusión:
L ˄ H→ V
(Siendo H huevos)[1]


[1] Este juego está dedicado a mis antiguos profesores de lógica. Espero que se pudran en el infierno.

lunes, 21 de septiembre de 2015

ADIÓS, TÍO


       Estate quieto, hombre, deja de morderme la pierna, le dice usted a Trasky mientras trata de reconducirlo hacia la zona más segura de la acera. Perros. Vaya con los perros. Los mejores amigos del hombre. Luego le muerden a uno las piernas o se cagan en mitad de la calle.
      Pero usted adora a Trasky. Desde que murió Carla es, en la práctica, en el vacío de lo cotidiano, el único ser vivo que le hace compañía. Sí, está la gente –familiares, amigos, conocidos varios– que le llama por teléfono, que se preocupa seguramente por si le da por suicidarse o por darse a la bebida, quizás por si acaba, de pura depresión, metiéndose en una secta que le esquilme los ahorros sin contemplaciones. Pero Trasky –Trasky el sucio, el pendenciero, el vomitón, el maloliente Trasky– jamás se separa, jamás se separará de usted. Como un perro fiel, si acaso no es cierto que todos los perros lo sean.
       Cuando Trasky termina de hacer sus necesidades (mear, cagar) y de atender sus asuntos (gruñir al cartero, ladrar a los policías), usted vuelve a su piso con la idea de preparar algo sencillo para comer, pues recuerda repentinamente que hoy a las cuatro de la tarde su sobrino irá a hacerle una visita y no quiere que se encuentre con la cocina empantanada –a saber qué les contaría a sus padres–, así que decide hacerse un sándwich. De este modo tendrá tiempo para limpiar y adecentar un poco la casa.
       Terminado el simulacro de comida, y mientras espera la llegada de Miguelito (ignora si al chaval le agradará todavía el diminutivo cariñoso; quizás haya llegado el momento de empezar a llamarle simplemente Miguel), usted ordena sus escasas pertenencias –libros, fotos de Carla, discos, películas, utensilios de cocina, cartas, revistas, juguetes de Trasky–, que yacen esparcidas por los rincones más inverosímiles de su hogar. El orden nunca fue su fuerte. Era Carla la que se ocupaba de esas cosas, y lo hacía francamente bien. Ahora le da igual. Trasky es casi tan desordenado como usted y ninguno de los dos va a cambiar a estas alturas.
       A las cuatro y seis minutos de la tarde suena el telefonillo. Trasky ladra asustado. Miguelito. Miguel. Ya está aquí. Esconda rápidamente las revistas pornográficas.

       Su sobrino tiene pinta de drogadicto, o eso es lo primero que piensa cuando abre la puerta de su piso y se encuentra con las profundas ojeras, la exagerada delgadez y la palidez facial del adolescente. 
       –Hola, tío. ¿No vas a invitarme a pasar? 
       –Por supuesto, Miguel. Perdona, te encuentro muy cambiado. –En efecto, Miguelito dista mucho de parecerse a aquel niñato mimado y repelente de las antiguas reuniones familiares. 
       –Te veo muy bien, tío.
       Su sobrino necesita gafas.
       Ya en el salón, usted se sienta en el sofá y conmina a Miguel a hacer lo mismo. Trasky les acompaña moviendo enérgicamente el rabo y termina por echarse, resoplando, junto a la mesa baja. 
       –Cuéntame: ¿Qué tal en el instituto? –dice usted para romper el hielo. Trasky está llenando el suelo de babas. 
       –Bueno, mis padres se quejan de las notas –reconoce su sobrino ruborizándose–. Hago lo que puedo. –Trasky jadea desacompasadamente. 
       –Pues habrá que mejorar eso –sentencia usted con desgana, abrumado por la irrupción de un interlocutor en su habitual silencio diario–. Ya sabes que lo hacen por tu bien, que los estudios son lo más importante. –Trasky comienza a gemir. Usted alarga el brazo y lo acaricia con suavidad detrás de las orejas. 
        –Bueno, tío, dime cómo estás tú. Estás muy solo ¿no?
       Miguel se da cuenta inmediatamente de que ha metido la pata. Tarde. Los chavales de hoy en día, dice usted para sí, no saben hablar con propiedad, hablan sin pensar lo que dicen, no dan importancia a los ritmos conversacionales, a las fórmulas de cortesía. Trasky aúlla. 
       –Un poco sí –reconoce–. Por suerte, este campeón me hace compañía –continúa usted sin dejar de acariciar las orejas de su perro, que se incorpora muy lentamente y con desacostumbrada dificultad, agradeciendo sus palabras. Sin embargo, Trasky vuelve a tumbarse. De hecho, más que tumbarse parece haberse desplomado–. Este perro no está bien –piensa usted en voz alta. Miguel ignora el comentario. 
       –Mi padre quiere saber qué va a pasar con la finca de Ávila…
       –¿Cómo? –Parece que Trasky no se mueve. 
       –Sí, la finca de Hortensia. Dice que tenemos que hablar antes contigo. 
       –¿Hablar de qué? –Usted comprueba que Trasky no respira. 
       –Pues no lo sé. Pensé que sabrías ya algo del asunto –prosigue su sobrino. 
       –Mira, creo que este perro está en las últimas –reconoce usted alarmado. Miguel añade que parece que sí, que ese perro está muy viejo, y suelta una brevísima carcajada histérica. 
       –Lo de la finca te lo digo… bueno, mi padre me dice que te lo diga, que te lo comente o algo por un tema de escrituras o no sé qué… 
       –Las escrituras las tiene la hija de Hortensia, yo no tengo nada que ver –la frase sale rápida de sus labios. Se plantea hacerle el boca a boca a Trasky. 
       –Ah. Pues se lo digo, se lo digo… –Miguel está confundido. Probablemente también viva confundido, el pobre imbécil. Usted zarandea el cuerpo inerte de su perro. Su sobrino se levanta del sofá. 
       –¿Quieres que te ayude, tío? 
       –No, déjame, déjame. Este perro no está bien. –Miguel le alcanza un folleto que acaba de sacar de su mochila. Sus notas. 
       –Tío… ¿Te importaría firmármelas? Es que mis padres… –Usted empieza a perder los estribos. 
       –¡No es el momento más adecuado, Miguel! ¿No ves que estoy con el perro, hombre? –grita desde el suelo sin dejar de presionar intermitentemente y con furia las costillas de Trasky. Su sobrino le planta las notas ante los ojos. 
       –Es que llego tarde a taekwondo…
       Usted suspira, asumiendo de una vez por todas que lo de Trasky no tiene solución. Después coge las notas, las firma, reprende a su sobrino con una mirada severa que acaso resulte indescifrable para su cerebro de mosquito y se fija por primera vez en su mandíbula desencajada, que bailotea sin control deformándole esa cara de cretino irremediable. 
       –Es lo que querías ¿no? –dice usted indignado. Miguel, risueño, recoge el folleto sin contestar y vuelve a meterlo en un bolsillo de la mochila. 
       –Ahora tengo que irme. Ya vendré otro día con más tiempo. Adiós, tío.
       Usted abandona el cadáver de Trasky en el salón y atraviesa con su sobrino el pasillo que les separa de la puerta de la calle. 
       –Vuelve cuando quieras –acierta a decir usted, a modo de despedida, en el marco de la puerta. Miguel se aproxima al ascensor sin volver la cabeza mientras usted se precipita nuevamente en el interior de su piso para velar a Trasky.

lunes, 14 de septiembre de 2015

POSTPROSA POÉTICA


       Usted escribe ese relato sobre la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina. Después lo corrige hasta la extenuación y decide enviarlo a concurso. Como no consigue ningún premio, opta por publicarlo en una revista especializada. La retribución que le ofrecen es mínima. Usted acepta de todos modos.
       Algunos años más tarde su relato, que hasta entonces había pasado totalmente desapercibido, empieza a ser comentado con cierto interés en los círculos de crítica literaria de la capital. Interesa sobre todo en el campo de la teoría de la literatura, a juzgar por las noticias que usted recibe, ya que por lo visto el uso que usted hace del lenguaje es relativamente novedoso en el género. Su nombre empieza a sonar, aunque sólo entre especialistas.
       Hacia finales de año, un renombrado articulista le menciona de pasada –pero con calculada intensidad– como uno de los principales renovadores del relato en lengua castellana, señalándolo como heredero directo de una serie de escritores que usted detesta. El articulista defiende que su relato La costa propone “no sólo una inequívoca solución al problema de articulación forma/fondo en el relato posmoderno, sino además –y principalmente– una nueva perspectiva desde la que abordar las relaciones entre sociedad y literatura”. Lo que le importa a usted (que siempre ha odiado todo cuanto tenga que ver con literatura social) es que este elogio le permite firmar un jugoso contrato con una de las editoriales más punteras del país.
       El año siguiente usted es invitado a formar parte, en calidad de ponente, en una conferencia que aborda el futuro del relato como género literario. Declina la invitación porque, honestamente, no tiene la más mínima idea del tema. Además, le molesta que algunos colegas escritores que antes le tenían por persona independiente empiecen ahora a sospechar de sus intenciones, cuando lo cierto es que usted no tiene intenciones de ninguna clase, al margen de seguir escribiendo. Usted no es un teórico ni un renovador del lenguaje. Usted ha escrito un relato personal y ha tenido cierto éxito. Si los medios y algunos colegas se empeñan en exagerar sus méritos… pues mejor para usted. Aprovéchelo mientras pueda.
       En marzo de ese mismo año surge, nace, aparece, es acuñada o simplemente vomitada la denominación de marras, “Postprosa poética”, para referirse a la corriente que, a tenor de lo defendido por un sector importante de la crítica salmantina, usted acaba de inventar.
       En pocos meses la editorial con la que firmó le pide una selección de relatos tempranos –relatos que usted desprecia, juzgándolos poco maduros– que resulta ser un éxito de ventas. Su libro más vendido. Y el más comentado, porque, según ciertos especialistas, “en él se hallan ya, en germen, todos los hallazgos formales que el autor de La costa desarrolla en obras posteriores”. A medida que se teoriza sobre su estilo, su intertextualidad, sus influencias, su lenguaje y sus propuestas, usted tiene cada vez más la sensación de ser otro: ni reconoce a los autores que señalan como maestros suyos, ni considera su estilo como “anglosajón”, ni cree estar demasiado interesado en las relaciones entre poesía y cuento corto. Ni, por supuesto, tiene vocación de renovador. Y duda mucho que su obra vaya a ser “profunda y radicalmente seminal”.
       El siete de diciembre algún entusiasta abre un perfil en una famosa red social con el lema “Postprosa poética”. En el foro de debate participan miles de usuarios, entre ellos varios escritores jóvenes (y relativamente conocidos) que se disputan la legitimidad como “dignos herederos” de la prosa de usted. Se dividen en dos facciones: los postprosistas, interesados en resaltar sus logros formales –y, sobre todo, en hacer de ellos un camino a seguir– y los postpoéticos, claramente influenciados por su etapa estructural (?!). Cuando, pasadas algunas semanas, la disputa es llevada hasta sus últimas consecuencias –y finalmente se estanca–, los internautas (escritores o no) solicitan que usted se posicione. El revuelo mediático es tal que usted no puede permitirse el lujo de permanecer callado. Además, la crítica, que desde un primer momento se ha mofado de los jóvenes escritores que le siguen, también aguarda impaciente su veredicto.
       Usted decide convocar una rueda de prensa a finales de mayo. Llegado el día D hace su entrada en un salón de actos atestado de público y periodistas. La presencia de cámaras de televisión recuerda más a las premieres del mundo del cine que a un evento literario. Usted atraviesa el pasillo que le separa de la mesa, cegadoramente iluminada, donde piensa aclarar el malentendido. Dejará claro que no se ve a sí mismo como un renovador del uso del lenguaje, que no se siente heredero de los maestros que se le imputan, que odia el relato posmoderno, que la literatura social no le interesa en absoluto, que el futuro del relato depende tan sólo del talento y la ambición de los nuevos escritores, que el término Postprosa poética le parece una horterada, que su estilo tiene de anglosajón lo que un pimiento de Padrón tiene de catalán, que difícilmente puede haberse volcado en las relaciones entre poesía y cuento siendo usted tan mal lector de poesía, y que las pugnas entre postprosistas y postpoéticos le parecen oportunistas y poco fundamentadas.
       Usted toma asiento, coge el vaso de agua que reposa sobre la mesa, da un trago para aclarar la voz, comprueba el micrófono, da los buenos días a la concurrencia y se propone comenzar cuanto antes. Así lo hace: “Hace algunos años publiqué un relato titulado La costa. En él narraba la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina”. En ese momento, justo cuando los flashes de las cámaras centellean ante sus ojos, el pánico le invade y le impide continuar. Enmudece. Se levanta sin mediar palabra, dando el acto por concluido frente al estupor general que planea sobre el salón de actos, también enmudecido. Pero cuando usted está atravesando el pasillo para dirigirse a la puerta de salida, para escapar definitivamente de allí, el público también se levanta, esta vez para inundar de aplausos el recinto. Aplausos para usted, presumiblemente por su laconismo involuntario, usted, el héroe –dirán mañana– que se niega a entrar en el juego de los críticos o de los imitadores, el escritor deliciosamente excéntrico, el poeta. Varios estudiantes universitarios le cercan al final del pasillo. Quieren que les firme un autógrafo.
       Usted siente unas terribles ganas de liarse a puñetazos con todo el mundo, cosa que afortunadamente termina haciendo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

NUEVO CATÁLOGO DE JUEGOS (CITAS INTRODUCTORIAS)


¡Dios ha muerto! ¡Dios seguirá muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! (…) ¿Quién nos limpiará de esta sangre? ¿Con qué agua podríamos purificarnos? ¿Qué ceremonias expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar?

F. NIETZSCHE


Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.

J. L. BORGES


He aquí cómo no pensar en nada de esto practicando y jugando hasta que todo funciona con piloto automático y el ejercicio inconsciente del talento se convierte en un modo de escaparse de ti mismo, un prolongado sueño despierto de puro juego.
(…)
Contémplate a ti mismo en tus rivales. Ellos te harán comprender el Juego. Acepta el hecho de que el Juego se basa en el miedo controlado. Que su finalidad es sacar de ti lo que tú esperas que no vuelva.


D. F. WALLACE