lunes, 15 de agosto de 2016

DRAGONES


       Entonces nos dio por criar dragones, una actividad excéntrica, sí, pero también gratificante y, por qué no decirlo, tan absurda como cualquier otra. El tema empezó a írsenos de las manos con la especulación; ya se sabe, la venta de huevos, que eso todavía no es un dragón ni es nada, pero había mucha gente dispuesta, no sólo a pagar por ellos, sino incluso por los que todavía no eran más que huevos previstos, huevos posibles únicamente en las calculadoras, cuando todo el mundo hacía cuentas con precios, plazos e intereses. El género, mientras tanto, más bien tirando a flojo. Y manga ancha en lo que venía siendo el control sanitario. Había dragones cuyo hálito apenas daba para encender un cigarrillo, dragones deformes, de escamas quebradas, enfermos crónicos… fíjese que algunos ni volaban, pero –uno ya no sabía qué pensar– el negocio seguía tirando, la gente acumulando en los establos huevos de dragón caducados o de pésima calidad, rocas inservibles que jamás eclosionarían. Le juro por lo más sagrado que los dragones dejaron de verse en cuestión de meses y nunca más se supo; nadie montaba a dragón, ni un mísero dragón salvaje en los campos, decían que se los habían llevado los magnates rusos. Y yo empecé a preguntarme si no sería mejor así, porque nunca he acabado de entender para qué sirve exactamente un dragón, porque los dragones son una cosa de tener en una cueva, en una gruta o en las catacumbas de un castillo, aunque esto no lo pudiera uno decir en voz alta, que luego iban y te acusaban de aguafiestas y te negaban el olfato empresarial en este pueblo de ignorantes.
       Ahora estamos con la cría de caballeros y princesas, que tampoco sirven para mucho pero se van vendiendo bastante bien. Aunque nada que ver con el boom de los dragones, que eso fue digno de contárselo a los nietos.