lunes, 9 de enero de 2017

LOS GOLPES PSICOLÓGICOS


       Podríamos habernos negado a participar en la cacería, pero supongo que los continuos ofrecimientos por parte de nuestro tío Rafa –más cercanos a la súplica del solitario que a la oferta desinteresada– contribuyeron a doblegar nuestra esquiva voluntad de sobrinos bienqueridos. Aquel día nos levantamos de madrugada tras haber recibido, la noche anterior, escasas directrices de seguridad en el manejo de las armas de fuego (un par de escopetas viejas, de cañón parcialmente oxidado) que habríamos de disparar por vez primera en un coto privado de caza. Ramón llevaba una cantimplora recién estrenada y yo cargaba la mochila con nuestros bocadillos de tortilla, municiones y un tubo de loción anti-mosquitos. Rafa se echó las escopetas al hombro y dijo “nos vamos”. Y nos fuimos. Pero Ramón nunca volvería a ser el mismo tras la cacería, lo que en realidad equivale a decir –simplificando el asunto– que sencillamente nunca volvió de allí o, si lo prefieren, que una parte importante de Ramón se perdió por el camino durante aquella jornada de lluvia y disparos.
       Las primeras gotas, en efecto, empezaron a caer sobre las nueve de la mañana –me refiero a la lluvia, todavía no a la sangre derramada–, mientras rodeábamos una colina pedregosa en busca de aquellas malditas liebres. Rafa daba órdenes que nosotros, con más orgullo que genuina voluntad de aprendizaje, asegurábamos comprender a la perfección. Recuerdo a Ramón ya entonces incómodo, jugando nerviosamente con el seguro de la escopeta, cabizbajo, callado, con toda probabilidad arrepentido de haber entrado a formar parte en aquella excursión. Le alcancé un bocadillo a media mañana. Fue la primera y la última vez que lo vi sonreír en todo el día.
       De liebres, entretanto, ni rastro. Rafa echaba la culpa al tiempo, “esta puta lluvia”, decía, y aunque Ramón y yo asentíamos con gravedad lo cierto es que no teníamos ni idea de por qué la lluvia y las liebres habrían de llevarse tan mal. Nos dolían los pies húmedos y, a falta de presas, matábamos el tiempo como podíamos. Rafa contó chistes muy malos. Volvimos a intentarlo después de comer, en una zona algo más alejada de nuestro punto de partida. Entonces hubo más suerte. Maldita la suerte, en cualquier caso.
       “¡Tírale!”, gritó nuestro tío cuando logró distinguir una tercera pieza a cobrar. Ramón me miró apenas un segundo, como queriendo decir “va por mí, ¿no?”. Asentí sin demasiado entusiasmo, señalando la liebre que huía. Pero Ramón estaba nervioso.
       Recibí un disparo en la rodilla.
       Desde entonces cojeo un poco.
       Rafa abroncó y humilló a Ramón tras comprobar que mi herida no era demasiado grave.
       Ramón se disculpó conmigo al menos veinte veces mientras me ayudaban a llegar al coche. 
       Después vació su cantimplora en mi pantalón manchado de sangre seca.
       Dijo que me refrescaría.
       Le dije que no se preocupase más, que estaba perdonado.
       Pero él seguía preocupado. Y siguió preocupándose durante los días siguientes.
       No le guardo ningún rencor. Creo que no se lo guardo.

       Casi todos los años coincido con Ramón en alguna comida familiar. Nos contamos cómo nos está yendo en nuestros respectivos trabajos y generalmente acabamos hablando de fútbol o de política; conversaciones entre primos que se enorgullecen de mantener el contacto, supongo. O jugamos a las cartas. Siempre las cartas. Nuestra abuela guarda en un cajón de la sala de estar una baraja de póker que siempre ha sido nuestra debilidad. Solemos organizar pequeñas timbas improvisadas a las que se unen, de sobremesa, nuestros parientes menos borrachos. Apostamos pequeñas sumas, nada importante. La última vez nos juntamos unos cuantos; creo recordar una mesa de ocho, quizás diez jugadores. La mayoría de mis tíos no tiene ni idea de jugar, así que los más experimentados –Ramón, Rafa y yo– nos hicimos con una buena colección de “ciegas” por la cara. A la vigésima ronda ya sólo quedábamos nosotros tres, y la abuela retiró por fin los licores.
       Rafa es el típico jugador agresivo; no le importa ir a “carta alta” si intuye que sus contrincantes no llevan una buena mano. Sin embargo, aquella tarde se mostró más prudente que de costumbre y no pocas veces tiró las cartas chascando la lengua con fastidio. Yo me limité a esperar mi momento, y Ramón fue esquilmándolo lenta y hábilmente. Entre los dos le sacamos hasta la última ficha. Presa de su habitual mal perder, Rafa se levantó de la mesa entre aspavientos, acusándonos de haber abusado de un pobre anciano.
       Ramón… ¿cómo juega Ramón? Podré decir, al menos, que sabe que yo sé que cuando en una partida quedan dos jugadores con una cantidad pareja de fichas, el primero en marcarse un buen farol, en mantenerlo cínicamente hasta el final, suele llevarse el gato al agua. Los golpes psicológicos son determinantes en las últimas jugadas. Probé suerte con un solitario as de picas y fui subiendo progresivamente la apuesta. Ramón se “tiró” en mi última subida, tras haber contado y recontado a conciencia su torre de fichas. Ya sólo restaba aguantar con la cabeza fría y esperar la llegada de una mano decente.
       Cinco jugadas más tarde gané definitivamente la partida.
       “Te acerco a tu casa”, dijo Ramón mostrándome las llaves de su coche con una media sonrisa.

       De camino a mi barrio el coche de Ramón se quedó sorpresivamente sin gasolina, dejándonos tirados en mitad de la carretera. “¿Cómo ha podido pasárseme?”, repetía mi primo una y otra vez, desconcertado, mientras un par de solidarios conductores nos ayudaban a empujar el vehículo inerte hacia la acera. Después nos quedamos un buen rato mirándonos el uno al otro en silencio, junto al coche, pensando qué hacer. Ramón suspiraba. “Ahora mismo te pago un taxi, por supuesto”, me dijo de repente. Respondí con una sonora carcajada de perplejidad contenida, claro: “¡Pero hombre, si estoy a poco más de un kilómetro de mi casa, no digas tonterías, Ramón! ¡Preocúpate de conseguir una lata de combustible antes de nada!”. No hubo manera de hacerle entrar en razón: cogió el teléfono móvil, llamó a la parada de taxis más cercana y apenas pasados diez minutos –el tiempo que hubiera tardado en llegar a pie, me dije– estaba despidiéndome de él.
       Al día siguiente comprendí.
       Me dirigí a la oficina de Correos más cercana.
       Envié a Ramón un giro postal con las ganancias de la timba.
       “No debiste haberte tirado”, le escribí.
       Después borré el mensaje. Creo que lo borré.
       No he recibido contestación.
       Seguro que el cabrón llevaba por lo menos un trío.