lunes, 11 de enero de 2016

LA REALIDAD


       También está ese juego en el que recibes una llamada telefónica inesperada. Resulta que es tu buen amigo Javier, que en realidad sólo quiere recomendarte que leas algo de Pierre Michon (“Este tío es increíble”, dice, “ya verás cuánto te gusta”). Como esa tarde no tienes nada que hacer –en realidad nunca tienes nada que hacer–, te dejas caer por la biblioteca municipal con la vaga esperanza de encontrar algún título del autor francés. En cuanto atraviesas la puerta de entrada divisas, en el primer estante junto al mostrador de préstamos, una selección de obras de literatura francesa contemporánea. En realidad no sabes a qué se debe semejante despliegue de francofilia, pero el caso es que allí reposa, casi dirías que aguardándote, Los once de Pierre Michon, así que lo coges y buscas asiento en uno de los sofás de la sección de prensa. Te extraña encontrar un sofá libre, porque en realidad la biblioteca municipal siempre está atestada de ancianos leyendo el periódico, pero es una noticia magnífica, piensas, ya que todavía no te has hecho el carnet de usuario de la biblioteca y, por lo tanto, no tienes derecho a llevarte el libro a tu casa. En realidad hasta te apetece leerlo ahí mismo, deglutir contrarreloj, ponerte a prueba. El libro es corto (apenas 130 páginas) y son las 18:04. Dispones de tiempo suficiente hasta la hora de cierre. Tomas asiento y compruebas que el sofá es realmente cómodo. Abres el libro y empiezas a leer.
       La lectura transcurre con una fluidez fuera de lo común, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que te cuesta concentrarte últimamente; en realidad hace varias semanas que lees muy pocas páginas diarias. Pero en seguida te atrapan la trama, la forma, el lenguaje, y no porque sea una lectura ligera precisamente, sino más bien por todo lo contrario. Te encuentras perfectamente, al límite de tus posibilidades lectoras. Sigues pasando páginas. De vez en cuando levantas la vista del libro, sólo para revolcarte en tu propio gozo, y una de esas veces tu mirada se cruza con la de una chica muy atractiva que hojea una revista sentada en el sofá de enfrente. En realidad parece que la revista le importa más bien poco.
       Al cabo de un rato compruebas que el libro, que ya te estaba pareciendo muy bueno, empieza a parecerte excepcional. En realidad no esperabas tanto de Pierre Michon, y no porque tengas algo contra él, del que no sabes prácticamente nada, sino porque tu amigo Javier tiende a exagerar sus juicios literarios. Te alegra compartir su punto de vista. Cuando quieres darte cuenta el libro se termina y la chica sigue enfrente, hojeando sin ganas su revista y dedicándote miradas cargadas de algo que podría ser interpretado como erotismo.
       Harto –en el mejor sentido de la palabra– del autor francés, te levantas del sofá y te diriges al estante junto al mostrador para devolver el libro a su lugar correspondiente. Lo colocas donde estaba, entre Echenoz y Modiano. Tardas unos segundos en comprobar que la chica te ha seguido hasta ahí. Se ha detenido a tus espaldas y, cuando te das la vuelta, ella replica con una sonrisa prolongada. Muy lentamente acerca sus labios a tu cara, los desvía hacia tu oreja izquierda y, sin dejar de sonreír, susurra en tu oído: “Vamos al cuarto de baño, quiero hacerte una mamada”. En realidad no sabes cómo reaccionar ante una proposición tan inesperada, pero ella se adelanta con determinación, cogiéndote de la mano y poniendo rumbo a la puerta de salida. Una vez fuera de la sala de lectura, la chica repite, ahora en voz alta: “Vamos al cuarto de baño”. Bajáis las escaleras que conducen al piso inferior, saltando los escalones de dos en dos. Entráis en el aseo de mujeres. Ella pone el pestillo. “Sácala”, musita. Tú respondes “Sí”. Es la primera palabra que pronuncias en horas.
       La chica, arrodillada, juega un rato con tu pene en su boca. De vez en cuando te lanza miradas, como en la sección de prensa, miradas que ahora sí resultan inequívocamente eróticas. Cuando alertas de la inminente eyaculación, ella se niega a liberar el juguete. Parece tener muy claro que tus fluidos le pertenecen, y obra en consecuencia. Tú no puedes dejar de pensar en Michon y en la realidad.
       Permaneces en el baño, abandonado, inerte, tratando de recomponer el mundo. La chica ha salido sin mediar palabra, sin despedirse siquiera, hace varios minutos. Decides subirte los pantalones y volver a casa, aunque en realidad te hubiese gustado regresar a la sala de lectura para buscar a esa chica. Una mujer que acaba de entrar en el cuarto de baño –recuerdas, avergonzándote en el acto, que estás en el aseo de mujeres– te sorprende con los pantalones a medio subir. Intentas buscar alguna excusa coherente, del tipo “en el de hombres no queda papel higiénico”, pero, anticipándose a cualquier explicación (tuya o suya) la mujer –señora, matizas a medida que se acerca– se abalanza sobre ti, buscando tu pene fláccido con su mano derecha. En realidad no ofreces resistencia.
       Fuera hace frío. Caminas muy despacio por la acera mojada, esquivando a los músicos callejeros. En un paso de peatones, poco antes de llegar a tu casa, un conductor despistado ha estado a punto de atropellarte. En realidad te ha rozado la chaqueta. Levemente alterado, buscas en el bolsillo derecho del pantalón tu teléfono móvil, lo coges y marcas el número de Javier. Cuando contesta dices “Tío, han estado a punto de atropellarme”, y a continuación, sin saber muy bien por qué, cuelgas. Piensas que Javier, preocupado, devolverá la llamada inmediatamente. Vamos, Javier; vamos. Junto al portal de tu casa sigues esperando esa llamada que en realidad no se produce. Ni se te pasa por la cabeza volver a llamarle tú a él. Tampoco quieres entrar en el edificio. Llueve a cántaros y deberías resguardarte, al menos en el portal, pero en realidad no lo haces, aunque tampoco sabrías decir con exactitud por qué no lo haces.