lunes, 30 de enero de 2017

CUANDO CONOCIMOS A HARRY


       Cuando conocimos a Harry no pudimos evitar preguntarle, tras un brevísimo, meramente protocolario rodeo, por qué lo había hecho, cómo se le había ocurrido; y sobre todo qué opinión le merecían los argumentos de sus múltiples detractores. Respondió entonces con una sonrisa ciega y nos pidió muy amablemente que lo acompañásemos a su habitual partida de dardos en la que juraríamos era la única tasca del pueblo, pues es allí –nos dijo– y no en cualquier otro lugar donde pienso zanjar de una vez la polémica.
       Llegamos, entramos, pedimos unas cervezas en la barra sometidos al escrutinio y la desconfianza generalizados de la parroquia. “Vienen conmigo”, aclaró en alta voz Harry mientras solicitaba turno en la diana sirviéndose del práctico y sencillísimo procedimiento de apuntar su nombre en una libreta raída (dice el Diccionario: “Se aplica a las prendas de ropa deshilachadas o muy estropeadas por el uso”, pero sigue pareciéndome el adjetivo más apropiado) que el barman guardaba en un cajón bajo el mostrador. Apenas veinte minutos después, nuestro célebre anfitrión se disponía ya a lanzar el primer dardo en su partida contra un tal Moore, joven inverosímilmente canoso que escupía al suelo con rabia cada vez que su oponente materializaba alguna jugada elegante.
       La puntería de Harry está fuera de toda duda, comentamos mientras tanto entre nosotros. Lo que seguía sin estar en absoluto claro era la pretendida (y prometida) relación entre la partida de dardos y los supuestos logros del (digamos) “Artista”. Claro que Harry no era exactamente un pintor (a pesar del rojo), ni un escritor (no obstante las oraciones subordinadas); ni siquiera un músico (si obviamos los recurrentes y magníficamente ejecutados descensos cromáticos). Tendríamos que esperar a su última jugada contra Moore no ya para comprender sus razones, sino simplemente para zanjar, como él mismo había anticipado horas antes, la polémica más extraña que se recuerda en el no menos extraño mundillo de los happenings.
       Estaba casi psicóticamente concentrado, a punto de tirar el único dardo restante, la mirada clavada a un tiempo en la diana y en el propio dardo que a su vez habría de clavarse en ella. Nos dirigió –me lo pareció al menos; mis compañeros no están del todo de acuerdo en este punto– un gesto tenue, quizás recriminatorio, antes de girar sobre sí mismo 180 grados y abalanzarse sobre el estupefacto Moore (entonces a sus espaldas) sin previo aviso, como un animal acorralado, un animal de dedos prensiles y pulgares oponibles que empuña con firmeza su improvisada arma y la clava una y otra vez en la sien izquierda de su contrincante al grito de “¡¿Es que no lo veis, hijos de puta?!”, “¡¿Acaso no lo veis?!”, clamaba Harry: “¡Es la única manera!”; “¡La única!”, seguía gritando Harry ya en el suelo, sosteniendo entre lágrimas el cuerpo inerte de su rival (quizás una macabra referencia a la Piedad de Miguel Ángel, me dije con posterioridad) mientras la sangre de Moore manaba hasta agotarse, empapando el sórdido serrín del piso.
       Abandonamos la tasca horrorizados y sin hacer preguntas.
       Soy consciente de que podrá parecer una completa locura, pero juraría que entretanto el barman seguía sirviendo cervezas ajeno al espectáculo.

lunes, 23 de enero de 2017

NOS GUSTA LA HABITACIÓN


       Nos gusta la Habitación, sus paredes desconchadas, la bacanal de polvo bajo el somier, el extraño campo de energía que entre las doce y las doce y media de la noche tiene a bien comunicarnos con las visiones de algunos muertos recientes, el amarillo en las esquinas, las telarañas. Nos gusta contemplar, por ejemplo, los últimos minutos de la vida de un tal Cardiff, exportador al por mayor de productos desinfectantes en la India, que mantiene una apasionada conversación con su tercera esposa acerca de la insoslayable conveniencia de instalar un nuevo sistema de aire acondicionado en el sótano de la casa. Nos gusta el lecho de muerte de Sonja, prostituta eslava de intachable moralidad que descansa entre lirios y amapolas como si el destino fuese a apiadarse de una figura coronada de pétalos impecablemente dispuestos. No nos gusta menos el hilarante desconcierto de Johann, alegre jubilado austríaco que no alcanza a comprender cómo, por qué y aun cuándo, mientras reposa junto a sus nietos tras una rutinaria operación de vesícula destinada, contra el criterio del jefe de Planta del hospital, a mejorar su ya inmejorable calidad de vida.
       De la Habitación nos irrita únicamente la periódica comparecencia de ciertos daños colaterales empeñados en mancillar nuestra, por lo demás, confortable lateralidad, los famosos “peros”, dirán algunos, como esas veces en que mi querida no-esposa entra en casa suspirando de puro hartazgo con un fajo de sobres cerrados bajo el brazo, cartas sin remitente y sin destinatario, rectángulos incomprensiblemente blancos que solemos apilar en vano junto al resto, en una mesilla del salón, por si alguien o algo viniese algún día a reclamarlos y sin saber –emulando al entrañable Johann– quién o qué los introduce en nuestro buzón, cómo y con qué fin, y sobre todo hasta cuándo. Pero he de reconocer que es no obstante en esos días, vayan ustedes a saber por qué, cuando más cercano me siento a mi no-esposa; cuando llega a casa del trabajo y, tras contarme un par de intrascendencias cotidianas, echa mano de su bolso y finge un hastío que tiene mucho de impostura, para decirme a continuación, en realidad tan entusiasmada como yo mismo tras oírselo decir: “Hoy son veinticuatro cartas para el mismo muerto”, y entonces la beso con exquisita dulzura y ya podemos comer.

lunes, 16 de enero de 2017

ESTO NO ES UN BARCO


–¿Está usted seguro de que esto es un barco? 
–Bueno; lo cierto es que se mece como si lo fuera. 
–Genial. Y yo sin bañador… 
–¿Qué le hace pensar que lo necesitará? 
–Pues verá: el hecho de que nos hayan atado y amordazado me resulta muy útil como pista. 
–No creo que tengan ninguna razón para hacerlo. 
–¿No es usted el Ministro de Finanzas? 
–Sí, lo soy, por supuesto. 
–Y yo soy… 
–Usted es… 
–¡El Presidente, coño, el Presidente! 
–¡El presidente! ¡Encantado de conocerle, señor Presidente! 
–Pero vamos a ver: ¿a usted no le había nombrado yo? 
–Puede ser… pero no, no; creo que no; me acordaría. 
–Entonces ¿quién demonios… 
–Bueno, ya sabe cómo funcionan estas cosas; algún banquero, quizás algún otro Ministro… nos hacemos cargo de su apretada agenda. 
–Ya hombre, pero se le informa a uno, que luego la prensa… 
–Sí: ¡Panda de buitres… ¿Y si fueran ellos…
–¿A qué se refiere? 
–…los que nos han metido aquí? 
–De ninguna manera: los tengo perfectamente controlados. 
–Quizás precisamente por eso. 
–… 
–Vaya usted a saber. 
–Podría ser, no descartemos… 
–… 
–Oiga: ¿Se ha fijado usted en que le falta el pie izquierdo? 
–Natural: me lo han cortado ellos. 
–Debe de dolerle mucho… 
–No crea, no: antes me anestesiaron la zona con una bolsa de hielo. Profesionales. 
–Gente de letras, sin duda. 
–Humanistas de mierda. 
–Nunca sabe uno… 
–Qué me va a contar a mí. 
–¿Y si tratásemos de escapar? 
–¿Escapar de un barco? ¿Y con mi pie?
–Sin su pie, querrá decir. Pero olvídelo, tiene razón. 
–Oh, debería usted saber que casi nunca tengo razón. 
–Entonces esto no es un barco. Pero ¿por qué dice…
–Verá: ¿Recuerda su Excelentísima el reciente Colapso Económico del País? 
–Claro, cómo no acordarme de… 
–Pues fui yo. 
–¿Usted? 
–El mismo. 
–¿Cómo? 
–Equivocándome mucho… y a conciencia. 
–¿ Y a nadie se le ocurrió cesarle? 
–Usted dirá…
–Claro, qué imbécil…
–…
–Entonces podría ser…
–Sí, no me explico cómo no lo habíamos contemplado antes. 
–Van a matarnos. 
–Es obvio. 
–Déjeme entonces contarle una historia. 
–¿Una historia? ¿Ahora? 
–Sí. Una historia para antes de morir. 
–Le escucho. 
–Érase una vez un gobernante muy sabio… 
–Es ficción, ¿verdad? 
–Si me interrumpe usted…
–Perdone, perdone. Me pone un poco nervioso esto de morir. 
–Pues piense en los compatriotas que no van a hacerlo, los que tendrán que soportar la hambruna y…
–No es justo que me lo restriegue por la cara… 
–Bueno, usted ya ha reconocido su responsabilidad. 
–…A un pobre tullido primerizo…
–¡Cállese! Creo que se acerca alguien…
–¿La muerte? 
–No, deben de ser las olas. 
–Entonces me da la razón, aunque ya sabe que no suelo tenerla. 
–Es sólo que creí haber oído…
–¿Cómo termina la historia? 
–Ni siquiera me ha dejado usted empezar. 
–Ya, pero ¿cómo termina? 
–Creo que usted y yo nos morimos. 
–¿Y los demás? 
–Los demás también. 
–Todos hemos de morir algún día, señor Presidente. 
–Pero a nosotros nos asesinan. 
–En un barco. 
–En efecto. 
–Si esto fuera efectivamente un barco. 
–Y si no también. 
–… 
–…
–Oiga… en confianza…
–Dígame. 
–¿Puedo hacerle una pregunta, señor Presidente? 
–Dispare. 
–¿Está muerta la novela? 
–Pues sí, la verdad es que sí.
–¿Y qué la sustituye?
–Pues, la sustituye lo que había antes de que la inventaran, creo yo.
–¿Lo mismo?
–El mismo tipo de cosa.
–¿Está muerta la bicicleta? 
–No lo sé, francamente, pero creo que acabamos de reproducir punto por punto un diálogo de Donald Barthelme. 
–¿Todo nuestro diálogo? 
–No, hombre; sólo a partir de la novela muerta. 
–Y ese Barthelme ¿también está muerto? 
–Creo que sí. 
–Entonces, ¿estoy obligado a decir, es el momento, esto es la tierra, estas obras apenas vivas que me estaban destinadas y que recuperadas lo estarían a otro, gracias, y a reír, con esa larga risa muda de inexistente avisado, de escuchar atribuirme palabras tan gruesas? 
–Qué sentido del humor, confiesa que ya no estás a la altura, que acabarás por montar en bicicleta. 
–Eso es de Beckett, me temo. 
–Entonces tenía usted razón al no tener razón. 
–¿Qué quiere decir? 
–Que esto no es un barco. 
–…Ni una novela. 
–Ni una novela. 
–Ni una bicicleta. 
–Ni una bicicleta. 
–Entonces ¿qué? 
–Ya le he dicho que esto no es un barco. 
–Pues tampoco puede ser un pie, de eso estoy completamente seguro.

lunes, 9 de enero de 2017

LOS GOLPES PSICOLÓGICOS


       Podríamos habernos negado a participar en la cacería, pero supongo que los continuos ofrecimientos por parte de nuestro tío Rafa –más cercanos a la súplica del solitario que a la oferta desinteresada– contribuyeron a doblegar nuestra esquiva voluntad de sobrinos bienqueridos. Aquel día nos levantamos de madrugada tras haber recibido, la noche anterior, escasas directrices de seguridad en el manejo de las armas de fuego (un par de escopetas viejas, de cañón parcialmente oxidado) que habríamos de disparar por vez primera en un coto privado de caza. Ramón llevaba una cantimplora recién estrenada y yo cargaba la mochila con nuestros bocadillos de tortilla, municiones y un tubo de loción anti-mosquitos. Rafa se echó las escopetas al hombro y dijo “nos vamos”. Y nos fuimos. Pero Ramón nunca volvería a ser el mismo tras la cacería, lo que en realidad equivale a decir –simplificando el asunto– que sencillamente nunca volvió de allí o, si lo prefieren, que una parte importante de Ramón se perdió por el camino durante aquella jornada de lluvia y disparos.
       Las primeras gotas, en efecto, empezaron a caer sobre las nueve de la mañana –me refiero a la lluvia, todavía no a la sangre derramada–, mientras rodeábamos una colina pedregosa en busca de aquellas malditas liebres. Rafa daba órdenes que nosotros, con más orgullo que genuina voluntad de aprendizaje, asegurábamos comprender a la perfección. Recuerdo a Ramón ya entonces incómodo, jugando nerviosamente con el seguro de la escopeta, cabizbajo, callado, con toda probabilidad arrepentido de haber entrado a formar parte en aquella excursión. Le alcancé un bocadillo a media mañana. Fue la primera y la última vez que lo vi sonreír en todo el día.
       De liebres, entretanto, ni rastro. Rafa echaba la culpa al tiempo, “esta puta lluvia”, decía, y aunque Ramón y yo asentíamos con gravedad lo cierto es que no teníamos ni idea de por qué la lluvia y las liebres habrían de llevarse tan mal. Nos dolían los pies húmedos y, a falta de presas, matábamos el tiempo como podíamos. Rafa contó chistes muy malos. Volvimos a intentarlo después de comer, en una zona algo más alejada de nuestro punto de partida. Entonces hubo más suerte. Maldita la suerte, en cualquier caso.
       “¡Tírale!”, gritó nuestro tío cuando logró distinguir una tercera pieza a cobrar. Ramón me miró apenas un segundo, como queriendo decir “va por mí, ¿no?”. Asentí sin demasiado entusiasmo, señalando la liebre que huía. Pero Ramón estaba nervioso.
       Recibí un disparo en la rodilla.
       Desde entonces cojeo un poco.
       Rafa abroncó y humilló a Ramón tras comprobar que mi herida no era demasiado grave.
       Ramón se disculpó conmigo al menos veinte veces mientras me ayudaban a llegar al coche. 
       Después vació su cantimplora en mi pantalón manchado de sangre seca.
       Dijo que me refrescaría.
       Le dije que no se preocupase más, que estaba perdonado.
       Pero él seguía preocupado. Y siguió preocupándose durante los días siguientes.
       No le guardo ningún rencor. Creo que no se lo guardo.

       Casi todos los años coincido con Ramón en alguna comida familiar. Nos contamos cómo nos está yendo en nuestros respectivos trabajos y generalmente acabamos hablando de fútbol o de política; conversaciones entre primos que se enorgullecen de mantener el contacto, supongo. O jugamos a las cartas. Siempre las cartas. Nuestra abuela guarda en un cajón de la sala de estar una baraja de póker que siempre ha sido nuestra debilidad. Solemos organizar pequeñas timbas improvisadas a las que se unen, de sobremesa, nuestros parientes menos borrachos. Apostamos pequeñas sumas, nada importante. La última vez nos juntamos unos cuantos; creo recordar una mesa de ocho, quizás diez jugadores. La mayoría de mis tíos no tiene ni idea de jugar, así que los más experimentados –Ramón, Rafa y yo– nos hicimos con una buena colección de “ciegas” por la cara. A la vigésima ronda ya sólo quedábamos nosotros tres, y la abuela retiró por fin los licores.
       Rafa es el típico jugador agresivo; no le importa ir a “carta alta” si intuye que sus contrincantes no llevan una buena mano. Sin embargo, aquella tarde se mostró más prudente que de costumbre y no pocas veces tiró las cartas chascando la lengua con fastidio. Yo me limité a esperar mi momento, y Ramón fue esquilmándolo lenta y hábilmente. Entre los dos le sacamos hasta la última ficha. Presa de su habitual mal perder, Rafa se levantó de la mesa entre aspavientos, acusándonos de haber abusado de un pobre anciano.
       Ramón… ¿cómo juega Ramón? Podré decir, al menos, que sabe que yo sé que cuando en una partida quedan dos jugadores con una cantidad pareja de fichas, el primero en marcarse un buen farol, en mantenerlo cínicamente hasta el final, suele llevarse el gato al agua. Los golpes psicológicos son determinantes en las últimas jugadas. Probé suerte con un solitario as de picas y fui subiendo progresivamente la apuesta. Ramón se “tiró” en mi última subida, tras haber contado y recontado a conciencia su torre de fichas. Ya sólo restaba aguantar con la cabeza fría y esperar la llegada de una mano decente.
       Cinco jugadas más tarde gané definitivamente la partida.
       “Te acerco a tu casa”, dijo Ramón mostrándome las llaves de su coche con una media sonrisa.

       De camino a mi barrio el coche de Ramón se quedó sorpresivamente sin gasolina, dejándonos tirados en mitad de la carretera. “¿Cómo ha podido pasárseme?”, repetía mi primo una y otra vez, desconcertado, mientras un par de solidarios conductores nos ayudaban a empujar el vehículo inerte hacia la acera. Después nos quedamos un buen rato mirándonos el uno al otro en silencio, junto al coche, pensando qué hacer. Ramón suspiraba. “Ahora mismo te pago un taxi, por supuesto”, me dijo de repente. Respondí con una sonora carcajada de perplejidad contenida, claro: “¡Pero hombre, si estoy a poco más de un kilómetro de mi casa, no digas tonterías, Ramón! ¡Preocúpate de conseguir una lata de combustible antes de nada!”. No hubo manera de hacerle entrar en razón: cogió el teléfono móvil, llamó a la parada de taxis más cercana y apenas pasados diez minutos –el tiempo que hubiera tardado en llegar a pie, me dije– estaba despidiéndome de él.
       Al día siguiente comprendí.
       Me dirigí a la oficina de Correos más cercana.
       Envié a Ramón un giro postal con las ganancias de la timba.
       “No debiste haberte tirado”, le escribí.
       Después borré el mensaje. Creo que lo borré.
       No he recibido contestación.
       Seguro que el cabrón llevaba por lo menos un trío.

lunes, 2 de enero de 2017

SENTIMENTAL


       Lo que más fastidia al verdugo es la resistencia inerte de los cuerpos ya decapitados, su innegociable obediencia a las leyes de la gravitación universal. Los cadáveres desmembrados le recuerdan que existe un punto a partir del cual resulta imposible seguir torturando, que la muerte representa no sólo el fin de la vida y, por ende, de su trabajo, sino también –a un nivel simbólico– la indoblegable naturaleza última del torturado, su dudosa victoria de espíritu huido. Quizás es por eso que, una vez rematada la faena, nuestro amigo rompe a llorar junto al cadalso, dando lugar a crueles acusaciones que lo tachan –no sin razón, aunque en un sentido muy diferente, todavía insospechado– de blandengue sentimental, de aprensivo, de verdugo demasiado impresionable que acaso debería colgar el látigo para dedicarse a lides menos sangrientas.