Tiene sólo una mano y quizás por eso rechaza siempre las invitaciones a pasear por el parque, temerosa acaso de que su eventual pretendiente deje caer la suya, buscando el contacto, del lado equivocado.
Él sabe, por tanto, que esta ocasión es única, que desaprovecharla sería no sólo un error, sino además una indecencia. La recoge el último viernes de Abril, a las siete de la tarde (el sol medita, el sol flaquea) en su piso de las afueras, donde ella vive con su madre. Un “Adiós, mamá” pugna por derribar su garganta, pero no lo consigue. Ambos se alejan hacia la alameda.
Pasean. Ella esconde la mano fantasma en un bolsillo de su blusón para ahuyentar las posibilidades de desastre, pero camina con temple, como si el destino no pudiera ya alcanzarla. Él, sin embargo, parece ausente y, a pesar de sus múltiples caricias, desviándose una y otra vez del sendero de grava, le confiesa que se siente indispuesto. “Te veo un poco pálido; serán los nervios”, le anima ella confesando a su vez, tal vez inintencionadamente, que sabe que él está nervioso. Se retiran hacia un banco de piedra y conversan. El sol se pone.
Cuando el tan ansiado beso se dispone a aterrizar en los labios de ambos, él la interrumpe abruptamente y le pide que deje su muñón al descubierto, pues no tiene ninguna razón para avergonzarse. Ella, desprevenida, casi como un acto reflejo, desenfunda su mano no-fantasma y le propina una sonora bofetada. Después se aleja entre los álamos sin mirar atrás.
Lo más triste de esta historia es que, si ella hubiese permanecido allí tan sólo unos instantes, apenas un minuto más, podría haber contemplado cómo él, que siempre creyó en el amor verdadero, le concedía también el privilegio de observar su muñón. Y no era éste un muñón cualquiera, producto de una guerra absurda o de un aparatoso accidente laboral, no; les hablo a ustedes de un muñón recién estrenado, retributivo. Un muñón todavía sangriento, un flamante muñón de enamorado.