lunes, 29 de diciembre de 2014

LOS NIÑOS


       Los niños, tras una larga persecución por el pueblo, consiguen dar caza al perro que se ha escapado. Lo inmovilizan entre varios, tranquilizándolo con enérgicas caricias en el lomo, detrás de las orejas, en el cogote. El perro se calma, definitivamente a merced de la muchachada. Ahora está echado, resoplando. Uno de esos niños, probablemente su dueño, pronuncia un discurso que no logro descifrar –quizás se trate de una jerga preadolescente, en todo caso muy alejada del castellano–. Los otros niños aplauden al término de la declamación y recogen del suelo pequeños trozos de madera. Todo parece indicar que preparan una hoguera. Algunos se pintan la cara con hierbas y barro de los márgenes del camino. Otros despejan de piedras el entorno de la fogata. Uno enciende el fuego. Tras un griterío de aprobación, se reúnen alrededor de las llamas. Otro, recién llegado al ritual –el líder, presumiblemente–, se aproxima al perro y, con ademán autoritario, pide al dueño que se aparte. Éste le besa la mano y retrocede unos pasos. El jefe coge al can por el pescuezo, cierra los ojos y, con un seco movimiento de torsión, le rompe las vértebras. Soy incapaz de mirar cuando comprendo que van a empalar al animal. Me entretengo, mientras tanto, pensando en lo estúpido que he sido siguiendo a los niños hasta aquí. Después entonan cánticos y ofrecen el perro a sus divinidades.
       Uno de los niños ha reparado en mi presencia. Me mira seria, desconfiadamente; sus ojos me dicen que yo no debería estar ahí. O quizás no. Puede ser que, de un modo más inocente, tan sólo esté implorando que no me chive a sus padres.

jueves, 25 de diciembre de 2014

EL ASNO DE BURIDÁN


       El filósofo que llega a un cruce de caminos y piensa en la futilidad de nuestras decisiones cotidianas. Si elijo el camino de la izquierda, dice para sí, llegaré antes al pueblo. Sin embargo, cogiendo el sendero de la derecha, disfrutaré del paisaje que me ofrecen las montañas y el paso del río. Hoy no tengo demasiada prisa, razón por la cual debería tomar el sendero, pero también es cierto que está anocheciendo y el bosque no es un lugar muy seguro para nadie a estas horas. Debería ir por la izquierda. Ahora bien, la vida del filósofo debe incluir ciertas dosis de riesgo, pues este tipo de experiencias ayuda a recapacitar sobre la propia vida (derecha). Vida que, por cierto, debería tratar de preservar, estando como estoy persuadido de su valor (izquierda). De todos modos, el valor de la propia vida es relativo a una determinada situación histórica, y hemos de reconocer que el siglo XXI es una época muy desagradecida con los pensadores (derecha). Precisamente por eso, quizás mi deber es permanecer entre los seres humanos (izquierda). Pero, planteando ya el problema en su radicalidad: ¿por qué elegir? ¿Por qué?
       El filósofo se quedó a vivir en el cruce de caminos. Algunos vecinos le llevan comida de vez en cuando, y actualmente se le considera el hombre más inteligente de la comarca. Pero yo no dejo de figurarme –no sin cierta malicia– lo que pasará el día en que alguien le pregunte sus razones para no moverse de allí. 

lunes, 22 de diciembre de 2014

Y SIN EMBARGO TODO TIENE UN SENTIDO


       Y sin embargo todo tiene un sentido. Usted recuerda aquella vez, cuando, siendo niño, le descubrieron jugando a los médicos con su prima. Recuerda la escena con excitación y, en menor medida, con vergüenza. Recuerda a su madre (de ella) reprendiéndole por su conducta obscena e inmoral, mientras usted buscaba con la mirada los ojos de la niña, su prima, tan excitada y avergonzada como usted mismo. En resumidas cuentas: estaban ustedes jugando, pasando un buen rato, conociendo sus cuerpos, explorándose mutuamente. Hay algo de curiosidad empirista, de búsqueda de rigor científico en todo esto. Los adultos, como la madre de su prima en este caso, no lo sabían. Sólo eran capaces de distinguir un par de niños desnudos que no deberían estarlo. Y es por eso que ahora usted, padre de una niña en edad de jugar a los médicos, espera al otro lado de la puerta sin atreverse a entrar, sabiendo que las intenciones de su sobrinito –de su hija– son las mismas que las suyas de antaño. Pero sabe que debe interrumpirlos. Sólo de ese modo, siendo conscientes de la perversidad de sus acciones, lograrán disfrutar de sus respectivas sexualidades algún día. Este planteamiento le parece a usted raro –contradictorio incluso–. Y sin embargo todo tiene un sentido. Se trata de censurar para avivar el deseo. Recuerda ahora usted los libros prohibidos durante el franquismo, y cómo usted los devoraba. Somos unos auténticos hijos de puta. Mienta a su sobrino, asuste a su hija. Abra usted la puerta y cumpla con su cometido. Sálvelos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

ESCRIBIR


       Escribir, por ejemplo, que estoy escribiendo un relato cuyo protagonista escribe una historia sobre mí. La figura del narrador de esa historia, ese protagonista dentro del relato, decide, a mitad del cuento, que mi personaje no le interesa, y por lo tanto yo me siento ultrajado. Reescribir ese relato en el que ahora escribo un cuento sobre la estupidez del narrador de mi historia, principalmente para vengarme de su falta de gusto. El protagonista deja de ser el narrador para convertirse en un periodista imparcial. Disgustado con su nuevo papel, mi personaje –el que tiene que contar mi historia– rechaza la misión que le encomiendo, echando a perder la fluidez narrativa. Deshacerme de ese personaje para contar, en un tercer relato –dentro del relato inicial–, el proceso que me ha llevado a explicar las razones del protagonista original (que no soy yo, aunque seamos indiscernibles). Escribir cómo publico un relato en el que se da cuenta de la estrategia teórica que me ha permitido engarzar el primer relato con el tercero, sin dejar de lado la voluntad de escribir cinco o seis relatos más con historias cruzadas de los relatos anteriores. Escribir cómo recibo un premio por el relato definitivo, tratando de demostrar al lector las razones que me impiden ir a recogerlo: a fin de cuentas ya no sé quién es el autor del cuento. Escribir cómo ese premio es reclamado por otro narrador, un periodista disgustado con su trabajo. Escribir, por último, que no entiendo qué ha pasado, que no sé de dónde ha salido ese periodista. Mentir como un bellaco, porque en realidad intuyo que no he escrito nada y que el personaje soy yo. Lamentarme.
         Escribir, por ejemplo, cuánto me hubiera gustado escribir ese relato.

lunes, 15 de diciembre de 2014

CORRER


       Como cada mañana desde hace un par de meses, Tromper sale a correr no sólo para hacer ejercicio, sino también para huir simbólicamente de sus problemas cotidianos. Se ha levantado muy temprano, pensando en todas las preocupaciones que desea dejar atrás, al menos durante el tiempo que dedique a su sesión matinal de footing. Después se ha puesto el chándal y ahora sale por la puerta.
       Tromper corre por el circuito de la alameda. Ha empezado a buen ritmo y se siente despejado y fresco, definitivamente optimista. Cree que será capaz de mantener su actual frecuencia cardiaca sin problemas durante al menos una hora, tal y como se había propuesto antes de empezar. No piensa en nada, luego la terapia funciona. Su mayor preocupación ahora es estabilizar el nivel de esfuerzo. Vamos, Tromper, tú puedes. Tromper sonríe, Tromper contento.
       Cuando nuestro corredor completa por segunda vez el circuito, una masa indeterminada aparece a sus espaldas. Al principio no le da importancia, mucha gente sale a correr por la alameda a estas horas, dice para sí. Pero pronto comprueba, tras cambiar a propósito el ritmo de su trote, que ese alguien –al que ya casi puede oír respirando detrás de él– se adapta a su velocidad, y que, por lo tanto, le está siguiendo. Lejos de asustarse, Tromper se siente halagado. Sabe que muchos corredores inexpertos son incapaces de establecer su propio ritmo, y no es la primera vez que los observa literalmente pegados a otros corredores habituales, a los que toman como punto de referencia.
       El caso es que, dejando la vanidad a un lado, a Tromper le gusta correr solo. Y ahora debe admitir que le está costando horrores zafarse de su perseguidor, por mucho que lo haya intentado a base de sprints y bruscos cambios de dirección. Sin embargo, le parece una grosería volverse sin más hacia él para pedirle explicaciones; sería ridículo: “Oiga, usted, ¿qué quiere de mí? ¡Déjeme en paz, por favor!”. Totalmente ridículo. Así que nuestro corredor decide volver a casa; ya ha hecho bastante ejercicio por hoy.
       Tromper ya no corre, ahora se limita a caminar pausadamente en dirección a su piso. El perseguidor sigue ahí, tan sólo unos metros por detrás, también caminando. Se acabó, piensa, voy a llamarle la atención a este pesado. Nuestro corredor se da la vuelta y comprueba que su perseguidor detiene sus pasos al mismo tiempo que él. Ninguno de los dos se atreve a pronunciar palabra. Se limitan a jadear de puro cansancio.
       Tromper vuelve a casa confundido, tratando de explicarse si es verdad lo que ha presenciado, pero sobre todo sopesando la posibilidad de que aquel extraño ser que le perseguía, con cara de hipoteca y de divorcio, quisiera decirle algo.

jueves, 11 de diciembre de 2014

BILLETE MARCADO


       El hombre abre su cartera y extrae un billete de cinco euros. Lo extiende sobre la mesa y escribe en él, con un rotulador permanente, la frase “encantado de volver a verte”. Su intención es –supongo– poner el billete en circulación, olvidarse temporalmente de su existencia, y confiar en que la probabilidad o el destino le permitan volver a verlo algún día.
       Ese hombre es vecino mío. Presencié esta escena en la cafetería en que ambos solemos desayunar cada mañana, antes de dirigirnos a nuestros respectivos trabajos. De esto hace ya diez años. Me hace gracia constatar cómo, tanto tiempo después, el hombre sigue comprobando las vueltas que le extiende el camarero del establecimiento –costumbre que con toda probabilidad se repite en todos los locales comerciales que frecuenta– con una urgencia casi infantil, ingenua e ilusionada. Pero lo cierto es que también siento pena y nostalgia. A veces yo también miro de reojo su cambio, deseando ciegamente que el billete de cinco euros vuelva por fin a sus manos.
       Muchas veces he pensado en la odisea de ese billete. Me lo imagino pasando de las manos del hombre a las del camarero del bar, y de ahí a la cartera de algún otro cliente que, una tarde cualquiera, habrá gastado esos cinco euros en un puesto callejero de helados, cuyo dueño tendrá la feliz idea de dárselos a su hijo en concepto de paga semanal. Entonces pienso en ese chico, en la posibilidad de que, justamente esa semana, haya decidido viajar a la capital con sus amigotes, el chaval pagando el ticket del tren y ese mismo billete depositado ahora en el bolsillo de algún turista austriaco (las vueltas en la estación) que vuelve a Viena tras unas merecidas vacaciones. El billete volando por Europa, por Asia, por el mundo entero, para acabar quizás, como mero recuerdo de viaje, en el cajón de la mesilla de noche de un tal Wilfredo, en Cuzco o en Bogotá, definitivamente inmóvil. Y también pienso en que es realmente muy difícil que el hombre vuelva a ver su billete en lo que le resta de vida.
       Nunca he sido yo un alma caritativa, pero a veces la vida nos da la oportunidad de convertirnos, sin apenas esfuerzo, en anónimos benefactores. Hoy ha querido el destino (o la probabilidad) que el hijo menor de mi vecino llamase a mi puerta para venderme unas rifas del colegio. Cuánto es, le digo. A euro por rifa, contesta. Y entonces se me ocurrió. Ahora o nunca. Le explico al niño que en ese momento no tengo suelto, que por la tarde iré a pagarle las rifas, quedamos en eso. Después bajo las escaleras hasta el portal, donde está el corcho de avisos de la comunidad. El hombre es el presidente, así que la mayoría de ellos han sido escritos por él. Cojo prestado el más antiguo y vuelvo a mi piso. Una vez en casa me dedico a estudiar su letra, a copiarla, a recordar el tipo de rotulador que empleó en el billete, el lugar exacto del rectángulo en que escribió el mensaje.
       A las siete de la tarde llamo a la puerta del hombre. Me recibe en bata y zapatillas, preguntándome qué me trae por allí. Le explico que le debo dos euros a su hijo, que si tiene cambio, y le ofrezco el billete. El hombre lo examina. Sonríe incrédulo y vuelve a examinarlo. Sin mediar palabra, se retira al interior de la vivienda mientras yo espero en el descansillo. Vuelve al cabo de un rato con otro billete de cinco euros en la mano, un billete muy gastado, marcado con su verdadera letra. No sé qué decir. Cuando vuelvo a casa me imagino al hombre comparando ambos billetes, el mío y el que seguramente ha recuperado, después de tantos años, esa misma mañana. Imagino a un hombre que no comprende nada.
       Ustedes pueden pensar que la anécdota es graciosa, pero yo sé que a ese hombre le he destrozado la vida.

martes, 9 de diciembre de 2014

ACANTILADO


       El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado piensa que, en caso de ser un suicida, ese sería un buen lugar para despedirse del mundo. Precipitarse al vacío sin más, renunciar a seguir viviendo –qué estupidez–. Pero hacerlo, al menos, de una forma bella, rotunda, épica; eso deberían hacer los suicidas. Quitarse de en medio en acantilados como ése. Es incapaz de comprender que precisamente ellos, que consiguen reunir el valor –o la cobardía, según se mire– de tirar su vida por la borda, no suelan dar, sin embargo, demasiada importancia al factor estético de un acto irrepetible, de una decisión última que deberían marcar con su sello personal.
     Qué belleza. Las olas pelean cuerpo a cuerpo con la roca, deshaciéndose en espuma muchos metros más abajo. El sol se funde con el horizonte, apagándose en un mar viejo y cansado. El viento transporta vagos sonidos de pájaros o barcos.
       El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado quiere volver a casa, pero no puede. Retrocede unos pasos, pero enseguida vuelve a asomarse al precipicio, cautivado por la poética del instante. Así pasa el resto de la noche, alejándose del borde para avanzar nuevamente hacia él, preguntándose si debería abandonar ese escenario ideal, o si, por el contrario, ha llegado la hora de acatar finalmente los designios de la belleza eterna.

jueves, 4 de diciembre de 2014

CARTA AL DIRECTOR


        Estimado señor Director General:


       Han sido muchas y diversas las conjeturas de sus empleados –mis compañeros– acerca de las sanciones dictaminadas por mi persona en la última semana. Dando por supuesto que habrán llegado a sus oídos algunas de estas especulaciones, creo oportuno informarle, en calidad de Subdirector, a este respecto. En primer lugar deseo hacerle saber que mañana por la tarde presentaré mi dimisión del cargo, a todo efecto irrevocable. Admito, en segundo lugar, que quizás me he extralimitado en mis funciones durante la gestión de esta crisis, y le pido disculpas por ello. Mi intención era, inicialmente, dar una lección ejemplar al Consejero Asociado R. Ramírez –comprenderá usted (así me lo ha enseñado) que una manzana podrida puede echar a perder todo el cesto–. Poco podía yo imaginar que los defensores del susodicho serían tantos, y le aseguro que tampoco pude prever las consecuencias. Asumo la responsabilidad en caso de emprenderse acciones legales contra nuestra sociedad o sus accionistas. Me he limitado, en la medida de mis posibilidades, a preservar la autoridad de los directivos de la empresa. Ignoro si he estado a la altura de las circunstancias, pero en cualquier caso deseo manifestarle mi gratitud por la confianza que usted ha depositado en mí desde el mismo día de mi nombramiento.
     Mañana a las 9:00 a.m. procederé a desmantelar el patíbulo instalado en el patio central. Atentamente

       Carlos Regosa.

       P. D. Los cadáveres han sido debidamente incinerados.

lunes, 1 de diciembre de 2014

CUANDO TODO ESTÉ PERDIDO


       Acabo de soñar con un canción para cuando todo esté perdido, una canción perfecta que nos redima a todos. Me despierto confuso, tratando de recordar los acordes que la sustentan. Cuando he reconstruido mentalmente su esqueleto, afino mi guitarra y voy desgranando la melodía. Ya casi la tengo. De repente, advierto el error: la canción sonaba mucho más aguda en mi sueño, quizás una octava por encima –instrumento de cuerda, en todo caso–. Busco la cejilla, la adapto al mástil, recorro los trastes, pruebo nuevamente. No hay manera. Quizás con una mandolina, puede que incluso un ukelele. Me lanzo a la calle desesperado. Tras una larga carrera, irrumpo en la tienda de instrumentos musicales. El dependiente me increpa mientras revuelvo el almacén. Después se muestra comprensivo y trata de consolarme. “De todas formas no hay tiempo, ya no podemos hacer nada”, susurra. Ahora me abraza con fuerza. El asteroide se acerca. No les quedan ukeleles.

jueves, 27 de noviembre de 2014

LA INVENTORA DE PALABRAS


      No todo el mundo sabe que mi madre es una gran inventora de palabras. Todos los viernes por la tarde nos reunimos para tomar el té y, mientras dura el encuentro, tratamos de encontrar un significado preciso para sus últimas creaciones, vocablos aparentemente ininteligibles que mi madre nos regala desinteresadamente. Ella dice, por ejemplo, que el té blanco de vainilla está especialmente “albástrico”, y entonces yo comprendo que se refiere a su sabor delicado, a su forma de colorear la taza, a su magnificencia. Otras veces bautiza mis relatos como narraciones “ofrendóticas”, queriendo decir, supongo, que son el resumen de un regalo. Pero bueno, lo que nos interesa ahora es que, hace un par de semanas y sin previo aviso, mi madre dejó de inventar palabras.
       Desde entonces estoy muy preocupado por ella, sobre todo porque me consta que la invención de palabras era su principal entretenimiento. Sin embargo, ella me asegura que el abandono de su actividad responde al deseo de culminar una tarea que se propuso desde el principio: buscar una palabra que las resuma a todas. Mi madre, por cierto, cree haber encontrado esa palabra. Y claro, ¿por qué diablos querría seguir creando palabras habiendo encontrado la definitiva? Ahora estoy más tranquilo, porque, si bien se niega a comunicármela por teléfono –al igual que ustedes ignoro las razones–, ha prometido escribirla en una carta.
       Hoy, revisando mi correo en el buzón, me he encontrado con esta broma pesada. Algún trastornado habrá escrito la dirección de mi madre a modo de remitente, porque yo sé que mamá sería incapaz de enviarme este sobre, esta carta que consiste en un folio amarillento, una hoja gastada en la que sólo se puede leer la palabra “Mierda”. Seguro que ha sido el hijo del vecino, que ya las ha hecho peores.

lunes, 24 de noviembre de 2014

LA PUERTA MÁGICA

     
       Cuando mi abuela murió, los nietos nos reunimos en su casa, ya vacía, para tomar una copa a su salud y contar anécdotas de infancia. Con el paso de las horas alguno de nosotros recordó “la puerta mágica”, que no era otra cosa que una diminuta portezuela de madera, una despensa escondida tras la puerta de la cocina, en la que nuestra abuela guardaba las golosinas que nos iba administrando. El ritual era realmente efectivo: si esa tarde nos habíamos portado bien, la abuela nos decía “Os voy a traer un premio de la puerta mágica”, y volvía con regalices o galletas buenísimas, de esas que nuestros padres nunca traían a casa. Nos tenía “comprados”, pues la puerta estaba siempre cerrada y, como es natural, los nietos teníamos prohibida su apertura –bajo pena de castigo severo–. Estábamos hablando de esto cuando a Lalo se le ocurrió que sería una buena idea abrirla para darnos un festín, como en los viejos tiempos. Así que nos dirigimos a la cocina y, una vez dentro, cerramos la puerta y nos ponemos en cuclillas para reencontrarnos con la puerta mágica. Cuando poso mi mano en el tirador, algo me dice que no debemos abrirla. Se escuchan gritos al otro lado, alaridos infantiles que no son nuestros.

jueves, 20 de noviembre de 2014

SE HAN PASADO USTEDES DE LISTOS


       De acuerdo. Me notifican que algunos de ustedes no están del todo satisfechos con el desenlace del primer relato del presente libro, y no tanto por lo sórdido del mismo, sino más bien por la ausencia de un castigo adecuado para el protagonista. Les diré, en primer lugar, que no estoy aquí para dar lecciones de moral a nadie –cedo tan encomiable tarea a los guardianes de las buenas costumbres literarias–. Pero quizás se han pasado ustedes de listos. Si hubieran prestado atención al desarrollo de mi obra habrían reparado en el personaje de Lapucia, que vive en el decimocuarto relato de esta colección. Sí, Lapucia, la misma que asesina hombres los días pares. Díganme: ¿han pensado en sus motivaciones? ¿No será que, tras haberle perdido la pista al hombre que abusó de su hija, encontró como asesina en serie un sentido a su vida? ¿No será la muerte de Keiler –por una cuestión de azar– su obsesión original, el secreto cumplimiento de una venganza?

lunes, 17 de noviembre de 2014

DE FANTASMAS


       Hace un par de noches, mientras corregía uno de mis relatos, se me apareció de improviso el fantasma de Kafka. El pobre ya no tosía, pero sí que se llevaba de cuando en cuando las manos a la boca –reflejos de tísico, pensé–, como si presintiese inminentes espasmos. Me preguntó qué escribía. Yo contesté que pequeños relatos sin importancia. Él asintió con una sonrisa triste y alargó su mano derecha hasta alcanzar mis papeles. No los leyó. Sostuvo los folios a la altura de los ojos, pero sin mirarlos. Después los dejó nuevamente sobre la mesa y tomó asiento en mi cama. “¿Por qué escribes?”, me preguntó entonces. No supe qué contestar. Supongo que hay cosas que se hacen y punto, eso debí decirle. Pero no dije nada. Mi silencio pareció atormentarle. En ese momento fui consciente de la suerte que tenía –Kafka, su fantasma, estaba allí conmigo en una noche triste– y reparé en mi insignificancia y en lo grosera que resultaba mi tardanza en contestar. “Lo siento, maestro”, dije. “Mis escritos sólo merecen arder, no valen la pena. La verdad es que no tengo derecho a seguir escribiendo”. Apenas terminé la frase, el fantasma de Kafka había desaparecido.
       Hoy he vuelto a escribir. Supongo que para mí ha sido determinante la irrupción del fantasma de Max Brod en mi habitación, ese fantasma terco y optimista que no deja de repetir como un loro su pregunta desquiciante: “¿Por qué no escribes, Salinger?”.

jueves, 13 de noviembre de 2014

MORTALIDAD


      Dicen los sabios que existe un país –imposible de encontrar en mapa alguno– donde los hombres son inmortales. Allí los niños practican juegos temerarios sin control paterno, y los adultos ensayan directamente infructuosos suicidios. Todo el mundo acaba fumando, tarde o temprano, por pura impotencia. Los días son largos y la mitad de la población es insomne. Nadie hace planes nunca, pues tienen toda la vida por delante. Lo que sí hacen es discutir eternamente una justificación para su peculiar modo de existencia. Algunos se autoconvencen de que son dioses, pero la mayoría centra el debate en cómo llegaron allí, y así pasan el tiempo.
        Un día asisten desconcertados a la desaparición de un compatriota de mediana edad. Como nadie consigue explicar el fenómeno, se suceden las especulaciones –más o menos estructuradas– de los líderes más influyentes. Algunos de ellos, en un vano intento por explicar lo inexplicable, lo dan por “muerto” y se sumergen en el mar de datos que configura la vida del –afirman ahora vehementemente– “fallecido”. Así es cómo empiezan a florecer las principales religiones del país, todas ellas fundadas sobre la idea de mortalidad.
        En una cueva perdida, resguardado por las montañas escarpadas del norte del país, Hybris se limita a permanecer escondido. Le aguarda la soledad eterna, pero sabe que, si nadie le encuentra, este es el único modo de asegurar también su eterna mortalidad.

lunes, 10 de noviembre de 2014

SUPERACIÓN


       El pintor opina que es imposible superar la obra de ese otro artista francés. Desengañado, opta por crear algo, si bien no del todo genial, sí al menos enteramente personal. Pasa las tardes estropeando lienzos y mezclando colores en su paleta maltratada. Días después es invitado a formar parte en una galería especializada en autores jóvenes. Éxito de crítica y público. Sus obras encuentran el ansiado reconocimiento.
       Una noche se encuentra con el artista francés en un café de París. Éste lo saluda efusivamente y le invita a participar en la tertulia que mantiene en una de las mesas con otros intelectuales de la ciudad. El pintor toma asiento y se siente por primera vez como en casa, al calor de una élite parisina que discute sin cesar sobre las diferentes corrientes del universo pictórico contemporáneo. Esa noche, nuestro autor toma buena nota de las posturas teóricas y estéticas defendidas por todos los bandos.
       A partir de ese encuentro con los artistas del café, el pintor pierde la frescura que lo caracterizaba. No puede dejar de pensar en todos los clichés que debería evitar para permanecer sano y salvo entre los intelectuales del arte contemporáneo. Finalmente llega a la conclusión de que sólo podrá preservar su salud creativa mientras se mantenga alejado de ese café y de sus ilustres clientes. La última noche, una vez comunicada la decisión a sus contertulios, el pintor es salvajemente criticado por el sector duro de la mesa –encabezado por el artista francés–. Nuestro amigo, defraudado, da un puñetazo en la mesa y abandona el local sin más.
     Sufre entonces una crisis de identidad y abandona la pintura de forma transitoria. Meses después asegura que da igual dónde dirija su mirada, que todo lo ve con ojos de niño, no importa el objeto que reclame su atención –un estanque, un caballo, una mujer, una casa o un paisaje–. Él ya sólo ve cubos por todas partes, y el arte es algo mucho más serio.
         Un buen amigo le recomienda que siga pintando.

jueves, 6 de noviembre de 2014

NIÑO-BURBUJA


       Hace unos años, cuando todavía era un estudiante de quinto de carrera, tuve un profesor de filosofía contemporánea bastante mediocre que se ganó a pulso el mote de “niño-burbuja”. Estaba totalmente desconectado de los problemas actuales de la sociedad –de la sociedad cuerda, quiero decir– y, a la mínima ocasión, simpatizaba verbalmente y sin disimulo con la derecha política más reaccionaria. Era (y supongo que seguirá siéndolo) un hombre relativamente joven, beato, y lucía durante todo el año un caricaturesco bronceado de solarium. Impartía sus clases con desgana, unas clases cansinas, impersonales, simplonas, que a más de uno nos recordaban la falta de rigor que habíamos padecido en el instituto.
       Una tarde en que nos tocaba soportar su estulticia, antes de que él llegara, decidimos gastarle una pequeña broma intrascendente. La coña consistía en escondernos tras las cortinas (éramos entonces muy pocos alumnos), junto a los dos grandes ventanales del fondo del aula, y esperar su entrada para sorprenderle con alguna frase estúpida coreada a voz en grito, al tiempo que salíamos, todos a una, de nuestro escondite. La idea era arriesgada, sobre todo porque ya habíamos tenido varios roces con niño-burbuja, pero al final se impuso la voluntad de la mayoría y voy a cambiar de párrafo.
       Niño-burbuja llegó diez minutos tarde, así que no es de extrañar que nuestros nervios (nuestro sentido del ridículo también) crecieran segundo a segundo en el escondite improvisado. De repente –¡horror!– caí en la cuenta de que no habíamos pactado ningún “grito de guerra” que vociferar. Me tranquilicé pensando que, en el peor de los casos, un común grito indefinido resultaría igualmente efectivo.
       Cuando niño-burbuja entró en el aula, nadie se atrevió a gritar nada. Nos limitamos a abandonar, tímida, simultáneamente, la seguridad de las cortinas, mostrándonos sin más al profesor estupefacto. Silencio y sonrisas de desconcierto. “¿Qué hacéis?”, nos pregunta con sorna. Yo no sé si Marcial tenía la respuesta preparada, pero contestó de inmediato: “somos El Ser, que se desvela”. Niño-burbuja dejó escapar una risilla forzada (forzosa), posó sus libros sobre la mesa, comenzó la clase y se acabó la broma.
       Nos habíamos pasado; éramos perfectamente conscientes de ello. Cuando la clase terminó, discutimos la posibilidad de presentarnos en su despacho para pedirle las oportunas disculpas. Tampoco podíamos ir todos. Marcial se ofreció y nos pareció bien. Decidimos esperarle en la entrada de la facultad.
       Quince minutos después, Marcial se reunió con nosotros. Nos dijo que, durante ese tiempo, había estado llamando a la puerta del despacho de niño-burbuja, pero que nadie le abría, nadie contestaba siquiera, a pesar de que la luz estaba encendida. Dijo que lo oyó llorar. Yo le creí.

lunes, 3 de noviembre de 2014

CONSECUENCIAS


       Para todo hay una primera vez. Yo nunca había comido carne humana, pero he de reconocer que no me disgustó; dulzona, quizás un poco picante. El caso es que harta. Dios no tuvo en cuenta las consecuencias de vetar a los animales la entrada en el Paraíso. Desde que estoy muerto, abomino del cristianismo y de la resurrección de la carne.

jueves, 30 de octubre de 2014

MISERIAS VARIAS


      El hombre que se compra un perro porque quiere enseñarle a hablar y le dice “habla, cabrón, que todo el mundo te entienda”, y el perro no contesta y se limita a mover el rabo.
     La señora que, cansada de la postura del misionero, le pide sexo anal a su marido y éste le dice que es una guarra y le parte la cara sin miramientos.
       El enano que sueña con alzas y tacones todos los domingos de madrugada.
      El estudiante que fantasea con la idea de ser batería de jazz y descubre, acomplejado, que lo suyo es el pop de radiofórmula.
      El ingeniero aeronáutico que escribe muy despacio poemas crípticos en los márgenes de las libretas, y luego borra los versos que ninguna editorial querría perderse.
       El pirata que lee a Rousseau en sus ratos libres y observa a sus compinches y no comprende.
       La serpiente que muerde al turista desprevenido y se queda sin veneno para sus diarias víctimas comestibles.
       El barrio que se muere, que desaparece porque sí, sin necesidad de desalojos o demoliciones.
       El corcho que flota en la superficie del mar, desdichado huérfano de la botella y de su mensaje.
       El niño que llora en un rincón y, al ser preguntado, contesta que no le pasa nada.
       La casa de las cucarachas infestada de seres humanos.
       La cita íntima a la que no acude ninguno de los dos.
       El escritor que enumera miserias varias porque cree, erróneamente, que escribir sobre la miseria consiste en poner ejemplos.

lunes, 27 de octubre de 2014

SUPERHÉROES


       Escandaloso revuelo en el Congreso Anual de Superhéroes. Confesión largamente esperada. Secreto a voces finalmente confirmado. Confusión. Reacciones lamentables. Superman y el Hombre Araña tratan de apaciguar las carcajadas de los 4 fantásticos. Hulk monta en cólera y Iron-man lanza cohetes. Lobezno, siempre introvertido, se mantiene al margen. Los dos superhéroes se besan y huyen a la Bat-cueva. Humillada en un rincón, Catwoman enjuga lágrimas de impotencia.

jueves, 23 de octubre de 2014

UNA TRAGEDIA


       Cuando él descubrió el lacito blanco que ella guardaba en la caja de cartón, comprendió al fin la tristeza en sus ojos, la cicatriz de su vientre, sus largos paseos al cementerio.

lunes, 20 de octubre de 2014

EXPERIMENTOS


      Bustok aún recuerda sus primeras caladas al pitillo, sus primeros paquetes de Chesterfield comprados a medias con algún otro quinceañero de su misma clase, sus clandestinas excursiones al lavabo de chicos, sus chicles de menta para ocultar el aliento delator a sus padres. Sí señor, y empezó de la única manera posible: sólo por probar.
       Bustok aún recuerda sus primeros tragos de alcohol, sus primeras botellas de Dyc compradas a medias con Tacho, sus torpes incursiones en la noche, sus vomitonas refrescantes antes de volver a casa, cuando decía para sus adentros que aquello sólo lo hacía por probar.
       Bustok aún recuerda sus primeras piedras de hachís, sus primeros tratos con los dealers de los barrios bajos, sus colocones de media tarde en plazas públicas cuyo nombre no ha olvidado, sus bajones de tensión en los bancos de la alameda, cuando, sólo por probar, aprendía a liar porros por sí mismo.
       Bustok aún recuerda sus primeras rayas de coca, sus gramitos en el bolsillo los viernes de madrugada, sus alianzas con la taza del váter de algún pub grotesco, donde sus amigos le animaban a destrozarse el tabique nasal entre risas y abrazos fingidos. Estas cosas, le decían, hay que hacerlas al menos una vez en la vida, aunque sólo sea por probar.
       Bustok aún recuerda sus absurdas relaciones con el LSD, sus viajes mentales a ninguna parte en fiestas trasnochadas carentes de sentido, sus dragones, sus pitufos y sus orgías con maromos que, por obra de los alucinógenos, parecían geishas exuberantes. En una ocasión, sólo por probar, decidió mezclar el ácido con éxtasis líquido.
    Los padres de Bustok han internado a su hijo en una clínica de desintoxicación especialmente famosa por la metodología espartana que emplea para rehabilitar a sus pacientes. El otro día traté de convencerles de que hicieran hablar a Bustok con un psiquiatra especializado, pues estoy convencido de que la clínica acabará con él definitivamente. Sus padres me contestan que están desesperados, que ya han agotado todas las vías posibles y que, en realidad, esto último lo hacen sólo por probar.
        A mí me pareció justo.

jueves, 16 de octubre de 2014

LA MÁQUINA DE TENER SUEÑOS DIVERTIDOS


      Polonio ha terminado de construir la máquina de tener sueños divertidos, su último invento –y quizás el primero verdaderamente trascendente– tras años de sequía creativa. Ahora sólo falta poner a punto los engranajes del motor y todo estará listo... las expectativas son enormes.
       Cinco minutos más tarde, Polonio atraviesa los montes de nácar metalizado de Panibet tratando de contentar a los gruñones ajiloutets y saltando de tortuga en tortuga, porque los caparazones ofrecen en esta región la resistencia y flexibilidad de una cama elástica –siempre teniendo en cuenta que las camas elásticas no son elásticas en absoluto en el reino de Madejiyad–. Después se sumerge con cuidado en las aguas rosadas del río Tábula, el legendario afluente del Medraoz –etimológicamente “Río de Chocolate”, aunque en realidad sólo es de color marrón los martes–, sorteando las corrientes de aguaneguiznos picudos que se dedican a hacerle cosquillas en los codos y (rara vez) en la punta de las sienes. Una vez fuera del agua, Polonio decide secarse la risa en un árbol-toalla que, además, le invita a una suculenta corespina con hielo batido y a una tanda de historias populares. El árbol cuenta las peripecias vividas por la dinastía de los Atrimunt, los líos de faldas de la familia Burenaum, los negocios oscuros de los Fermiof y los Tumnk. Cuando Polonio se ha divertido bastante con las leyendas de la zona, le pide al árbol-toalla que baile para él hasta volatilizarse. Por último, ya cansado, se despide de los ajiloutets, de las tortugas, de los aguaneguiznos y de algunos pidrezaptos rezagados que, haciendo honor a su nombre, bailan claqué a la pata coja. Polonio es consciente de que no ha sido un mal día, pero ahora sólo desea llegar cuanto antes a casa para poner finalmente en marcha la máquina de tener sueños divertidos.

lunes, 13 de octubre de 2014

AMIGOS


    Hace diez años que él (músico) y él (profesor) no consiguen encontrar, por razones de trabajo –excusa no por inverosímil menos recurrente–, el momento de verse. Él (músico) se ha establecido finalmente en California, donde graba sus discos y planifica sus giras. Él (profesor) se gana la vida en un instituto de provincias y todas las tardes prepara, en la soledad de su despacho, la clase del día siguiente.
     Se citan en un bar de juventud, un local tan mugriento y miserable como cualquier otro, uno de esos abrevaderos que evocan con injustificable nostalgia tiempos felices que nunca lo fueron. Él (músico) llega tarde. Él (profesor) espera con una copa en la mano.
       Llega el momento: se identifican, se saludan, se abrazan, se besan, se preguntan estupideces, se atragantan, gritan, se ríen, callan y vuelven a preguntar. Por fin toman asiento. Él (músico) pide una cerveza e inaugura la conversación. 
       –¡Joder, qué bien te veo, profe! –Le acaricia la mejilla con un gesto rápido. Él (profesor) sonríe–. ¿Cómo te va en el instituto? Ya se sabe que los chavales de hoy en día... 
       –No me puedo quejar –guiña un ojo y bebe un trago–. La verdad es que muy contento con los alumnos y encantado de enseñar, que sabes que siempre ha sido mi vocación –franca sonrisa. Gesto de aprobación de él (músico)–. Pero ¡eres tú el que tiene que contarme cosas, cabrón, que ya me he enterado de que las compañías discográficas se te rifan! Por cierto, mi mujer NO PARA de poner tu último disco en casa –risas de ambos–. ¡Te juro que me tiene torturadito! –Más risas. 
      –Pues qué quieres que te diga... no puedo negar que desde que cambié de productor todo sale como por arte de magia: conciertos todo el año (acabo de terminar en Sudamérica), colaboraciones con los grandes y –pausa inexplicablemente larga– ¡La pasta también se agradece! –Resoplido contenido. Él (profesor) suelta una carcajada histérica.
      La conversación discurre por cauces similares durante hora y media. Después se despiden, se abrazan, se besan, se preguntan estupideces, se atragantan, gritan, se ríen, callan, vuelven a preguntar y se van.
      Él (profesor) vuelve a su hogar en coche. Él (músico) toma el primer vuelo de vuelta a Los Ángeles. Después intentan dormir, el primero espatarrado en su cama desierta, el segundo reclinado en su asiento de clase turista, ambos tratando de olvidar, en un esfuerzo miserable, que envidian profundamente la vida, el trabajo, la alegría, la belleza, la chispa del otro.

jueves, 9 de octubre de 2014

CRISIS


       Erlopio, como tantos otros jóvenes de su generación, es incapaz de hacer frente a los ineludibles gastos de la vida diaria. Debe varios meses de alquiler a su casero, amontona facturas en los cajones, resume su existencia ojerosa entre recibos impagados del agua y de la luz. Genuino producto de la crisis económica, Erlopio se afana en salir a flote. 
       Esa mañana se detiene frente al escaparate de la tienda de regalos y, tras analizar por última vez las ventajas e inconvenientes, decide finalmente aceptar la oferta sugerida días atrás por el comerciante. Éste, tratando de disimular su orgullo de pionero, felicita a Erlopio por su determinación y le envía a la peluquería más cercana antes de poner en marcha el plan. Una vez acicalado, nuestro protagonista se incorpora a la plantilla y comienza su jornada. 
        A las seis de la tarde Erlopio sonríe pensando que a pesar de todo –y según reza la etiqueta que cuelga lánguida de su pescuezo– es el artículo más caro del establecimiento (mucho más caro que Alicia o que Don Ramón, dónde va a parar). Al otro lado del escaparate una vieja repugnante le señala con el dedo. Parece interesada.

lunes, 6 de octubre de 2014

UN AÑO SIN LIBROS


    El hombre que no puede dejar de leer un libro detrás de otro ha aceptado finalmente, a regañadientes, el reto que su amigo escritor le propone: a partir de entonces y en el transcurso de un año, el hombre que no puede dejar de leer un libro detrás de otro tendrá que conformarse con devorar solamente un libro al mes.
      Los primeros días son una nube de pánico, un literal infierno iletrado. El hombre lleva hojas sueltas en el bolsillo a modo de talismán, por si su lectura fuera estrictamente necesaria para ahuyentar las pulsiones suicidas que –teme– no tardarán en aparecer. Consumido ya el único libro del primer mes (apenas unas horas después de cerrar el trato con su amigo), toda su cotidianeidad se derrumba, las noches se acrecientan, el sexo pierde el poco sentido que le restaba, las amistades revelan su lado más mezquino. El hombre que no puede dejar de leer un libro detrás de otro decide, sólo por matar el tiempo, ponerse a escribir.
    La revelación se patentiza con el paso de los meses: el hombre resulta ser un gran escritor. Con suma cautela va encontrando su lenguaje, demarcando sus coordenadas literarias, pariendo su mundo sin libros. Inmerso en su nueva e inesperada ocupación, el hombre que no puede dejar de leer un libro detrás de otro termina de componer la novela definitiva, ésa que su amigo escritor ensaya sin éxito desde que decidió dedicar su vida a la experiencia creadora. Cuando clava el punto y final, el reto está de aniversario y el hombre guarda la novela en un cajón. Después escoge un Dostoievski de su biblioteca y, llorando de alegría, reanuda su pasión lectora.
       Cuando su amigo le pregunta qué tal le ha ido el año, el hombre que no puede dejar de leer un libro detrás de otro le cuenta –para qué iba a mentir– que por momentos se le ha hecho muy cuesta arriba. Seis meses después la última obra del amigo escritor queda finalista del premio Herralde de novela. Ambos lo celebran entusiasmados descorchando una botella de cava, obviando que la justa ganadora es Un año sin libros, exquisita narración de un autor novel que firma con pseudónimo.

jueves, 2 de octubre de 2014

EL ASESINO ORDENADO


       Keiler asesina mujeres los días pares y hombres los días impares. Podrá argüirse que es un asesino, qué duda cabe, pero lo que está claro es que es un asesino ordenado. Todas las mañanas, fiel a su objetivo, Keiler escoge arbitrariamente a su víctima diaria y hace todo lo posible por llevar a cabo sus planes –defenestraciones, fusilamientos, decapitaciones, envenenamientos, etc– según su estado de ánimo. Hoy le toca el turno al estrangulamiento femenino, y el cuello de Lapucia le transmite buenas vibraciones. La espera en la puerta del gimnasio que ambos frecuentan y, con la excusa de invitarla a tomar un café –apenas se conocen– la conduce a una zona suburbial lo suficientemente apartada y tranquila. Cuando considera que sus manos están listas para estrangular a la pobre Lapucia, que camina indefensa a su lado, Keiler asiste estupefacto a la maniobra de su acompañante: sin mediar palabra, Lapucia se abalanza sobre él, le inmoviliza, y acto seguido rodea su cuello con una cadena metálica hasta cortarle la respiración. Keiler, agonizante, ya sólo dispone del tiempo necesario para atar cabos: Lapucia es, más que probablemente, ese monstruo del que hablan últimamente los periódicos, esa psicópata sin escrúpulos que, a causa de alguna absurda desviación, se dedica a asesinar hombres los días pares.

lunes, 15 de septiembre de 2014

CITA CON POIUC


       A pesar del relativo desconocimiento general de sus actividades, la Sociedad de Intelectuales Mediocres (S. I. M.) goza de cierto crédito al otro lado del Atlántico. Entre sus miembros figura Poiuc, un profesor de filosofía especialmente horrible, un señor que confunde sistemáticamente a Hegel con Belén Esteban y que se niega a pronunciar la palabra “espíritu” en sus conferencias. Nuestro hombre es conocido –siempre en círculos minoritarios– por haber demostrado (de forma un tanto dudosa) la coimplicación de la mayonesa con los pensamientos metafísicos, así como la contradicción lógica existente entre Jonathan Swift y los perritos calientes. Con estos datos encima de la mesa no es de extrañar que me decidiera a entrevistarle, así que hice todo lo posible por ponerme en contacto con su agente. Al cabo de unos meses conseguí la cita con Poiuc.
       Llegué a la cafetería Continental, donde nos habíamos citado, cinco minutos antes de que Poiuc entrara por la salida de incendios tras forcejear con un camarero que trataba de explicarle que la puerta principal hacía honor a su nombre. Una vez comenzada la entrevista, nuestro intelectual mediocre pidió un té con alcohol. Como el camarero le dijera que no tenían tal cosa –y que dudaba que se lo proporcionasen en ningún otro local– Poiuc forzó una mueca de disgusto y murmuró que no daba crédito; después dijo que se conformaría con un té solo, sin Coca-cola.
      El resto de la entrevista transcurrió sin incidentes. Al final yo tenía los datos que necesitaba para mi revista, y él tenía la seguridad de que sus razonamientos, así como los principales posicionamientos de la Sociedad de Intelectuales Mediocres (S. I. M.), serían divulgados en España. Jamás podré entender que, justo cuando parecía que íbamos a levantarnos de nuestros asientos para abandonar el local, el muy imbécil pidiera un perrito caliente con mayonesa, delatándose en el acto, dejándome bien claro que ni era un pensador anti-metafísico, ni un gran amante de la obra de Jonathan Swift –como me había asegurado hacía tan sólo unos minutos–. Pero lo peor de todo, lo realmente imperdonable, es que se despidiera citando a Hegel, diciendo no sé qué del espíritu absoluto, demostrándome sin pudor su condición de farsante.

jueves, 11 de septiembre de 2014

INSOMNIO


       El hombre al que cada vez que no puede dormir le asaltan las imágenes de sus parejas, sus sucesivas amantes, sus compañeras en definitiva, esas niñas de quince años al principio, cuando todavía el amor era un juego absurdo, niñas rubias un tanto sociópatas, lolitas que jugaban al baloncesto, y más tarde ya mujeres en ciernes al fin y al cabo, esas que a uno le descubren los placeres del sexo, que legítimamente le distancian de los amigos y la familia, o bien mujeres hechas y derechas hace no tanto tiempo, a las que quiso tanto, con todas sus fuerzas, como ésa que le decía que lo suyo era para siempre, que todo iba a salir bien y al final le engañó vilmente con un pintor de tres al cuarto, o aquélla que jamás le correspondió –esto no tuvo importancia, eran unos críos, poetas inconscientes– cuando se enamoró platónicamente, mujeres que se atrincheran en sus recuerdos nocturnos, que los invaden como ladrones de bancos, que configuran nuestra vida más intima, nuestros deseos frustrados, nuestras perdiciones, como ella, a la que ahora le toca el turno de compartir cama con él, ella que duerme a su lado, completamente ajena a su insomnio, a la que querría despertar simplemente para decirle “hey, estoy aquí, estamos aquí y te quiero, pero estas señoritas fantasmales no me dejan dormir contigo”, esa mujer que le recuerda tanto a todas las demás mujeres que han pasado por su vida, esa mujer que también le hiere puntualmente tanto como ellas lo hicieron, a la que nunca acaba de comprender del todo y a la que se imagina como a todas, juntas, reunidas, conversando entre ellas, comentando, por ejemplo, que él la tiene un poco torcida hacia la izquierda (el alma), que tiene muy mal genio, que es un cabezón, pero asimismo que es adorable, tierno, que es un auténtico artista, un creador de belleza, pero todas se van apartando y ella, la última, se queda resignada en una habitación y calla, y entonces el hombre tiene la sensación de que todas se ríen de él, y que tienen derecho a hacerlo porque esos fantasmas le conocen mejor que nadie, a él que en realidad no sabe hacer otra cosa que amar y al que le gustaría besarlas a todas, a todas fusionadas en un mismo cuerpo evanescente, un cuerpo hecho de tiempo continuo, multiforme, completo, ese hombre, como decía, tampoco esta noche conseguirá conciliar el sueño.

lunes, 8 de septiembre de 2014

EL GATO


       De repente se va la corriente eléctrica. Examinamos el cuadro de luces alumbrándolo con un mechero; todo correcto, qué raro. Tras unos segundos de duda, oímos exclamar a alguien desde un punto indeterminado del edificio: “¡Es sólo en el nuestro!”. En efecto, asomándonos a la ventana comprobamos que todos los bloques de viviendas de nuestra calle siguen perfectamente iluminados. Palmira y yo, que llevábamos un par de horas vegetando en el sofá –son ya las dos de la madrugada–, encendemos un par de velas y nos vamos a la cama. No tardamos en oír –parece que en el descansillo– al vecino de al lado que llama a su gato, probablemente fugado durante el apagón. Me levanto, me pongo las zapatillas y salgo de casa para echarle una mano. Él busca al gato en la azotea, yo hago lo propio en el piso de abajo. Misión infructuosa. Media hora más tarde volvemos a nuestros respectivos hogares –mi vecino, como es lógico, algo más preocupado que yo– y trato de conciliar el sueño. Palmira está ya dormida. 
   En mitad de la noche, adormilado, noto un ronroneo casi imperceptible. Al principio creo que es Palmira, que duerme a mi lado, pero después constato con relativa certeza que el sonido proviene del salón. Enciendo la lámpara de la mesilla de noche –la luz ha vuelto– y, sin levantarme de la cama, intuyendo lo que ha pasado, llamo por su nombre al gato del vecino. Una sombra peluda cruza el umbral de la puerta del dormitorio y se acurruca a los pies de nuestra cama. Superado mi inicial sobresalto concluyo que horas antes el gato, asustado seguramente por la repentina falta de luz y aprovechando la excursión al descansillo de su amo, huyó por error de su domicilio y, quizás desorientado, se deslizó hábilmente hasta mi puerta, justo en el momento en que decidí abrirla precisamente para ayudar a mi vecino en la búsqueda del animal. Factible. Dudo entre llevarle el gato a mi vecino de inmediato –no son horas, aunque él probablemente siga despierto y preocupado– o aplazar la entrega, por lo menos hasta el alba. Me decanto por la segunda opción. Palmira sigue durmiendo.
      A la mañana siguiente, muy temprano, el vecino llama a nuestra puerta para darme las gracias por mi participación en la tarea conjunta de la noche anterior y, sin disimular su alegría, me asegura que su gato se había escondido debajo de una mesa camilla y que no se había movido de su escondite en toda la noche. Cuando cierro la puerta, todavía confuso, adivino la silueta del que ahora es mi gato saltando desde el sillón al sofá. Después vuelvo al dormitorio. Ni rastro de Palmira.

jueves, 4 de septiembre de 2014

TIEMPOS MODERNOS


       –Papá, no te pongas nervioso, ya lo habíamos hablado...
      –¡Qué nervioso ni qué hostias! ¡Déjate de microsof guor y dime de una vez dónde está mi máquina de escribir!

lunes, 1 de septiembre de 2014

GEMELOS


       El caso de los gemelos que decidieron intercambiar sus identidades es un magnífico ejemplo del poder de la autosugestión. Herminio y Anabasio convinieron que sería un juego interesante y no tardaron en ponerlo en práctica desde bien niños. Incluso ya adultos, dejando atrás el pudor de la niñez, los mellizos seguían haciendo de las suyas con intenciones no siempre inocentes. Así, el primero se plantó un día en casa de la mujer de Anabasio –en calidad de Anabasio– y el segundo hizo lo propio con la esposa de Herminio. Resultando ambos encuentros plenamente satisfactorios, los gemelos postergaron irresponsablemente la vuelta a la normalidad, y el paso de los años contribuyó a reafirmarles en su nuevo papel. Un momento llegó en que, cuando la mujer de Herminio preguntaba por su hermano Anabasio, el Anabasio biológico allí presente no se sentía ya interpelado. Como a Herminio le sucedía algo parecido, los gemelos tomaron la decisión de intercambiar también su documento nacional de identidad, sólo por ver qué pasaba, llevando la treta hasta sus últimas consecuencias.
      Las vidas de los gemelos, así como las de sus esposas, transcurrieron felices y dichosas a partir de entonces. Anabasio y Herminio jamás sospecharon que sus mujeres estaban al tanto del engaño desde el principio.

jueves, 28 de agosto de 2014

GRECIA


      Es por ustedes de sobra conocida la costumbre que tienen la mayoría de los periódicos de agasajar con algún tipo de artefacto (generalmente inútil) a los lectores, preferiblemente en ediciones dominicales. Pues bien, el pasado domingo decidí hacerme con un ejemplar del diario de mi ciudad –la verdad es que debí pensármelo dos veces, porque sus articulistas son muy malos, cuando no directamente necios– única y exclusivamente porque regalaban unas gafas de sol muy chulas y yo había perdido (me habían perdido, más bien) las mías en un reciente viaje a Grecia. El caso es que pagué el periódico, me puse mis nuevas gafas y salí a pasear por la zona vieja –qué casualidad, una mañana especialmente soleada– con el propósito de leer las noticias en alguna terraza del casco histórico, con una tónica y unas aceitunas.
       Ojeando los diarios que el bar en cuestión pone a disposición de sus clientes, me entero de que ese mismo domingo un periódico de tirada nacional regalaba –ya se habrán agotado– una selección de diálogos de Platón, perfectamente encuadernada y con introducciones a cargo de especialistas de renombre. He de decir, en mi defensa, que desde hace años poseo las obras completas del filósofo griego, pero por alguna razón sentí una punzada de incipiente culpa a causa de la frivolidad de mi elección (al fin y al cabo, unas malditas gafas oscuras), sobre todo porque mis Diálogos están ya muy trabajados y manoseados y no hubiese sido ninguna tontería adquirir un nuevo ejemplar. Por suerte descubro, en la sección internacional de ese mismo periódico, que acaba de destaparse una trama de corrupción en el aeropuerto de Atenas. Parece ser que algunos de los trabajadores, concretamente los mozos que se ocupan de transportar el equipaje de los pasajeros, se dedicaban a extraer de las maletas aquellos objetos que les parecían valiosos (no se aclara si para venderlos en el mercado negro o simplemente para uso y disfrute personal). Cito textualmente: “El botín, relativamente escaso e incautado ya por la policía, consta de decenas de joyas, una cantidad importante de ropa de marca, algunos vibradores eléctricos, y unas gafas de sol de fabricación española”.
     Mis gafas, seguro. No me pregunten ustedes por qué, pero mi sentimiento de culpabilidad se esfumó sin más y así pude disfrutar del resto de aquel domingo tan sumamente griego con mis Diálogos estropeados y mis nuevas gafas oscuras.

lunes, 25 de agosto de 2014

INDEFINICIÓN


       Z no comprende, bajo ningún concepto, la relación que mantienen sus amigos X e Y. Le desconcierta su estatus indefinido, desconfía de su viabilidad a largo plazo (no son amigos, tampoco amantes, quizás todo lo contrario, acaso algo más). A Z le da miedo todo aquello que no tienda a la uniformidad, a la canonización, y el caso de X e Y es un claro ejemplo de ello. Cuando dispone de un momento para comentarle el problema (así lo llama él) de X e Y a su compañero de piso, Z recibe por respuesta un “déjalos que se maten, no están hechos para quererse”. Z, que siempre sospechó que su compañero es un poco estúpido, permanece pensativo en el borde de la cama con su esquema de razonamiento intacto.
      Al día siguiente, tras colgar el cartel de “abierto” en la puerta del urban shop que regenta, Z se dedica a desembalar las últimas cajas repletas de género que acaban de llegarle desde Madrid. En una de ellas se encuentra con un lote de camisetas especialmente gruesas (o de sudaderas anormalmente finas) y duda entre colocarlo a la izquierda del pasillo central –con el resto de camisetas– o en la estantería del fondo –donde reposan las sudaderas–. Finalmente se decanta por exhibir las enigmáticas prendas directamente en el mostrador y, para su sorpresa, a lo largo de la mañana toda una serie de clientes termina con la provisión de suda-setas.
      Horas más tarde Z está ya en casa, en el salón, cenando con su compañero de piso. Cuando éste reanuda tercamente la conversación de la noche anterior, Z parece no prestarle demasiada atención. –¿En qué estás pensando? –pregunta él confundido y sin pestañear–. En suda-setas –contesta Z misterioso, lanzando un brazo al aire, golpeando un concepto imaginario–. ¿Y eso qué es? –tarda él en responder–. Eso es que eres tonto –zanja Z satisfecho–; casi tanto como yo.

jueves, 21 de agosto de 2014

LA LAGUNA


       La mera existencia de la laguna contravenía el sentido común, o eso aseguraban los habitantes de la isla. Pero un nido de montañas se alzaba desafiante al oeste y nadie en Txupetelcoep había reunido el valor suficiente para atravesarlo. Si era cierto, como decía el jefe Nathim, que sólo los dioses europeos podrían guiar los pasos de un primer explorador allende las cordilleras, también era cierto que Rodrigo Mañas creía firmemente en aquel Dios que los nativos rechazaban por sádico, pero sobre todo por extranjero. 
       Una nutrida expedición acompañó al capitán Mañas durante los primeros días de marcha, pero nubes jactanciosas y encolerizadas descargaron horas de agua sobre nuestros valientes, hasta que éstos recibieron el permiso de su venerado capitán para retirarse al poblado en caso de pánico o duda. Sólo el fiel Alterio permaneció junto a Mañas en el ascenso hacia el Pico del Coep, el más alto de la cordillera y, a un tiempo, el menos peligroso según la tradición oral de la isla. Caída la cuarta noche, las sombras de los dos exploradores se precipitaron al otro lado de la montaña. 
     Pasaron muchos soles y muchas lunas, y en el poblado de Txupetelcoep nadie se atrevía a preguntar en voz alta qué habría sido del capitán Mañas y de su fiel Alterio. Algunos –el jefe Nathim y los nativos– les daban por muertos; otros –los colonos– confiaban en la pericia de sus superiores. Pero los días dejaron de ser días para transformarse lánguidamente en meses, y los meses no tardaron en sumarse a la vorágine de los años. Rodrigo Mañas no regresaba. El Pico del Coep devino un símbolo de perdición, una cifra de lo inefable, un tabú de roca en el cielo de occidente.
     Un día empezó a llover y esa misma lluvia persistió durante cuarenta días. En el centro del poblado fue formándose paulatinamente una laguna de agua dulce que, incomprensiblemente, ya nunca desapareció de Txupetelcoep. La leyenda cuenta que, cuando cesó el diluvio, una noche de luna llena, el ya anciano jefe Nathim vio a dos hombrecillos extraños bañándose en la laguna, hablando en idioma extranjero, y que uno de ellos exclamaba “¡La encontré!”. Cuando Nathim relató lo sucedido aquella noche, muchos curiosos le preguntaron si esos hombres –a los que nadie volvió a ver jamás– eran Mañas y Alterio. El jefe de la tribu dudó unos instantes, y después se limitó a sonreír burlonamente, meneando la cabeza a ambos lados.
         Nunca el jefe Nathim había dudado tanto.

lunes, 18 de agosto de 2014

UN BOTÓN


    Estará usted preguntándose, querido lector, cómo voy a sorprenderle ahora, qué absurda historia pienso hilar con la idea (usted supone –y supone bien–) de un botón en mente. Le pediré, en primer lugar, que eche un vistazo al botón que le quede más a mano (quizás el botón superior de la camisa, bajo el cuello, quizás el botón que protege su intimidad allá abajo, donde se unen las dos filas de dientes de su pretina). Contémplelo unos segundos. Repare en su función y en su forma, en su relieve. Piense ahora en su mujer –si la tiene–, en su madre, en sus amistades más cercanas, en alguno de esos pegamentos que sutilmente nos resguardan del frío del mundo; capte la analogía. Proceda después a descoser ese botón y guárdelo, como si de un bien muy preciado se tratara, en algún lugar que usted juzgue seguro.
          Cuando mañana por la mañana usted sea incapaz de abotonar del todo su camisa, o de hacer callar la boca grosera de su pantalón, recoja de nuevo el botón abandonado y devuélvalo a su lugar habitual de residencia. Cosa. Abotone. Regodéese en la sensación de indudable alivio. Pero, ante todo –y esto es lo verdaderamente importante–, constate su dependencia con respecto a ese botón, su necesidad, note de una vez por todas que está usted por completo a su merced.
          Y por último, si lo cree oportuno, puede usted irse a trabajar como si no hubiera pasado nada, o bien, si ha entendido el propósito de este relato, quizá debiera despedirse de su mujer y de sus hijos con alguna excusa elaborada, cualquiera que se aleje retóricamente –si bien no a nivel intencional– del ya harto recurrente “voy a por tabaco”, que es una fórmula más bien chabacana, absolutamente vulgar y carente de gusto. Después celébrelo a su manera, pero recuerde que estas cosas sólo pueden celebrarse en soledad.

jueves, 14 de agosto de 2014

EL TAXISTA


      Abro violentamente la puerta del taxi y digo “a la estación de tren, por favor”, al tiempo que dejo caer mi culo sobre la parte derecha del asiento trasero y despliego el periódico con un suspiro. El taxista, un sesentón en el que entonces no había reparado y que probablemente sonríe ya como un demente, enciende el intermitente y abandona la parada de taxis con cierta prisa, asegurándome que hoy no habrá atascos en el centro.
      Justo antes de llegar precisamente a una de las arterias principales de la ciudad, el taxista eleva su mano derecha por encima del hombro y comprendo al instante que quiere mostrarme algo. Sujeta entre los dedos una fotografía que –supongo– quiere que yo examine. La recojo con cuidado y observo a una pareja en la playa de Aguete (la reconozco al instante por el puerto, porque solía ir a menudo hace años). Todavía no me he dado cuenta de que la figura masculina es él, cuando escucho un susurro grotesco: “¿A que es guapa?”. Yo asiento, digo “sí, sí que lo es. ¿Es su mujer?”. El taxista sonríe y señala la fotografía como diciendo “por supuesto que es guapa: es guapísima, imbécil, es mi mujer”. Después le devuelvo la foto, él la guarda y cambiamos de tema. Ella parecía mucho más joven que el taxista.
     Semáforo en rojo. El taxista coge aire y me pregunta a bocajarro si yo creo que él es guapo; empiezo a sentirme un poco incómodo y suelto definitivamente el periódico. “Bueno, se conserva usted muy bien”, sentencio, y el taxista parece conforme con mi análisis. Acelera de nuevo y dejamos atrás el cruce. Permanece callado durante unos cinco minutos, dedicando furtivas miradas a otras fotografías que interrogan desde el salpicadero. Parecen niños, acaso sus hijos, quién sabe. Después se ríe. Tomamos la avenida hacia la estación.
      A medida que nos aproximamos a nuestro destino, el taxista parece más y más abatido. Cuando sólo faltan unos cien metros para llegar al aparcamiento de la estación, saco mi cartera del bolsillo para agilizar el trámite del cobro. “¿Cuánto va a ser?”, le pregunto cuando se suponía que debía empezar a reducir la velocidad del taxi, pero, lejos de hacerlo, se vuelve hacia mí y comienza a acelerar sin dejar de mirarme fijamente a los ojos: “Son diez euros”, me dicen sus dientes apretados.
       Entonces entendí.
    El resto fue un grito, y un muro, y después una habitación de hospital. Y más tarde, algo menos aturdido, descubro a mi derecha una figura vagamente familiar: un taxista escayolado que me observa desde su camilla, un sesentón al que ya imagino de vuelta en su casa, completamente solo, ojeando sus viejas fotos y sonriendo como un demente.

lunes, 11 de agosto de 2014

UNA MANO


  Tiene sólo una mano y quizás por eso rechaza siempre las invitaciones a pasear por el parque, temerosa acaso de que su eventual pretendiente deje caer la suya, buscando el contacto, del lado equivocado.
      Él sabe, por tanto, que esta ocasión es única, que desaprovecharla sería no sólo un error, sino además una indecencia. La recoge el último viernes de Abril, a las siete de la tarde (el sol medita, el sol flaquea) en su piso de las afueras, donde ella vive con su madre. Un “Adiós, mamá” pugna por derribar su garganta, pero no lo consigue. Ambos se alejan hacia la alameda.
      Pasean. Ella esconde la mano fantasma en un bolsillo de su blusón para ahuyentar las posibilidades de desastre, pero camina con temple, como si el destino no pudiera ya alcanzarla. Él, sin embargo, parece ausente y, a pesar de sus múltiples caricias, desviándose una y otra vez del sendero de grava, le confiesa que se siente indispuesto. “Te veo un poco pálido; serán los nervios”, le anima ella confesando a su vez, tal vez inintencionadamente, que sabe que él está nervioso. Se retiran hacia un banco de piedra y conversan. El sol se pone.
      Cuando el tan ansiado beso se dispone a aterrizar en los labios de ambos, él la interrumpe abruptamente y le pide que deje su muñón al descubierto, pues no tiene ninguna razón para avergonzarse. Ella, desprevenida, casi como un acto reflejo, desenfunda su mano no-fantasma y le propina una sonora bofetada. Después se aleja entre los álamos sin mirar atrás.
      Lo más triste de esta historia es que, si ella hubiese permanecido allí tan sólo unos instantes, apenas un minuto más, podría haber contemplado cómo él, que siempre creyó en el amor verdadero, le concedía también el privilegio de observar su muñón. Y no era éste un muñón cualquiera, producto de una guerra absurda o de un aparatoso accidente laboral, no; les hablo a ustedes de un muñón recién estrenado, retributivo. Un muñón todavía sangriento, un flamante muñón de enamorado.

jueves, 7 de agosto de 2014

TEJEMANEJES


      Ya casi nadie recuerda a aquel señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos. Con esta fijación tenía que convivir el desgraciado, quizás motivado por la idea de resultar imprescindible a ojos de sus deudores, que en algún momento de sus vidas habrían de devolver –si todo salía según lo previsto– el favor que se les había prestado.
     A lo largo de los años fue colocando, aquí y allá, a un ingeniero técnico, a un profesor de filosofía, a un trabajador social o incluso a un filólogo especializado en la obra poética de Kipling, sin darse apenas cuenta de que su propio empleo como mozo de los recados en una tintorería dejaba mucho que desear. Sus amigos, sensibilizados con su situación, trataron de ayudarle una vez alcanzado el nuevo estatus, pero el señor que se ocupaba de conseguirles un trabajo estaba tan orgulloso de su función que declinaba una y otra vez las ofertas que estos le hacían y, más bien al contrario, se negaba a descansar hasta que ellos hubieran alcanzado mejores (y aún definitivos) trabajos, pues estaba convencido de que no sabrían encontrarlos por sí mismos.
      Cuando el filólogo especializado en la obra poética de Kipling llegó a ministro, el señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos fue despedido de la tintorería. Como le avergonzaba tanto mostrarse desvalido ante sus beneficiarios –que entonces eran ya muchos–, decidió comentar su problema solamente con el filólogo ministro. Éste le ofreció un puesto discreto en la administración y solucionó temporalmente su problema.
   Tras un período de prueba relativamente corto, la falta de preparación del señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos (que sólo tenía experiencia como recadero) se hizo demasiado evidente a ojos de sus superiores y fue destituido del cargo sin miramientos.
       La noticia fue publicada en prensa un lunes y, al cabo de tres días, el filólogo ministro fue llamado a juicio, acusado de tráfico de influencias. Tomando un tentempié en su cafetería habitual, el ingeniero técnico, el profesor de filosofía y el trabajador social concluyen que no se puede ir por la vida haciendo tejemanejes laborales, que la gente no es tonta y el tiempo pone a cada uno en su sitio.

lunes, 4 de agosto de 2014

DE NORIAS


       El señor que está triste compra dos billetes para la noria. Guarda el suyo en un bolsillo interior de su chaqueta y espera a que ella, que acaba de volver del puestecito de algodón de azúcar, le pregunte cuál es la próxima atracción. La noria, dice él mostrándole el boleto. Después hacen cola, él más bien tranquilo, ella entusiasmada. Un tipo con pinta de ex-presidiario les pide las entradas al llegar a la plataforma; todo en orden, les acomoda en uno de los habitáculos y cierra la puerta enrejada. La rueda empieza a girar con un ligero chirrido y en unos segundos están ya arriba. Desde allí pueden ver gran parte de la ciudad, ella señala los edificios más altos. Él asiente divertido, sonríe y dice que le encantan las alturas, que siempre había soñado con estrecharla entre sus brazos. Ella se asusta un poco, duda, pero es obvio que no tiene escapatoria. La mira, no deja de mirarla. Le acaricia la cara, la parte interior de los muslos, desliza la mano derecha como un reptil dentro de sus braguitas. Ella está confusa, le pide que pare. Él acepta la negativa con un suspiro, se excusa diciendo que la ha malinterpretado. Ambos aguardan en silencio el fin del viaje, concentrados en el hipnótico girar del mundo desde la noria.
     Cuando todo termina, el señor que está triste se aleja entre la muchedumbre. Mientras, ella busca a su madre para contarle lo que ha pasado.

jueves, 31 de julio de 2014

DE NORIAS Y CENICEROS (CITAS INTRODUCTORIAS)

     

    Algunas veces debemos desechar los grandes pensamientos,
 y seguir los que las circunstancias nos inspiran.

SÉNECA.


En lo posible, todo es posible.

S. KIERKEGAARD.


Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.
                  –Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido.

J. R. RIBEYRO.

lunes, 21 de julio de 2014

UN EPÍLOGO


      Había una vez un señor que citaba a Lichtenberg sólo para sentirse importante y que, además, viendo que el mero hecho de invocar al pensador alemán no lo convertía en una persona de provecho, decidió escribir un libro. La obra en cuestión, sin ser una joya de la literatura, soportó las críticas de buena parte de sus amistades, que aplaudían las ideas de su autor y no tanto el enfoque que éstas recibían una vez escritas. “Tus narraciones son excesivamente breves, van al grano con demasiada urgencia”, le decían cuando imploraba honestidad para con sus borradores. El escritor, que siempre tomaba buena nota de éste y otros defectos que le achacaban, procedió al pulimentado y abrillantado de sus relatos, sin dejar jamás de lado la espontaneidad y la frescura que se creía en el deber de preservar. Como resultado del proceso de corrección, halló ante sí una colección de ficciones desiguales, quizá mediocres, pero inconfundiblemente suyas. Relativamente satisfecho, el autor llegó a la conclusión de que su reciente creación, contando ya con un prólogo, estaba casi pidiendo a gritos un epílogo que redondeara la jugada. Sin saber muy bien qué hacer –por qué demonios habré escrito yo un maldito prólogo, se decía entre frase y frase– dudó infinitamente confuso entre eliminar su prólogo (pretencioso y vehemente) o bien hilar un epílogo salvaje sin detenerse a considerar lo que él mismo o sus lectores habrían de esperar de éste, un epílogo-cuchillo clavado de madrugada, producto de una excitación febril.

jueves, 17 de julio de 2014

PRELUDIO A UNA NOVELA


       Contar, por ejemplo, algo sobre el propio ejercicio (arte, labor) de contar, el contar como poiesis pero también como cuenta, el contar numérico, el discernir unas historias de otras. Orden. Establecer definitivamente la doble acepción del término: el que cuenta “recuenta” sus vivencias en ambos sentidos, las recopila, las separa reparando en la differànce y reparando sus recuerdos. Encontrar entre los mismos algún personaje atractivo (quizás aquel rostro tan nítido todavía, pero que somos incapaces de ubicar en su cuerpo correspondiente, quizás uno mismo, quizás lo que creemos que hemos sido en un pasado muy remoto). Buscar una trama, recordarla, inventarla, tergiversarla, tomarle cariño. Escribir rítmicamente, humanizar a nuestro personaje, regalarle un nombre (no demasiado rebuscado), una ocupación, un par de obsesiones, hacerlo nuestro, comprenderlo, apiadarnos de él, llegado el caso. Sufrir, tachar, tirar también papeles a la basura, esquivar historias posibles, tomar alguna como hilo conductor, recurrir a ella desesperados cuando creamos que la trama deja de sostenerse. Arbitrariedad. Alguna muerte quizás, algún romance sin duda, un par de revelaciones y varios tópicos. Alguna frase ingeniosa tras un punto y aparte estratégicamente colocado. Localizaciones atractivas (Londres, Madrid, Venecia) sin caer en la estampa turística, una sarta de habitaciones minuciosamente descritas, varias citas inencontrables, un poco de mala leche, cierta dosis de elitismo. Mucho café (té, mate), mucho tabaco, algo de cinismo. Tiempo para juzgar lo escrito, quizás en ciertos casos algún juez externo de confianza. Varias horas de descreimiento, algunos minutos de tregua, un final templado, nada rimbombante. Jugar con el par Eros/Tánatos, olvidar de vez en cuando cuanto se ha escrito hasta el momento. Volver a empezar, dedicar más tiempo a aquella metáfora, revisar ese personaje tan plano, desechar cierto tipo de léxico, obligar al escrito a crecer. Matar al protagonista para que otro tome el relevo argumental. Qué lástima. Seguir escribiendo. Pensar que quizás la historia no vale la pena, que hemos perdido el tiempo. Releer a los clásicos, volver a la carga con nuevas estratagemas, reinventar personajes. Más y mejores conocimientos ahora, algunos años de experiencia, historias (ahora sí) poliédricas. Menos que contar, pero mejor contado, lectores potenciales muy pendientes de nuestros últimos pasos. Presión, noches en vela, la sombra de aquel relato genial que difícilmente volveremos a igualar. Dos crisis nerviosas, alguna depresión, delirios de grandeza, ego bipolar. Relectura de aquel relato (no era tan bueno, no era bueno en absoluto), nueva toma de conciencia de las capacidades reales, asunción del propio ingenio (que no genialidad). Vuelta a la carga, al tintero, al papel en blanco, a la sintaxis. Un par de frases inconexas, nada preparado, contar por contar, no ya para discernir ni para crear, martillo dialéctico sin punto de llegada. Líneas, párrafos, capítulos. Juicio crítico, síntesis kantiana. Finalmente, salvadora inspiración, cura, verdadera meta, palabras atolondrándose. Varias líneas más, pulcros y acertados recursos poéticos, personajes que se independizan definitivamente, que funcionan con su propia lógica interna. Ahora sí, las piezas encajan. Meses de trabajo febril ininterrumpido, acaso una tortura mal recompensada, sensación de desamparo, de inutilidad y de enclaustramiento. Miedo, migrañas y sed de absoluto. Premonición de editoriales en actitud de rechazo. Crisis de pareja y experiencias posibles esperándonos en el mundo exterior (rechazadas). Una vez más, fuerzas de flaqueza, terquedad de autómata y propósitos inextinguibles en nuestro subconsciente... Asumir de una vez por todas que esta vez han pasado tres años y ya no hay preludio que valga: hay que dejar de pensar y empezar a escribir. No tenemos ni una mísera línea.

lunes, 14 de julio de 2014

UN LOCO


        Un loco se escapó del manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. El señor Casado –un viejo amigo mío– lo acogió en su apartamento con el oscuro propósito de aprender algo de él, pero a los pocos días, justo cuando empezaba a tomarle cariño, el loco murió de indigestión y mi amigo se quedó muy triste, sobre todo porque apenas habían tenido tiempo de robar fresas juntos o de mirar fijamente al hombrecillo verde de los semáforos. Entonces fue el señor Casado el que se fugó al manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. Allí le dijeron que podía ocupar la habitación que había dejado libre un loco obsesionado con los frutos silvestres.
    Ahora que el señor Casado me informa de su intención de abandonar el manicomio para instalarse en mi casa, no puedo quitarme de la cabeza la idea –llámenme ustedes loco– de que en tal caso él moriría absurdamente y de que yo acabaría en la habitación desocupada de un falso loco falso, asegurando a todo el que quiera entender, ya en el mundo exterior, que me aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza, y quizás rogándole entonces a mi buen amigo Patxi que me acogiera en su piso para enseñarle a hablar con las codornices o a plantar bolígrafos en la arena. Además, pocos días después, fallecería a causa de un ataque de tos, y Patxi –claro está, es un buen amigo– me extrañaría muchísimo. Pero eso no lo voy a permitir, eso jamás, porque la gente que echa de menos a los locos –como ha quedado sobradamente demostrado– es precisamente la que da cuerda al eterno reloj de la locura, y yo me niego a participar en un rito tan antiguo y tan macabro. Así que le digo al señor Casado que nanai, que se busque a otro loco, que no cuela, y me vuelvo a la estancia contigua, y a las pastillas, y me ponen la camisa de fuerza mientras pienso en el pobre Patxi, en cómo le he salvado la vida.

jueves, 10 de julio de 2014

VIAJAR


      Érase una vez un historiador jubilado que se dispuso a viajar. Ya de joven la curiosidad por conocer otros países y costumbres le aguijoneaba el intelecto, pero entonces sólo el verano servía de marco a sus escapadas. Sin embargo, ahora que disponía al fin de tiempo libre indefinido –jamás se había casado, no le ataban lazos familiares de ningún color– decidió darse el lujo de recorrer el mundo, así, en general.
       Cuando llevaba dos meses de viaje –ya había estado en Mongolia, Colombia y Libia, entre otros países– el jubilado descubrió, asombrado, que no quería regresar jamás. Le faltaba todavía tanto por ver que, no sólo era incapaz de volver a casa, sino que además debía acortar su tiempo de estancia en los sucesivos territorios geográficos si acaso quería... ¿Si quería qué? ¿Quizás poner un pie en cada trozo de tierra del globo? ¡Menuda estupidez! Con este razonamiento el historiador jubilado se dio cuenta de que era adicto a viajar, y enseguida, pisando ya el terreno fangoso de lo valorativo, se impuso la tarea de buscar una buena razón para seguir tomando aviones de aquí para allá.
       Una noche, en la India, soñó que volvía a Barcelona y que allí era muy feliz; no le picaban los mosquitos del Brasil ni le azotaban los vientos enfurecidos del Tíbet, pero cuando despertó –con una sonrisa acostada en la cara– se desacreditó a sí mismo aduciendo un etnocentrismo galopante, y pronto guardó la premonición en un remoto cajón de su cerebro.
    Otro día, en Marruecos, pensó por un instante que España le quedaba a tiro de piedra, pero enseguida se tachó de cobarde y de pusilánime –quizás porque en realidad estaba ya cansado y no se le había ocurrido, por el momento, una sola buena razón para seguir viajando–. Y como la cosa siguió así durante años, decidió, asumiendo al fin su peligrosa adicción, regresar a Barcelona.
       En el buzón de su domicilio encontró una huérfana pila de cartas (la mayoría, de su banco). Una de ellas era de una alumna que solicitaba su ayuda para completar la tesis en la que estaba trabajando. Cuando acabó de leer esta última, el historiador jubilado derramó unas lágrimas, contactó ilusionado con la antigua alumna –Mari Carmen, una chica muy maja, extraordinariamente válida– y después se llamó a sí mismo tonto, imbécil, absurdo, y también, por qué no, etnocentrista, pusilánime y cobarde, pero esto ya con impecable orgullo, a modo de autoafirmación triunfal.

lunes, 7 de julio de 2014

FEMINEIDAD


       Estaba la señora en la marquesina, esperando el autobús circular que –ya se sabe– nunca llega a su hora; todo el mundo muy irritado, ella más impaciente que de costumbre, varios niños tocando las narices y un sol implacable encima de sus cabezas. Así estaba la cosa –más o menos– y entonces, como si fuera a romperse en pedazos, alguien estornuda escandaloso a sus espaldas. La señora sonríe, porque en verdad el sonido tiene un no sé qué cómico, y se vuelve para contemplar al autor de la cuestionable hazaña. Otra señora, que también espera la llegada del autobús, le devuelve una mirada teñida de complicidad y de vergüenza. Maruxa –que así se llama la señora– se avergüenza a su vez, sin duda por haberse atrevido a negar para sus adentros que estornudo semejante tuviera algo que ver con el género femenino.
      Apenas recompone su gesto de normalidad, Maruxa nota una ligera presión en su vientre –posiblemente gases, pero no está segura todavía–. Cuando el autobús hace su parada frente a la marquesina, la punzada se acrecienta (ahora ya inconfundible) y la señora, a punto de estallar, sube al vehículo tratando por todos los medios de controlar su esfínter. Una vez dentro, otro señor –su vecino, comprueba aterrorizada– la saluda desde uno de los asientos del fondo, indicándole con un repetido ademán que puede (debe) sentarse a su lado. Como rechazar la invitación sería una absoluta falta de respeto, Maruxa se ve forzada a apretar los glúteos con todas sus fuerzas en la plaza vacante, entablando al tiempo una conversación intrascendente con su inesperado (e indeseado) compañero de viaje. La contención se prolonga, pero el cuesco, que amenaza con ser especialmente atronador y fétido en esta ocasión, pugna por salir a la luz.
     Finalmente, en mitad del trayecto, Maruxa cede, incapaz de soportar el sufrimiento, a las ansias expansivas de su huésped intestinal. Pero justo en ese momento, como un regalo de la providencia, la señora que había estornudado en la marquesina, sentada unos metros por delante de ellos, reproduce el sonido que ya había ensayado con anterioridad. De este modo el estruendo de su monumental pedo es eclipsado por un estornudo perfecto, compasivo (¿acaso intencionado?), definitivamente cómplice, un estornudo que la señora no duda en calificar –esta vez sí, con pleno derecho– como sonido de género, como exquisito ruido femenino que irrumpe para salvarla. El vecino de Maruxa arruga contrariado las aletas de la nariz, pero el olor no tiene dueño hasta que se demuestre lo contrario.

jueves, 3 de julio de 2014

TORTURA


       Arsenio la besa en los labios, en el cuello, dulcemente en la frente. Después le pone las esposas, se ajusta bien la máscara y la ata a la cama porque últimamente le gusta experimentar. Entonces le pega; primero con suavidad, después un poco más fuerte, con el exterior de la mano derecha –la palabra clave es “plátano”, pero ella grita lo de siempre, “no, por favor”, resistiéndose todavía a pronunciarla–. La cera caliente está ya a punto de caramelo, casi hierve. Antes de continuar con el juego (o quizás justamente como parte del mismo), Arsenio sale de la habitación –la espera indeterminada es otra sutil modalidad de tortura –y atraviesa el pasillo. En el salón enciende su televisor para ver el informativo de la noche. Una señorita rubia, muy bien parecida, dice que la policía anda bastante despistada: a este paso tardarán meses en encontrarla. Arsenio se frota las manos y vuelve a su cuarto con un puñado de alfileres.