Erlopio, como tantos otros jóvenes de su generación, es incapaz de hacer frente a los ineludibles gastos de la vida diaria. Debe varios meses de alquiler a su casero, amontona facturas en los cajones, resume su existencia ojerosa entre recibos impagados del agua y de la luz. Genuino producto de la crisis económica, Erlopio se afana en salir a flote.
Esa mañana se detiene frente al escaparate de la tienda de regalos y, tras analizar por última vez las ventajas e inconvenientes, decide finalmente aceptar la oferta sugerida días atrás por el comerciante. Éste, tratando de disimular su orgullo de pionero, felicita a Erlopio por su determinación y le envía a la peluquería más cercana antes de poner en marcha el plan. Una vez acicalado, nuestro protagonista se incorpora a la plantilla y comienza su jornada.
A las seis de la tarde Erlopio sonríe pensando que a pesar de todo –y según reza la etiqueta que cuelga lánguida de su pescuezo– es el artículo más caro del establecimiento (mucho más caro que Alicia o que Don Ramón, dónde va a parar). Al otro lado del escaparate una vieja repugnante le señala con el dedo. Parece interesada.