lunes, 10 de octubre de 2016

HOMBRE MALO


       En el piso de abajo vive un hombre malo. Nunca me he cruzado con él –ni en el ascensor, ni en el descansillo, ni en el portal, ni en los buzones–, pero puedo oírlo cada noche, a partir de las tres de la madrugada. De ese hombre al que no he visto sólo puedo decir que se ríe y que folla como un hombre malo, con carcajadas estentóreas y blasfemias humillantes (respectiva y simultáneamente), y por eso infiero que se trata de un hombre malo. Pero quizás he ido demasiado lejos; y no porque el hombre pueda no ser malo (cosa que dudo), sino porque tampoco tengo constancia de que viva realmente en el piso de abajo, pues bien podría darse el caso de que solamente acuda aquí para reírse y follar con nuestra vecina brasileña –con ella sí me he cruzado un par de veces en el ascensor–; así que corrijamos:
       En el piso de abajo hay –al menos entre las tres y las cinco de la madrugada– un hombre que folla y se ríe como un hombre malo. Mi pareja cree que no es malo, que se trata de un juego erótico, que tanto la risa como las vejaciones verbales y físicas (los golpes) que oímos forman parte de su peculiar ritual de apareamiento. Yo creo que el salto desde “no es necesariamente malo” hasta “no es malo” es demasiado arriesgado, y también creo que la muele a palos noche tras noche sin compasión ni decoro. Puede decirse que en este aspecto mi pareja y yo no estamos precisamente de acuerdo, que cuando oímos colarse a través del suelo de nuestro dormitorio un “¡Te voy a reventar ese puto culo de zorra que tienes!” acompañado de risotadas diabólicas y seguido de un par de (¿tortazos? ¿Azotes tan sólo?), ella infiere un coito responsablemente violento mientras yo contemplo claros indicios de maltrato.
       Mi pareja sí ha visto al hombre; dice que en el ascensor, una vez, con la brasileña, que bajaron juntos en el séptimo; que es un señor canoso, alto, caucásico, corpulento, cincuentón probablemente; y que parece un buen tipo, y que además ella sonreía. Me dice “¡Es que tú ni siquiera lo has visto!”. Pero lo oigo. Vaya si lo oigo. Cada noche imagino, con los ojos cerrados y los oídos alerta, las escenas irrepresentables que transportan los ruidos del Séptimo Izquierda, las aberraciones inducidas por el odio y/o por el deseo de nuestros vecinos. Entonces acuden a mi mente visiones de cardenales y de agujeros, de sumisión forzosa y penetraciones brutales como cuchilladas. La veo a ella, que jamás protesta, que quizás acepta y consiente por miedo, que quizás sea la verdadera maestra de ceremonias –como se empeña en sostener mi pareja– en un affaire desesperado. Pero a él no consigo verlo. Veo (digo bien, veo) su risa de hombre malo, su pene enorme de hombre malo, sus modales de hombre malo, su eyaculación abundante y fétida. Trato de imaginarlo en su corporeidad cruel, siempre infructuosamente. En esos momentos envidio a mi pareja, que tiene constancia de sus rasgos, de su existencia efectiva, mi pareja que ha descartado definitivamente la posibilidad de que sea un hombre malo y se atrinchera en la tesis del sexo reglado como si la mera conjunción de reglas fuese garantía de bondad. La observo durmiendo a mi lado, acostumbrada a los ruidos que han terminado (supongo) por parecerle una nana inofensiva y narcótica. 
       A las cinco de la madrugada, cuando todo ha acabado, me levanto de la cama con sigilo y, preso de algún automatismo ignoto, asalto el cuarto de baño y me masturbo sin ganas, furtivamente, sin saber por qué lo hago, con los ojos cerrados, como lo haría –me gusta pensar– un hombre bueno. Después rompo a llorar y casi consigo ver al hombre malo aseándose un par de metros más abajo. Trato de comprender (en vano) lo que mi pareja asegura haber comprendido y, cuando vuelvo al calor de las sábanas, esforzado en respetar su sueño profundo, palpo a tientas, con delicadeza, la zona inferior de sus braguitas anormalmente mojadas y me digo: “Tiene que ser un hombre malo, un hombre que nos incluye en sus fantasías sin saberlo, un hijo de puta que ha empapado las bragas de mi novia, que quizás la ha obligado indirectamente a masturbarse en silencio, dándome la espalda a mí, al hombre bueno que ha decidido ser bueno porque no quiere o no sabe ser malo, porque le aterra la mera idea de aceptarse y asumirse como tal”.
       Soy un hombre bueno. Me repito que soy un hombre bueno hasta que me quedo dormido y las categorías morales, las bragas mojadas, las masturbaciones en secreto y mi propio carácter dejan de tener importancia. A la mañana siguiente asumo que el hombre malo no tiene por qué ser malo, que quizás el auténtico hombre malo soy yo, pero las dudas comienzan nuevamente cada noche, como un recordatorio fatal, entre las tres y las cinco de la madrugada, mientras mi pareja finge reanudar el plácido sueño de los inocentes.