lunes, 28 de noviembre de 2016

EL PASADO


       Eran cosas que nos gustaba hacer, cosas absurdas con que paliar nuestro aburrimiento de paletos; Miguel y yo, todavía preadolescentes, demasiado jóvenes para internarnos en el mundo oscuro de las discotecas, demasiado mayores para soportar los fines de semana encerrados en casa con nuestras respectivas familias, solíamos tirarnos al monte cada viernes tan sólo para hacer senderismo por caminos de cabras, para hablar de música, de videojuegos, de tonterías, con nuestras navajas ridículas y mal afiladas; quizás también –no lo recuerdo– para compartir a escondidas el humo de nuestros primeros cigarrillos.
       Una de aquellas tardes (sol, polen, piar de pájaros, etc.), cuando alcanzamos la cumbre del monte de G., Miguel extrajo de su mochila una revista vagamente pornográfica que había aparecido en un cajón de su casa. “Mira, tío: ¡están en pelotas!”. No eran ninguna maravilla: fotografías cutres tomadas en algún decorado de mala muerte, pobremente iluminadas, de mujeres desnudas en poses pseudo-lascivas, con la mirada clavada (demasiado evidente) en el objetivo de la cámara; nada que no me hubieran enseñado con anterioridad Garrido o Dávila en el patio del colegio, mientras los profesores de guardia fingían vigilarnos.
       Cuando quise darme cuenta nos habíamos internado en una zona boscosa. Miguel extendió la revista abierta sobre unas rocas y, frente a ella y sin mediar palabra, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse como un energúmeno, ignorando mi presencia. Me llamó la atención el vello incipiente en la base de su pene, que en el mío aún brillaba por su ausencia. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlo en silencio, y no sin cierta impaciencia incómoda. Terminó sobre la página de la izquierda, dejando caer sobre los pechos anónimos de una señora entrada en carnes cinco o seis gotitas de lo que entonces me pareció un misterioso líquido blanquecino. “¿Qué es eso, tío?”, acerté a preguntar. “Eso es que ya soy un hombre”, contestó risueño y enigmático Miguel, tratando de recuperar el aliento.
       Nunca volvimos a hablar sobre aquello.

       Años más tarde, ya en el instituto, Miguel y yo empezamos a distanciarnos. Él frecuentaba buenas compañías, gente que presentar sin problemas a los Viejos, mientras que yo, sin haber escuchado siquiera la famosa canción de Lou Reed, empezaba ya a sentir el poderoso influjo de la wild side en mis venas: gamberrismo urbano, alcohol, hachís, skateboards, pintadas, punk-rock y mala gente en general. Cuando nos cruzábamos por la calle fingía no reconocerlo, y él tampoco tardó en hacer lo mismo. Si hacerse mayor consistía en aquello, en renegar de los buenos amigos para juntarse con hijos de puta sin escrúpulos que venderían a su madre por un par de anfetas, entonces podría decirse que me gradué precozmente y con matrícula de honor. Pero los tiempos cambian, y me gusta pensar que algunas personas también lo hacemos.
       Cuando ingresé en la facultad supe de Miguel gracias a Sagasta, un amigo en común de los tiempos del colegio que –quién me lo iba a decir– finalmente pasaría a engrosar las siniestras filas de jóvenes licenciados en Sociología. Me contó que también Miguel le había preguntado por mí en alguna ocasión y que no me costaría demasiado encontrarlo cualquier sábado en cierto local del centro. Apunté el nombre del sitio, que no me sonaba, y resolví dejarme caer por allí “un día de estos”. “Le alegrará verte”, sentenció sin demasiada convicción Sagasta. Desde aquel momento tuve claro que aquel garito era, al igual que mi propia adolescencia (sólo que en formato físico), un espacio a evitar por todos los medios a mi alcance. Aunque en realidad hubiese bastado con algo tan sencillo como no apuntar su maldito nombre.
       Apenas transcurridas dos o tres semanas, sobre las cinco de la madrugada de un sábado terriblemente aburrido al que me estaba costando poner fin, logré divisar desde la puerta de entrada del Kripton, a través de la densa pantalla de humo que nos separaba, la inconfundible silueta (la chepa característica, invariable) del que no podía ser otro que Miguel, acodado hacia el fondo de la barra, bebiendo solo, quizás esperando a alguien. Pedí un cubata de ron y, con el vaso de tubo helándome la mano, animándome a avanzar, llegué hasta él sin hacer ruido, como si mi verdadera intención fuera darle caza –o sencillamente como si tuviera alguna intención en concreto, que no era el caso–. Extendí el brazo izquierdo, abrí la mano, palmeé con firmeza su giba. Qué sorpresa verte por aquí, Miguel. Se volvió lentamente. Era imposible que no me reconociera. Hola. Tardó varios segundos en esbozar una sonrisa.
      
       Nos contamos lo único que se pueden contar dos personas que se encuentran desarmadas frente a su propio pasado: cómo nos había tratado la vida –la nuestra y la de los otros–, qué hacíamos y qué habíamos dejado de hacer, cuánto tiempo habíamos malgastado en lo primero y en lo segundo, hasta que terminamos hablando, como no podía ser de otra manera, de cosas absurdas con que paliar nuestro irrenunciable aburrimiento de paletos. Miguel parecía estar ya bastante borracho, pero seguía bebiendo un whisky tras otro cuando se agotaron los temas de conversación. Lo jodido del alcohol, me dijo, es que uno nunca sabe si toma porque le gusta o si le gusta porque toma. Hacemos el estúpido, Santi; constantemente estúpidos todos. Y siempre somos los mismos; tú eres tú y yo soy yo, y contra eso no se puede luchar ¿me entiendes? Ya lo creo que sí, claro que me entiendes, porque siempre fuiste más inteligente que yo. Eras inteligente, eres inteligente y serás inteligente, y por eso es probable que, por ejemplo, no te cases nunca. Casarse, sí, de matrimonio. Pero yo me caso el mes que viene, macho. Me caso, Santi: te lo juro, hostia. Me caso con una mujer maravillosa, ¿la conoces? No, qué va, cómo la ibas a conocer, claro. Pero ya te digo: guapa, limpia, ordenada, trabajadora… un encanto, Santi; un regalo. Y me voy a casar con ella porque la quiero, porque nos queremos mucho y queremos ser felices ¿sabes? Y vamos a serlo, por mis cojones que sí. Siempre viene aquí a recogerme. Suele, vamos. Bueno, sólo los fines de semana, no vayas a pensar que… ¿Son ya las cinco y media? A veces se me va la mano… con la bebida, digo; y ella me perdona, se hace cargo. Viene siempre. Es… ¿cómo se dice, Santi? ¿Es comprensiva, no? ¿Se dice así o cómo? Ya me parecía. Creo que estoy un poco borracho, tú bebes… bebes poco, Santi. Haces bien, coño. Bebes bien, bebes como Dios manda. Con moderación. ¿Te pido otra o qué? O no: mejor vamos fuera, que nos dé el aire ¿eh? El aire está bien, es bueno el aire.
       El camarero del Kripton llevaba un buen rato haciéndome señas que sólo cabía interpretar como “saca a tu amigo borracho de una puta vez, anda”, así que pagué la cuenta y aproveché la momentánea lucidez de Miguel, su leve iniciativa, para ayudarlo a abandonar el local. Afuera todo estaba tranquilo; la dúctil comunidad de borrachos y/o noctámbulos restantes debía haberse refugiado ya en los after-hours de los barrios bajos. Nos sentamos en la acera empedrada, bajo unos soportales. Encendí un cigarrillo mientras Miguel retomaba su absurdo monólogo etílico. Son cosas, decía, cosas que no entendemos, cosas que no tienen demasiado sentido todavía. Pero lo tendrán, Santi; no pueden tardar demasiado en tenerlo. Tú eras mi amigo y eres mi amigo si todavía quieres serlo; porque no puedes no serlo, ¿verdad? Porque éramos buenos amigos, ¿eh? Esto es así. Y además te quiero presentar a Marifé, que es buena conmigo y ahora vendrá a buscarnos. Ella siempre viene. A veces viene. Suele venir. Ya verás. Nos queremos mucho y vamos a casarnos. ¿Te he dicho que me caso, tío?
       Nos quedamos un buen rato allí sentados, aguardando la llegada de una mujer fantasma que –concluí entonces– segura y comprensiblemente se habría quedado en casa, “recogida”, harta de soportar los excesos de su improbable futuro marido. Imaginé a esa mujer, mientras Miguel seguía farfullando en su jerga incomprensible de borracho, hasta que la vi aparecer finalmente al fondo de la calle, presa de unos andares indignados, dando voces como una histérica, una mujer gorda y zafia que me pareció la antítesis de lo guapo, de lo limpio y de lo ordenado. Marifé –si así se llamaba–, muy poco dispuesta a escuchar mi trágico (por absurdo) discurso exculpatorio, se llevó a Miguel (lo que quedaba de él) a una esquina y lo abroncó largamente contra la pared a base de insultos y humillaciones varias, como si yo no existiera. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlos en silencio. Como aquello no tenía visos de acabar en breve, di media vuelta y me fui sin despedirme.
       De vuelta en casa, antes de meterme en la cama, me concedí el capricho de imaginar cómo se reconciliarían aquellos dos al día siguiente –si acaso lo hacían–; una escena de realismo sucio, filmada en un decorado de mala muerte, que vendría a ser algo así como venga, vamos, cabrón chepudo, tienes que prometerme que no volverá a pasar, te lo juro, cari, de verdad que no, ¿lo prometes? Te lo prometo, claro, y te quiero, y la tregua, y el perdón malherido, el futuro marido absuelto, y después los besos y las caricias, las carantoñas repugnantes, y el todavía apestas a alcohol, un juego entre risas, ya gastado, y quizás entonces ella, desnudándose maquinalmente, adoptaría alguna pose lasciva, impersonal, estática, mientras Miguel daba buena cuenta de su súbita erección bajándose los pantalones vaqueros, empapados en sudor, para terminar eyaculando torpemente, a modo de disculpa, sobre los pechos caídos de su cutre amada entrada en carnes.

lunes, 21 de noviembre de 2016

VACÍO DE PODER


       El hermano menor que, aprovechando la idónea ausencia de sus padres, decide dar rienda suelta a sus innatas dotes de escapista ejecutando un complicadísimo truco de bondage para impresionar, en el salón de su casa, a primos y hermanos. Una improvisada cuerda de trompo alrededor de su cuello, fuertemente atada en las extremidades, entrelazando pies y manos a la altura de las ingles –nudo inverosímil, totalmente inédito–, recorre el torso desnudo del temerario aprendiz de Houdini. Tras un par de bruscos movimientos que cualquier observador poco experimentado achacaría al instintivo e irrefrenable deseo de volver cuanto antes al mundo de los libres, el hermano menor, enemigo natural del desenlace prematuro, apoya con cuidado su cabeza contra la alfombra y coge aire. Atención, allá vamos; comienza el espectáculo: un codo que se dobla, una rodilla que cruje, el hombro contorsionado, aparente esguince de tobillo, la cuerda que cede parte de su tensión inicial a la espalda marcada y ondulante, caderas que bailan y enredan y aprisionan y hieren, la respiración lacerada por el nudo que se resiste.
       Los reveses del destino.
       Y también el orgullo aplastado y los gritos de socorro, las lágrimas.
       El hermano mayor, sobre el que pesan ciertas (obvias) responsabilidades cuando los padres se ausentan, que sufre un repentino y paralizante ataque de risa en una esquina del salón. Imparable sucesión de segundos. Ante un vacío de poder que suponen transitorio y acaso breve –ya verás, no te preocupes–, el hermano mediano y los primos intercambian miradas de laxa alarma, gestos abortados, amagos de auxilio, pero ninguno se decide a actuar de momento. 
       Carcajadas mudas. 
       Carcajadas que se desvanecen, y el hermano menor todavía.

lunes, 14 de noviembre de 2016

TRIBULACIONES DEL ESCRITOR COBARDE


       En estos momentos, en algún lugar, seguramente hay otro escritor tratando de escribir un relato mejor que el mío. No pienso ponérselo fácil, por supuesto. Prefiero dejarlo aquí e imaginar el resto, para que nadie pueda demostrar jamás quién de los dos se equivoca.

lunes, 7 de noviembre de 2016

AFUERA LADRABAN PERROS


       La recuerdo pensativa frente al escaparate navideño de El Corte Inglés –sección Libros–, poco después de besarla y poco antes de presenciar, divertido, uno de sus característicos monólogos iracundos; mira, decía, la puta novela negra nórdica para amas de casa aburridas: dos estantes repletos, una decena de autores jugando a ser lo peor de su generación, ¿no es entrañable? Deberías dejarte de hostias y entrarles al trapo, rollo policíaco made in Galiza y que le den a la Literatura. Si no fuera porque también eso se está haciendo, me temo. Y porque resulta todavía más grimoso, claro.
       No convenía interrumpirla cuando tomaba impulso; sobre todo porque corrías el riesgo de perderte otro par de joyas satíricas que ella se guardaría ya para siempre. Nunca dejaba nada para más tarde. Y nada es nada, incluyéndome a mí. Así que, sin mediar palabra y procurando no distraerla demasiado del legítimo objeto de su odio, volví a besarla con cuidado y –me gusta pensar– cierta ternura. Quizás fallé, porque volvió a sumirse en su todavía reciente silencio contemplativo.
       No es tan fácil venderles libros a las amas de casa aburridas, dije –seguramente para reavivar su cólera–; mi madre, por ejemplo, siempre se queja si el ineludible romance no resulta creíble o si la resolución del crimen la obliga a imaginar escenas demasiado escabrosas. No subestimes el paladar de las amas de casa: suelen saber muy bien lo que quieren cuando abren un libro, no son un público tan fácil. Yo sería incapaz de pergeñar una novela por el estilo; haría falta oficio, noches en vela, confección de estadísticas con datos a pie de calle… olvídate, Carmen: mucho curro. Tanto como ahora, pero a cambio de perder credibilidad. Mal negocio, vamos.
       Y mientras tanto te mueres de hambre, Luis.
       No recuerdo si esto último lo dijo ella o lo imaginé yo. Sí recuerdo que volvimos a su piso y que aquella fue la última noche.
       Decir que la quería sería una exageración imperdonable. Ni estaba enamorado de ella ni planeaba estarlo algún día. Pero nos entendíamos bien, y eso no era poco en una ciudad tan pequeña –dígalo, digamos “provincias”, lo estamos deseando–. La amistad se funda a veces, más que sobre filias comunes, en torno a fobias inalterables, y eso es algo que no terminan de entender en Barcelona o en Madrid: el encanto de las pataletas provincianas en las que todo vale porque a nadie importan, porque nadie va a pillarte en un renuncio, porque “nadie” es una palabra que sólo adquiere pleno sentido en la periferia. Pero no íbamos a eso. Íbamos a Carmen, que tampoco me quería.
       Recuerdo que aquella noche, ya en su piso, tras echar un par de polvos rápidos e insustanciales –mero ejercicio físico en buena compañía–, Carmen me preguntó sin mayores rodeos si no me importaría ayudarla a quedarse embarazada. No te asustes, tonto: sólo necesitaré tu semen, dijo sujetando entre sus dedos y blandiendo ante mis ojos, a modo de péndulo, el segundo condón recién atado. Afuera ladraban perros o personas que imitaban a perros, y adentro Carmen esperaba una respuesta.

       Una vez, de niño, mis tíos maternos me llevaron de excursión a una mina abandonada. Cuando nos bajamos del todoterreno me contaron que aquella mina, a la que poco después nos dirigíamos por un sendero de montaña, había sido uno de los más importantes yacimientos de oro de toda Europa. “Oro”, decían. Eso a un niño no se le escapa: oro es riqueza y también peligro; son cosas que uno aprende viendo películas de Indiana Jones. “Pero ya no queda”, zanjaron. Ni siquiera contemplé la posibilidad de preguntar cómo se había agotado; imaginaba sin problemas los excesos y desmanes de civilizaciones pretéritas, onerosas y brutales. Años más tarde descubrí que había sido culpa de los romanos.
       Tras una larga caminata bajo el sol matinal y andaluz, mis tíos se detuvieron frente a la angosta entrada de lo que me pareció una cueva excavada en la roca –“no es una mina, es una cueva”, pensó entonces el niño que una vez fui–. Después se volvieron para mirarme con una sonrisa desafiante que no supe descifrar. Ahora (y sólo ahora) comprendo que aquel niño, su presencia, era una excusa para que dos hermanos muy poco responsables, incorregibles aventureros de andar por casa, se decidieran a llevar a cabo una expedición quizás largamente aplazada y al fin acometida. En realidad éramos tres niños a punto de abrazar la oscuridad de la gruta abandonada, y yo era el único demasiado asustado como para hacerlo.
       Sé que les fallé, de eso no tengo ninguna duda. Apenas franqueamos aquella oscuridad de murciélagos y reverberaciones, el niño dijo basta negándose a accionar el interruptor de su linterna. “No jodas, Luis, con lo que nos costó convencer a tu madre”, dijo entonces uno de mis tíos, humillándome sin contemplaciones. Yo confiaba en ellos, pero aquella confianza tenía sus límites –quizás era el niño el que los tenía–, de modo que, desoyendo acaso por primera vez en mi vida las órdenes de un adulto que no fuese mi padre, di media vuelta hacia el exterior con la absurda esperanza de que mis tíos también lo hicieran. No lo hicieron. Se limitaron a ordenarme que no me moviera de la entrada hasta su regreso; “Tardaremos media hora”.
       Me dejaron solo frente a la cueva, bajo el sol de agosto. Estaba enfadado con ellos, enfadado conmigo, con mi propio miedo insuperable y paralizante. Nunca más, me dije. El límite es un agujero negro en medio del desierto y a partir de ahora sabré reconocerlo cuando se cruce en mi camino, sabré esquivarlo a tiempo o enfrentarlo como un adulto. Pateé unas cuantas piedras, exploré los alrededores sólo para tener algo que contar, algún día, a quien quisiera escucharme. Pensé en la oportunidad de aventura y en la aventura desperdiciada, imaginé las profundidades de la cueva y a mis tíos en la cueva, las burlas de mis tíos en la oscuridad, el oro ausente. Cuando salieron quise decirles que lo sentía, quise disculparme, pero no lo hice. Ellos me mostraron, orgullosos, su botín improbable: apenas unas cuantas piedras con incrustaciones vagamente áureas. “¿Qué has estado haciendo tú mientras?”. Les dije que nada en especial, que sólo esperarlos. Y también que afuera ladraban perros, aunque no se sabía muy bien por qué ladraban exactamente ni si eran exactamente perros.