lunes, 30 de mayo de 2016

ESTO EMPIEZA ASÍ


       A veces me imagino cavando una gruta subterránea, entregado por completo y sin vacilar a esa única labor. Además –es esencial aclararlo– me imagino feliz en la entrega. Alguien o algo me asegura (pudo haber mentido, pero esa es otra historia) que ahí abajo encontraré tesoros largamente ansiados: un baúl repleto de monedas de oro, un sarcófago egipcio plagado de inscripciones que acaso nunca alcance a descifrar, quizás hasta un contrato indefinido –uno “de los de antes”, que diría mi padre– en que estampar mi temblorosa firma. Cavo pensando en todas estas cosas, en la posibilidad del lote completo, en la suerte simultáneamente colmada. Y cuando al fin diviso la sombra de una certeza, en forma de bulto informe que me destroza las uñas, recojo y guardo cuidadosamente en mis bolsillos un par de bichos muertos, algunas raíces, otro par de guijarros, e ignorando el contenido del supuesto cofre doy media vuelta hacia la superficie, donde sin duda algunos me preguntarán cómo se me ocurre volver con las manos vacías, donde ya no sabré qué responder, no sólo a esa, sino a ninguna otra pregunta. Pero estoy seguro de que al menos unos cuantos niños –los más ancianos– querrán escuchar mis historias y quizás también contemplar mi exigua colección de bichos muertos.