lunes, 17 de octubre de 2016

LAS PERSONAS NORMALES


       Tanto tiempo sin escribir no puede ser bueno, me digo. Desde que el psiquiatra me recetó aquellas pastillas –hará mañana un par de meses– soy incapaz de relacionar imágenes, pensamientos, ideas o recuerdos; no digamos ya trasplantarlos al papel. Es cierto que los ataques de pánico han remitido, y que tampoco he vuelto a tener pulsiones suicidas, pero mi actual agrafía, aun lejos de suponer una fuente de angustia, sí empieza a resultarme vagamente incómoda. Pienso en la escritura como en un amigo que se pierde por culpa de nadie, un amigo que se esfuma sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       Una vez por semana el doctor Castro trata de tranquilizarme al respecto: es perfectamente normal, me repite una y otra vez, “per-fec-ta-men-te”, dice marcando cada sílaba como si su verdadero propósito fuera enseñarme a vocalizar como es debido. Que los tranquilizantes esto, y los antidepresivos lo otro, y que hay que tener paciencia y háblame de tu madre. Y sonríe: perfectamente normal, dice, como si la normalidad tuviese el legítimo derecho a alcanzar alguna clase de perfección. Perfectamente estúpidos, en tal caso, el doctor y yo; él en su perfecta condescendencia, yo en mi perfecto bloqueo mental –pagando además, perfecta y religiosamente, nuestras perfectamente inútiles sesiones–.
       Si sigo viniendo aquí, a su consulta, me digo, es porque el haber dejado de escribir supone para mí la enésima oportunidad de aprender a hablar, a comunicarme con los demás, los que no quieren o no saben leerme, las personas normales. El doctor Castro es en este sentido –y a pesar de ser psiquiatra– un gran orador; sus palabras, sus construcciones sintácticas (lentamente desgranadas en su mente, sólo posteriormente proferidas) me convencen no ya de que podré curarme algún día, sino de que el lenguaje hablado posee cierta belleza, una belleza atávica, platónica, no-escrita. Yo me limito a decir “Sí”, a decir “No”, aguardando el momento en que la maestría de mi involuntario profesor se traslade, al menos en parte, a mi deprimido cerebro, a mi pensamiento mudo y ágrafo.

       No es verdad; seré sincero: si sigo aferrado a la periodicidad de la consulta es sencillamente porque el doctor Castro me recuerda físicamente a Pessoa.

       Anduve obsesionado con Pessoa incluso antes de ingresar en la facultad de Filología; me apasionaban los heterónimos, la posibilidad de ser varias personas, varios autores, voces variantes, pensamientos encontrados e irreconciliables. Quise aprender portugués tan sólo para difundir su palabra en versión original, plantado, por ejemplo, en el centro de alguna plaza especialmente concurrida, dando voces como un loco. Y si la misión era volverme efectivamente loco, entonces estamos bien cerca de cumplirla, me digo en primera persona del plural, dirigiéndome sin duda a mis todavía inexistentes heterónimos. El doctor Castro, como de costumbre, parece convencido de que estoy hablando con él. Pobre hombre. No sabe que él es Pessoa y que Pessoa nunca es igual a sí mismo. Mi psiquiatra nunca es la misma persona, pero al menos presta atención a lo que digo y me invita a seguir hablando.
       Mientras trato de explicarle que nada está más lejos de mi intención que penetrar el cuerpo fofo y arrugado de mi madre, las facciones del falso doctor Castro empiezan a transformarse en las de Alberto Caeiro. No es lo habitual, me digo, no en mitad de una sesión. Me quedo un rato en silencio, admirando sus ojos profundos de pastor, sus manos callosas y ennegrecidas por el sol y la mugre. Que a qué viene mi mutismo repentino, dice. Tiene narices que me lo diga precisamente él, el poeta de las cosas pequeñas y simples, cuando nada hay más simple y sencillo que el silencio. Debería comprenderme, comprender a todos los que están intentando aprender a hablar como las personas normales. Caeiro hubiese sido un gran psiquiatra, le digo, aunque estoy bastante seguro de que el doctor Castro desconoce al heterónimo que se ha apropiado de su cuerpo y que seguramente le queda demasiado grande.
       Me encuentro más a gusto con Ricardo Reis, le digo, pero el falso Pessoa está ahora muy ocupado tratando de abrirme la boca para depositar bajo mi lengua una pastilla grande y azul. Con Ricardo las cosas –las paredes húmedas de la consulta, los gráficos y los cuadros– rebosan solemnidad y Verdad. Aguardo la lucha a muerte, el momento en que Caeiro sucumba al poder de las palabras nobles ante el alumno aventajado. Parece ser que me he puesto violento hace un rato, eso me dice alguien; los efectos de la pastilla desdibujan parcialmente el rostro de Reis, Castro, Caeiro o Pessoa. Estoy respirando por la nariz; la boca cerrada y pastosa, como un pozo sellado con cemento, se llena de saliva amarga. Mejor así ¿verdad?, dice. La Verdad; ¡lo sabía! El psiquiatra que tampoco conoce a Ricardo Reis acoge en sí al Poeta de todos modos. Pero cuando empiezo a acostumbrarme a sus recién estrenados rasgos –a las bondades del sedante–, creo intuir la inminente comparecencia de Álvaro de Campos.
       Nunca habíamos tenido una sesión tan intensa, me digo –nos digo–. Usted cree ser el doctor Castro, un hombre que básicamente escucha, pero en realidad resulta que es usted Pessoa, un poeta muerto que ya no escribe. El problema es que si ni siquiera Pessoa era únicamente Pessoa, luego usted tampoco puede serlo. Por eso tiene que conformarse con ser el doctor Castro, que es una invención enteramente suya –nuestra–. Usted no es un hombre leído: es un vulgar psiquiatra. Y yo vengo aquí cada semana no a hablar con el doctor Castro, sino a ver en su cara las facciones que usted desconoce y que a mí me tranquilizan más que cualquier pastilla azul. Usted encarna la Poesía, y viceversa. Por eso vengo. Porque ya no escribo y porque quiero aprender a hablar. Pero reconozcamos de una vez que no me comprende, que no puede hacerlo porque no ha abierto un libro de poemas en su vida. Me temo que nuestras sesiones terminan aquí, como un amigo que se despide sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       El doctor Castro me observa impertérrito. Ligeramente inclinado hacia adelante, apoya sus múltiples codos sobre la mesa de la consulta. Yo no soy Pessoa, me dice. Y tiene tanta razón como yo, como nosotros… pero ¿acaso existe ya un nosotros? ¿Nosotros? ¡Nosotros! Al fin oigo voces en mi cabeza deprimida; quizás sea la irrupción de la locura, el ansiado advenimiento de los heterónimos, me digo. Mi última oportunidad, la única que jamás haya tenido. En cuanto abandone la humedad solemne de esta estancia, me digo, en cuanto termine de extender el cheque a nombre de Pessoa y coja el ascensor y deambule por las calles como el loco en que me he convertido, intentaré entablar conversación con ellos, con esos otros recién nacidos que ni querrán ni sabrán ser yo, mis queridos heterónimos. Quizás en su compañía pueda reunir las fuerzas necesarias para volver a escribir, para aprender a hablar, para dejar de volverme perfectamente cuerdo. Sería fantástico, sobre todo, poder relacionar pensamientos, imágenes; hacerlo otra vez, pienso, y de repente, sin más, sonrío. Como las personas normales.