lunes, 14 de marzo de 2016

GÉNESIS


       Déjenme ahora llevarles de la mano a otros tiempos, al amanecer del hombre, al mismísimo génesis. Imaginen que estamos en la caverna prehistórica donde unos jóvenes Tuk, Auk y Cok conversan sobre la cacería de esa misma mañana –exitosa cacería que, por cierto, les servirá en breves momentos de cena–. Nada menos que tres piezas mayores cobradas, una por barba. “Augh”, dice Tuk encendiendo el fuego, dando a entender que la empresa no ha estado exenta de peligros. Auk y Cok asienten. El primero añade “Augh augh”, apoyando doblemente, en un juego rococó, la afirmación de su colega. Cok, que permanece en silencio, aguarda ansioso ciertas preguntas: él ha sido el único en separarse del grupo durante la expedición, optando por reunirse con ellos algunas horas más tarde y con su flamante pieza a cuestas. Espera, por lo tanto, que la curiosidad de sus compañeros le sirva de excusa para relatar lo sucedido, esa aventura que sólo él conoce. Finalmente, tras la cena, Auk le interroga: “Kough?”. Cok se toma su tiempo para contestar. Finalmente susurra “Augh augh Hogh”. A continuación se hace el silencio. Ninguno de los tres sabe qué demonios puede significar el último golpe de voz. Tuk imagina una lucha con el animal al borde de un acantilado, cuerpo a cuerpo, a punto ambos de precipitarse al vacío. Auk piensa en un huracán –“Hogh” es un sonido que le recuerda a la violencia del viento– cargado de animales que van cayendo, ya “cazados”, a los pies de su colega. Cok, por su parte, prefiere imaginar que su última palabra, su personal invento, personifica la gloria del héroe, la victoria inmaculada y sin paliativos, el logro irrefutable.
       Lo cierto es que nunca sabremos qué le sucedió esa mañana a Cok cuando decidió separarse del grupo. Sabemos, es cierto, que volvió con su pieza a cuestas. Pero no se dejen confundir por estas cosas, la conocida o la desconocida, porque ninguna de las dos importa demasiado. Lo verdaderamente importante es que esa noche Cok se retiró al fondo de la cueva y se echó a dormir. Y lo hizo así, sin darse importancia, ignorando lo que acababa de hacer. Se durmió dulcemente, como si no existiera el tiempo, como si mañana otro fuese a cazar en su lugar, como si no acabase de inaugurar con un juego inocente la historia de la literatura. Pero a la mañana siguiente despertó, aun sin saberlo, convertido en autor. Y el dinosaurio, reducido a un montón de huesos tras la pitanza, todavía estaba allí.