lunes, 28 de diciembre de 2015

LAS MUERTES


       Está la que viste túnica negra y porta guadaña afilada, la de toda la vida –dirán algunos–, esa que nos ofrece una partida de ajedrez interminable y perdida de antemano. También la que se disfraza de perro tricéfalo, la que protege las puertas del infierno a fuerza de rugidos, la depredadora de colmillos humeantes. Hablan otros de la negra sombra, sin forma ni linaje definidos, que penetra los cuerpos de los vivos para cobrarse su legítimo tributo. O de la Diosa malévola y burlona que juega con nosotros a las adivinanzas y finalmente grita “Cáncer” mientras caemos desarmados. Está también la egipcia, que demanda además nuestro cadáver incorrupto para ponerlo en pie cuando se le antoje. Y aun la muerte lenta, dolorosa, esa que nunca sabremos si llega o si se ha ido, cuándo empieza y cuándo acaba. Está esa otra que los médicos llaman “coma irreversible”, eufemismo más bien tonto y de paredes difusas, pero igualmente negro y amenazante. O la muerte metafísica, la denominada muerte-en-vida, esa que se presenta con antelación calculada para que la otra muerte, la postrera, nos encuentre ya acabados. Y como estas hay muchas otras que no conocemos –o no recordamos– y entre ellas se reconocen, se comprenden y se aman. Comparten secretos e intercambian recursos, y de su frenética actividad casi se colegiría que son, más que muertes, vidas. Pero el oficio las iguala, la negritud las hermana, y apenas de perros o de esqueletos pueden disfrazarse.
       Son pocos los saberes y muchos los horrores que pueden extraerse de un catálogo de muertes, pues las muertes son en verdad horribles. Pero lo peor de todo es su ancestral pacto de alternancia, ese juramento que nos condena sin remedio al azar de los turnos, a no saber cuál de ellas nos recibirá con su sonrisa terrible al otro lado de todo, allí donde el desconocimiento del enemigo puede (y debe) jugarnos malas pasadas.
      No es difícil imaginarlas apostadas en sus tronos. Cuando una se levanta, las demás le dicen “Ve”. Y el que quiera saber más sólo ha de esperar un poco.

lunes, 21 de diciembre de 2015

MAL PERDER


       Este hombre que, tras llamar a la puerta de mi casa, dice que viene a revisar mi instalación de Gas Natural no sabe que hace ya un par de años me di de baja en el servicio. Ahora uso una pequeña caldera eléctrica, le digo, y me va muy bien. Él, confundido al principio, replica que sigo figurando como usuario de Gas Natural, y que, por lo tanto, tengo derecho a mi revisión periódica de la instalación. Sonríe. Intuyo que pretende decirme, con otras palabras, que está dispuesto a echar un vistazo a mi caldera eléctrica, aunque sea de la competencia, para que yo pueda obtener algún beneficio del malentendido administrativo. Es lógico, pienso. Ya que ha hecho el viaje, no le cuesta nada. Es un buen hombre, me digo. Quiere echarme un cable. Pero estoy ocupado, así que le agradezco el gesto, le digo que ojalá hubiera más profesionales como él, que seguramente nos iría mejor a todos, y finalmente declino cortésmente el ofrecimiento. Esto último no le sienta muy bien. Me pregunta si dudo de su profesionalidad. Le respondo que precisamente lo acabo de valorar en sentido opuesto. Tampoco esto le convence. La situación es tensa y el hombre, silencioso, no se va. Parece que vaya a irse de un momento a otro, pero no se va en absoluto. Aguanto el tipo. Me pongo firme, le digo que tengo que seguir trabajando. “Pero es gratis”, replica, “mire que no le cobro”. Niego con la cabeza. El hombre no acaba de creérselo. “Entonces ¿qué quiere usted?”. Su pregunta me coge totalmente por sorpresa. “¿Cómo dice?”, tengo que preguntar también yo, y añado “¡Lo que quiero es que se vaya!”. Soy consciente de que me he excedido, más que en el contenido del mensaje, en el modo de transmitírselo. Quizás hubiesen sobrado esos signos de admiración. El hombre ha empezado a llorar. Me digo que no es normal que lo haga, que debe estar pasando por un mal momento personal. De todos modos trato de apaciguarlo. Inútilmente. Sus sollozos resuenan en el patio de luces y al cabo de un rato, alarmados por el escándalo, acuden varios vecinos que, tras calmar al hombre y charlar con él –no conmigo– de lo sucedido, se ponen inmediatamente de su parte. “¡Pero hombre! ¿No ves que este señor se ha ofrecido a revisar GRATIS tu instalación?”. Yo les explico que ya no soy usuario de Gas Natural. El presidente de la comunidad, que, atraído por el ruido, acaba de llegar al descansillo y sigue con atención el suceso, me dice que él no está informado de eso, me dice “García, usted tiene que avisar con un mes de antelación si piensa llevar a cabo alguna modificación estructural de carácter sustancial en su vivienda”. Le digo que el cambio del gas por una caldera eléctrica no me pareció, en su momento, sustancial. El hombre sigue llorando. El presidente de la comunidad dice que “Fuera eso sustancial o no, debió haberse votado en la Junta de Vecinos: las calderas eléctricas pueden causar cortocircuitos sistémicos”. No sé qué decir. Interviene entonces la vecina que ahora asiste al hombre en su post-sollozo: “Por suerte este hombre está dispuesto a revisar gratuitamente la caldera eléctrica ¿verdad?”. El hombre asiente con una mueca patética, como de niño abandonado. Trato de sonreír, pero me cuesta. Siempre tuve muy mal perder. Otro vecino sentencia que, después de haber tenido que sufrir semejante vejación, el hombre debería recibir su legítima retribución por el servicio. Nadie lo contradice. Todos me miran.
       Cuando el hombre termina de revisar mi caldera, se presenta en el salón –ahora sí sonriente– para que le abone la factura. Le pago de mala gana y sin apartar demasiado la vista del televisor, dando a entender que no pienso acompañarle hasta la puerta. Antes de irse, se permite el lujo de preguntarme qué programa estoy viendo. Es el colmo. Le contesto, no sin cierto tono de suficiencia, que es un canal de pago, un canal de ajedrez. Chessmasters International. El hombre, tras recibir mi respuesta con un escueto encogimiento de hombros, se dirige hacia el recibidor, desde donde me grita: “Fíjese bien en el cuarto movimiento de Ponkrátov: ahí está la clave de la partida”. Después oigo cómo la puerta se cierra y, tan sólo unos instantes más tarde, asisto al genial hallazgo de P. Ponkrátov –o el funesto error de su rival, que nunca debió haber movido ese alfil–.
       Me quedo un buen rato pensando en lo mucho que se parecen los alfiles a los signos de admiración.

lunes, 14 de diciembre de 2015

CULPABLE

       
       A veces pienso en las canciones que he dejado de componer y me pregunto qué será de ellas. Imagino que alguien, en algún lugar, en algún momento, quizás en una habitación o en un sótano de paredes desconchadas y sirviéndose de una lámpara de baja potencia y luz amarilla, de una libreta de propaganda y un bolígrafo de tinta verde, ese alguien que no tendrá trabajo, ni amigos, ni esperanzas, esa persona olvidada por todos y que se aferra a una guitarra acústica que nunca limpia, una guitarra seguramente de segunda mano y a la que habría que cambiar las cuerdas más a menudo, imagino que ese alguien compondrá, quizás en un futuro no muy lejano, todas las canciones que yo he dejado de componer. Y cuando lo haga, cuando después de hacerlo las grabe en un estudio de mala muerte, cuando decida colgarlas en internet y compruebe, con el paso de los meses, de los años, que esas canciones no llaman la atención de nadie, que quizás no valen la pena esas canciones, cuando llegue a la conclusión de que más vale abandonar la música y dejar de componer, y aborte las melodías propias y se limite a reproducir, como un jukebox andante, las canciones que otros han compuesto antes que él, a disfrutar pasivamente de la música y piense “se acabó: que otro escriba las canciones que voy a dejar de componer”, entonces, y sólo en ese caso, será el momento –me digo– de volver a la carga, a los acordes, a los estribillos. Sólo entonces volveré a escribir las canciones que he dejado de componer, y no porque esa persona haya fracasado y de ese fracaso se desprenda algún tipo de confirmación, alguna lección, un “esto sucede porque tenías que haberlas compuesto tú”, sino porque de ese fracaso me sentiré yo culpable. De ese y de los ulteriores fracasos que ya no querré permitir. Porque si yo no hubiera dejado de componer las canciones que en efecto he dejado de componer, nadie tendría que hacerse nunca cargo de ellas, de un fracaso que sólo a mí me pertenece. Si no me ocupo, obsesiva y compulsivamente, de extraer esas canciones del limbo sónico ¿Quién me asegura que no acabarán engrosando el repertorio de los fracasos ajenos? ¿Quién puede asegurar que mis canciones no-escritas no arruinarán la vida de los otros? ¿Quién pondrá la mano en el fuego por mí, atreviéndose a decir que no soy culpable de lo que no he hecho?

lunes, 7 de diciembre de 2015

LA VANIDAD


       De pequeño me encantaban los columpios; eran realmente lo único que me interesaba del parque infantil o, suponiendo que esté exagerando, al menos sí eran el juego más divertido. Mucho más divertido que socializar inútilmente con otros niños insoportablemente normales, infantiles, idiotizados, los niños de mi pueblo, de mi edad, tan vulgares, tan mocosos, que con el paso del tiempo acabarían siendo adultos odiosos y feos y calvos. Mi infancia consistió en esquivar a esos niños feos y pre-calvos y hacerme fuerte en mi columpio y en mi soledad, aguardando pacientemente la llegada de edades adultas que me parecían prometedoras y muy próximas, casi a la vuelta de la esquina. Se trataba, por lo tanto, de soportar lo mejor posible esa etapa absurda de mi vida. Y, puestos a soportar, a esperar, mejor hacerlo –me decía yo– aquí arriba, en las alturas del columpio, este columpio que me eleva sobre todos esos hijos de puta, esos niños-demasiado-niños de ahí abajo que observan, pasmados, cómo la fuerza de mi impulso destensa, en el punto álgido, las cadenas que me sujetan a la estructura metálica en un juego temerario que he terminado por dominar a la perfección. Miradme subir, cabrones; miradme subir. Aquí, aquí arriba. Mirad bien. 
       Llegué, como he dicho, a dominar el columpio. La fuerza, la masa, la velocidad, la aceleración. Me convertí en un atleta en miniatura pero, si bien supe controlar el orgullo, no puedo decir lo mismo de mis ambiciones y, en definitiva, de mi vanidad. Los niños tristes, absurdos y pre-calvos dejaron de asistir boquiabiertos a mi despliegue de competencias, acostumbrados –demasiado bien acostumbrados, pensaba yo– a la excelencia por mí alcanzada. Era necesario subir el listón. Efectué mi primer salto desde lo alto del columpio un viernes por la tarde, aterrizando sin problemas y con cierta gracia sobre la arena mullida del parque infantil. Semejante hazaña era entonces poco menos que una quimera; nadie tenía conocimiento de un salto desde el columpio, no existían precedentes en niños de mi edad. Me había convertido en un pionero. 
       A partir de aquel momento empecé a trazar en la arena, tras cada salto, una línea que marcara la distancia alcanzada, a fin de superarme en el siguiente vuelo. Cada día, decenas de niños asistían embobados a mi imparable progresión, a los récords una y otra vez pulverizados, al perfeccionamiento de mis caídas y a la desaparición de mis pequeños errores de cálculo. Fue una de las mejores etapas de mi vida, aunque eso no lo supiera entonces, obcecado como estaba en quemar mi infancia, en dejarla atrás para siempre. Estaba reivindicándome como individuo alejado de la masa, y creo que en cierta medida lo conseguí realmente. Podría haberme conformado con esto, regodearme en mi superioridad de parque infantil, pero estaba ya obsesionado con los escalones superiores, con el final de la escalera y de mis posibilidades. Y tras llevar varios días atascado, incapaz de superar mi propia marca (la única), sucedió lo inevitable. 
       En los segundos que siguieron a la caída de aquel salto –excesivo, grotesco, casi diríase suicida–, uno de aquellos niños feos, vulgares y pre-calvos se acercó a la región arenosa que yo ocupaba –hecho un ovillo, doliéndome en silencio, inmóvil, avergonzado, vencido– y me dijo: “Estás sangrando por la boca, Raúl”. Rehusé confirmar o negar. Inmediatamente se volvió hacia el auditorio, del que él era la avanzadilla, y proclamó: “¡Está sangrando! ¡Está sangrando por la boca!”. Oí a mis espaldas, en primer lugar, un silencio respetuoso como respuesta al anuncio. Pero a medida que me incorporaba, llevándome los dedos a la boca para comprobar el alcance de la lesión, todo aquel vulgo infantil empezó a perderme el respeto. Podía sentirlo. Oí entonces cuchicheos, murmuraciones que dieron paso a tímidas sonrisas condescendientes primero y a abiertas carcajadas apenas pasados unos minutos. Las burlas despiadadas tampoco se hicieron esperar. Cabizbajo, abandoné el parque y juré para mis adentros que no volvería jamás. 
       Hoy, tantísimos años después, pienso en aquel niño estúpido, débil y pre-calvo, en cómo se aproximó al lugar que yo ocupaba para confirmar que estaba sangrando, que había perdido, que era mortal. Yo no conocía –ni conozco– de nada a ese niño estúpido que quizás ahora trabaje como contable o procurador y seguramente sea un hombre gris y odioso y ya propiamente calvo o –en el peor de los casos– post-calvo. Y sonrío al pensar que ese niño, que tuvo que conformarse con el anonimato, con mi indiferencia feroz hacia su persona o sus amigos, conocía perfectamente mis hazañas, mi fracaso y mi nombre. Yo seré siempre “Raúl” para él; sí: “Raúl, el que se rompió la boca saltando desde el columpio”. Me gané la inmortalidad y sólo tuve que pagar, a cambio, un mísero par de dientes de leche.