lunes, 14 de abril de 2014

DETERMINISMO


       No era lo más adecuado, pero tenía que ocurrir. Para aquellos que no crean en las determinaciones del materialismo mecanicista, diré que tampoco Augusto Foradil suscribe los dogmas de esta teoría. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos ha acabado por darme la razón.
      Jean Paul Sartre solía decir que lo que hace cobarde a una persona no es un corazón, un pulmón o un cerebro de cobarde, sino los actos propios de un cobarde. Sartre, para desgracia de Augusto Foradil, se equivocaba. El señor Foradil nació con manos, ojos y pies de cobarde; nació, de facto, como auténtico producto de la cobardía. Sus padres, supervivientes republicanos de la guerra civil, lo engendraron una noche de bombas y tiroteos en el centro de Madrid. Su padre, Américo Foradil, desertor del ejército republicano, logró refugiarse con su entonces camarada, Olivia Santander, en un taller abandonado durante los últimos días de la contienda. Posteriormente, hallándose ambos fuera de peligro –hallándose ambos avergonzados–, decidieron enterrar sus identidades y, mediante un salvoconducto, acabaron estableciéndose en Galicia. Allí trataron de sacar adelante varios negocios y, finalmente, se ganaron la vida con una modesta panadería.
       Augusto Foradil entra en el aula, saluda a sus alumnos y borra el encerado. Después se sienta en su mesa e indica la página con la que va a comenzar la lección. “Abran ustedes el libro de Historia por la página 243” dice. “Hoy empezamos con la guerra civil”.
       Apenas ha comenzado su exposición magistral, Augusto Foradil nota un murmullo creciente hacia el fondo de la clase. Dos de sus alumnos, Arriaga y Solánez, suelen alborotar durante las explicaciones de los demás profesores, pero se ensañan especialmente con él, porque saben que es un profesor paciente hasta el extremo. Esta vez Augusto Foradil considera la posibilidad de llamarles la atención, pero decide postergar la reprimenda. Minutos después Arriaga y Solánez han abandonado sus pupitres y se dirigen a una de las ventanas del aula; la abren y encienden sendos cigarrillos. “Si el resto de los alumnos les ignoran, podré continuar con la lección sin problemas” piensa Augusto Foradil. El problema –como suele ser el caso– es que los alumnos empiezan a comentar el suceso que están presenciando, y no sin cierta complicidad gamberra. Terminado su cigarrillo, Arriaga arroja con rabia la colilla todavía encendida a la cara del profesor Foradil, al tiempo que le increpa por haberle suspendido un examen parcial. Augusto Foradil trata de justificar la evaluación impuesta a Arriaga, hasta que es contestado con un generoso escupitajo en su corbata. Acto seguido abandona el aula derrotado. Varios alumnos aplauden.
       Ya en la sala de profesores, ocultando sus lágrimas, Augusto Foradil informa al Jefe de Estudios de su dimisión irrevocable. Aturdido, huye del centro escolar y se pierde por las calles de Santiago de Compostela sin un rumbo determinado –por mucho que yo sostenga que su rumbo estaba perfectamente prefijado desde el principio–.
      Podrán tacharme ustedes de dogmático, podrán achacarme ustedes un mal disimulado credo determinista. De acuerdo, entonaré sin complejos el mea culpa; pero lo que no pueden negar ustedes son los hechos, lo que no podrán negar ustedes es que Augusto Foradil se hallaba, la noche del trece de Mayo, en un taller abandonado; tampoco podrán negar ustedes que allí violó a una pobre adolescente y que ésta, en virtud quizás de ciertas presiones familiares, declinó rotundamente la posibilidad de un aborto; no podrán negar que ella en realidad me ama, al igual que yo la amo profundamente, y puedo jurarles que nunca quise hacerle daño. No podrán negar, por último, que ambos nos fugamos –ambos avergonzados– para establecernos en Madrid y que, en la medida de nuestras posibilidades, permaneceremos siempre ocultos. No era lo más adecuado, pero tenía que ocurrir. Augusto Foradil no será nunca más mi nombre; no, al menos, el nombre de mi modesto negocio.