jueves, 27 de agosto de 2015

VERANO


       El niño vive en un pueblecito costero a orillas del mar Mediterráneo. Se pasa las tardes de verano en la playa, observando a los bañistas extranjeros. Le resultan extraños y, en cierto modo, fascinantes. A veces, cansado de amigos a los que ya tiene muy vistos, se decide a hablar con algún niño de su edad, uno de esos infantes tan exóticos. Pero, como nunca entiende nada de lo que dicen, se limita a jugar con ellos. Un día conoce al pequeño Hans, y juntos construyen una presa en el riachuelo que va a morir a la playa. A lo largo de la tarde amontonan, bajo las precisas órdenes gestuales del pequeño turista, kilos de rocas, plásticos y arena en la barrera artificial con la que pretenden contener el flujo de las aguas. El niño asiste, maravillado, al despliegue de destreza de su nuevo amigo: la construcción es perfecta, impropia de un chiquillo como él. Cuando termina el mes de julio y Hans tiene que volver a Alemania, el niño intenta repetir, sin éxito, la proeza original. Aquella presa, sin embargo, permanecería para siempre en su recuerdo.
       La familia de Hans no volvió a aquella playa el verano siguiente. El niño que vive en un pueblecito costero a orillas del mar Mediterráneo conoció a otros niños alemanes muy majos, pero incapacitados para el arte de construir presas. Sólo algunos años después, cuando el riachuelo se había secado definitivamente, Hans reapareció en la playa al caer la tarde del primer día de agosto. Nuestro niño –ya adolescente– lo reconoció de inmediato a pesar de lo mucho que ambos habían cambiado desde entonces, y se encaminó hacia él para saludarle. Pero Hans no se acordaba de aquel cretino que una y otra vez señalaba, a modo de aclaración, el antiguo cauce del riachuelo, intentando hacerle saber que todo había terminado, que ya no había río, que la presa ya no tenía sentido, que se habían hecho mayores y todas esas cosas que Hans ya sabía sin necesidad de aspavientos. Entonces se partieron la cara, uno porque echaba de menos su infancia, el otro porque la había olvidado, y en mitad de la pelea, gracias al olor corporal de su contrincante, Hans recordó.
       Después construyeron una presa en el río seco, un efímero monumento a la inutilidad.

jueves, 20 de agosto de 2015

TRANSATLÁNTICO DE LUJO


       Volveremos a vernos. Seguro que sí. Algún día te dejarás caer por aquí, sin más, como por descuido, y yo te abriré la puerta. Comeremos juntos, o cenaremos, o charlaremos toda la tarde. Será raro al principio. Me dirás que te va bien, mentirás, es probable que también yo te mienta, que te cuente alguna historia graciosa y nos riamos el uno del otro. Me recomendarás algún libro, puede que yo te recomiende algún disco. Quizás vayamos al cine y al salir te pongas puntillosa con los fallos del guión. Fumaremos, ten esto presente. Ninguno de los dos habrá dejado de fumar.
       Te haré un resumen de todos los trabajos de mierda que he tenido que soportar para ganarme la vida, “Es tu culpa”, dirás, “podrías haber sido un buen profesor; de los relatos no se vive”. Sonreiré, apreciaré tu aprecio. Me contarás los líos de faldas de la facultad, enumerarás los alumnos que se han ido enamorando de ti durante todos estos años. Entonces observaré tu rostro detenidamente. Se te habrán afilado las facciones –o las habrás afilado tú misma, a golpe de amargura y desencuentros–, pero seguirás siendo guapa, más guapa que la mayoría de las mujeres de tu edad. Me sorprenderé pensando esto.
       No es descabellado pensar que todavía sentirás una vaga atracción por mí, una atracción-recordatorio, nada relevante, una sensación que se disolverá en nostalgia pasados los primeros minutos y a la que no debes prestar mayor atención. Para sacártela de la cabeza empezarás a hablarme de él, de tu nuevo “él”; también me pedirás que te hable de ella, de la otra “ella”. Nos descubriremos enamorados, enamorados de otros, y nos hará gracia. A ti un poco menos. Me fijaré en tu forma de tocarte el pelo, en tu sonrisa deteriorada. Tú fingirás no haberte fijado en mis entradas, en los surcos de mis mejillas. Las canas. Dios santo, las canas.
       Cuántas cosas habremos esquivado entonces, cuánto habremos sufrido. Cuánta inutilidad. Ya no me gustará tanto aprender, ni creer, ni desconfiar; ya no te gustará tanto viajar, habrás aprendido a odiar el movimiento, la arbitraria llegada y el retorno previsto. Nos burlaremos de cómo han acabado la mayoría de nuestros amigos –casados, con hijos, divorciados, pobres, ricos, enfermos, muertos, ridículos todos–. Pero también nos burlaremos de nosotros mismos. Los intelectuales risibles. Te recordaré tu absurdo proyecto de irte a vivir al campo, me recordarás mi novela inacabada. Un par de hitos inasumibles. Nos quitaremos sin pudor las caretas de farsantes, guardándolas para más tarde. Porque más tarde las necesitaremos. Porque sin ellas no somos nada.
       Me interesaré por una cicatriz que tenías en el brazo, pero tú no querrás enseñármela.
       Te interesarás por mis gafas de sol; querrás saber si son las de siempre. Contestaré que no, que son iguales pero no las mismas, que me costó mucho volver a encontrar ese modelo, que tuve que pedirlo por encargo.
       Y quizás un poco más tarde, cuando nuestro único refugio sea algún bar del casco histórico, cuando me sirvan mi tónica y mis aceitunas, te pediré que me cuentes otra vez aquel sueño tan extraño que tuviste poco antes de. Sé que lo contarás como siempre; puede que te lo pida precisamente por eso. Dirás: “Aquella noche soñé que tú y yo estábamos separados; separados pero juntos; quiero decir que estábamos a bordo de un transatlántico de lujo y tú estabas allí, y yo no sabía por qué estabas allí, y me daba miedo, sí, quizás era miedo, y tampoco sabía si debía acercarme a saludarte porque llevábamos muchos años sin vernos. Pero de repente aparecían en la cubierta de proa –y la luz cambiaba, la claridad era más intensa–, se nos aparecían literalmente dos figuras que yo sabía que eran nuestros hijos, lo supe inmediatamente, y eran guapos, un chico y una chica, guapísimos, muy bien educados, tenías que haberlos visto, aunque no sé por qué estaba tan segura de que eran nuestros hijos; en los sueños pasan estas cosas. Y te abrazaban, y después me abrazaban a mí. Encantadores, sociables. Y cuando se iban, cuando bajaban a los camarotes, tú y yo nos contábamos nuestras historias de divorciados, y no había rencores, nos respetábamos mucho, nos alegraba comprobar que a pesar de todo nos queríamos con locura, y yo me sentía muy orgullosa de poder quererte así, orgullosa de ti, de los dos, de los cuatro, de nuestras vidas en común, aunque éstas se limitaran a pasar unos días de verano (esto también lo supe sin más) en un transatlántico de lujo. Y me desperté –un domingo por la mañana, me acordaré siempre– pensando que siempre estarías a mi lado, que todo iba a salir bien”. 
       Porque sueles terminar esa historia diciendo que todo iba a salir bien.
       Te diré que siempre me ha parecido un sueño precioso. Te diré que me hubiese gustado que las cosas… No. No diré nada. Nada que pueda incomodarnos.
       Quizás te pregunte si eres feliz, quizás no sepas qué responder. Quizás me digas que nunca te ha interesado la felicidad, que los felices te resultan antipáticos e incomprensibles, una panda de descerebrados –dirás– que nunca ha tenido nada que ver contigo, un mal necesario con que maquillar la crudeza del mundo, un mosaico de sonrisas bobas. Y cuando me preguntes si yo soy feliz tendré que contestar que no, pero nunca sabré si he sido totalmente sincero, si te he dicho la verdad. Porque no habrá verdad cuando volvamos a vernos, de eso puedes estar segura.
       Puede que esa noche acabemos en tu casa; no lo descartes. Pero no tendremos sexo, no nos acostaremos juntos. Me habrás invitado a tomar un último café, será la hora de las confesiones, irás al baño cuando no te quede nada que decir. Y ese es el momento que pienso aprovechar para entrar en tu habitación, revolver el armario, los cajones, buscar desesperadamente y contrarreloj mis viejas cartas, tratando de no hacer ruido –como siempre; es mi estilo– y estaré de vuelta en el salón cuando oiga la cisterna, ya a salvo, y seguiremos dilatando la despedida, terminaremos nuestros cafés, nos daremos las buenas noches en el umbral de la puerta. Y ya en la calle –hará frío, un frío terrible– trataré de convencerme, aunque sea en vano, de que lo que realmente buscaba hace un rato en tu dormitorio, en tu armario, en tus cajones, en tu nueva vida, eran mis viejas cartas, y no mis pantalones de pana marrón, esos mismos que –concluiré– habrás tirado a la basura hace tantos años.
       Entonces volveré a mi piso, Pilar. Entraré en mi nuevo hogar, besaré a mi nueva “ella” y tendré muchas ganas de escribir.

jueves, 13 de agosto de 2015

EL ORGULLO


        El hombre encuentra, justo al agacharse para recoger su sombrero, una libreta Moleskine negra, de tapa dura, tirada junto al banco que ocupa en el andén de la estación de trenes. La sostiene con cuidado, mira a un lado y a otro, y después la guarda rápidamente en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Tras unos segundos de tregua se pregunta por qué lo ha hecho. Por qué, en vez de llevarla a la oficina de objetos perdidos de la propia estación, ha decidido quedársela sin titubeos y –lo que es peor– sin apenas remordimientos de conciencia. En esto piensa el hombre cuando sube al tren que le llevará lejos de allí.
       Cuando sube al vagón, el hombre aparca a un lado los problemas éticos que se derivan de su reciente conducta. Le quedan por delante varias horas de viaje y le resulta más interesante satisfacer el deseo de explorar lo inexplorado paseando su mirada y su atención por las páginas privadas de la libreta. Asaltado por pensamientos de índole paranoica, el hombre vuelve a mirar a ambos lados (e incluso hacia atrás y hacia delante), temeroso de que el propietario se encuentre en ese mismo vagón. Al cabo la abre, hallando varias citas literarias al principio: Proust, Joyce, Beckett o Mansfield se suceden, con geniales reflexiones en torno a su arte, en las primeras páginas de la libreta robada –robada no, pensará el hombre; en todo caso no devuelta–. Empieza a sospechar, entre curioso y divertido, que su dueño podría ser, al igual que él, escritor.
       Las páginas siguientes no hacen sino confirmar las sospechas del hombre; conviven ahí, en letra casi microscópica y aparente desorden, esbozos de personajes, sinopsis, poemas corregidos una y otra vez, e incluso un “proyecto de novela” que ocupa el centro de la libreta. El tipo no escribe del todo mal, dice el hombre para sus adentros. Y es entonces cuando se sorprende a sí mismo acosado por el fantasma de la envidia. Cierra la libreta unos instantes. Suspira. Medita. Sonríe despreocupado. Vuelve a abrirla.
       En una de las páginas finales el hombre distingue, entre una amalgama de trazos imprecisos que sin duda responden al empeño de hacer funcionar un bolígrafo rebelde o gastado, varias direcciones postales. Direcciones de sus amigos, piensa, direcciones a las que puede enviar la libreta en caso de optar por devolverla. Esta última idea le reconforta –no el devolver la libreta, sino la posibilidad de devolverla si llega a sentirse demasiado culpable–. La verdad, por mezquina que resulte, es que no quiere hacerlo, al menos no inmediatamente. 
       Pero lo más curioso de todo es una crítica de apenas tres líneas que clausura el espacio escrito. En ella, el dueño de la libreta ha escrito: “Los infelices, el último libro de relatos de Roberto Heraldo, constituye la enésima prueba de la falta de talento de nuestros escritores actuales, sin duda más centrados en publicar que en escribir como Dios manda”. El hombre frunce el ceño con una sonrisa despreciativa, en parte porque no está de acuerdo con la valoración de la obra, en parte porque Roberto es su nombre y Heraldo su apellido.
       Debería alegrarse. Debería alegrarse porque, a pesar de la dureza de la crítica, su sola existencia prueba que el dueño de la libreta es uno de sus lectores –uno que probablemente no volverá a comprar o leer ningún libro suyo, pero un lector a fin de cuentas–. Además, ahora que sabe la opinión que le merece al anónimo indeseable su última colección de relatos, su sentimiento de culpabilidad va disminuyendo hasta desaparecer casi por completo. “Le va a devolver la libreta su madre”, dice para sí el hombre. Después se recuesta en el asiento, contempla el paisaje que corre a través de la ventana y espera pacientemente a que se le pase el enfado.
       Unos minutos más tarde, con el ánimo ya templado, el hombre concluye que no tiene ningún derecho a sentirse ofendido por una opinión estrictamente privada, y menos sabiendo que todas las críticas que se han publicado en periódicos o revistas culturales coinciden en señalar su obra como un aporte original e imaginativo al género. A partir de este punto se imagina al dueño de la libreta como un escritorzuelo resentido e incapaz de asumir el éxito de colegas más brillantes. Un perdedor, un paria. Pero también un imbécil que merece algún tipo de escarmiento.
       El hombre se dispone a tomar la siguiente determinación: dedicará el tiempo de trayecto que le resta a redactar, en el espacio que sigue a la crítica despiadada, una pormenorizada refutación de los cargos que se le imputan. Después, una vez abandone el tren, introducirá la libreta en un sobre acolchado y la enviará –sin remitente– a alguna de las direcciones que figuran en las páginas finales. De este modo el escritorzuelo recuperará no sólo su libreta, sino además la debida humildad que –presupone el hombre– también debe haber extraviado.
       Cuando sólo faltan cinco minutos para el final del trayecto, Roberto Heraldo guarda nuevamente la libreta, ya violada, en el bolsillo interior de su chaqueta, y pide paso, muy educadamente, al ocupante del asiento vecino, que da al pasillo, para dirigirse a la salida del vagón. Éste contesta de inmediato, solícito, con una media sonrisa y una frase calculadas: “No tendré ningún inconveniente en dejarle pasar siempre y cuando usted no tenga inconveniente en devolverme mi libreta”.
       El hombre piensa que es del todo imposible. Que es imposible que ese joven pasajero sea el dueño de la libreta, que es inaudito que, siéndolo, no se haya opuesto a que otra persona –un completo desconocido, para ser exactos– paseara sus ojos y su atención por sus apuntes privados sin abrir la boca hasta el final, que nada puede explicar su permisividad, su aplomo, especialmente cuando, en los últimos minutos, ha asistido impávido al bailoteo de un bolígrafo que no es el suyo sobre las páginas secretas, resistiéndose a intervenir. Como el hombre, completamente atónito, no se encuentra en condiciones de entablar una conversación –ni aun de pronunciar palabra o ejecutar movimiento alguno–, el joven se adelanta, registra el interior de la chaqueta como si el hombre fuera un vulgar ladrón y extrae del bolsillo su libreta. Suspira entonces satisfecho y pregunta: “¿Podría indicarme dónde ha escrito usted?”. El hombre, sin atreverse siquiera a mirar a los ojos de su interlocutor, abre la Moleskine negra y señala con mano temblorosa las páginas que siguen a la crítica de su propio libro, aquellas donde ha intentado resarcirse del daño causado. “¡Vaya!”, continúa el joven tras haber leído fugazmente los argumentos del hombre, “Es una buena contrarréplica. Un tanto parcial, pero aceptablemente escrita”, y después, con un tono de burla bien trabado, casi imperceptible: “Si hiciera usted el favor de decirme su nombre, ahora mismo lo escribiría entre paréntesis al pie de su texto, a fin de aclarar la autoría, si no hubiera inconveniente”.
       El tren detiene su marcha. El hombre piensa que sería el momento idóneo para escapar, para salir corriendo con el resto de pasajeros, alcanzar la salida del vagón y perderse rápidamente entre la muchedumbre anónima, pero una figura antipática, que no es otra que el cuerpo del joven aguardando una respuesta, se interpone fatalmente entre él y el pasillo.
       Y es entonces cuando el hombre, resignado y con voz entrecortada, contesta que su nombre es Salustiano García, en parte porque está terriblemente avergonzado, en parte porque su orgullo se resiste a aceptar que ese joven escritorzuelo sea incapaz de reconocer a Roberto Heraldo, autor de Los infelices.

jueves, 6 de agosto de 2015

EL VENENO


      Tres personas de mi entorno conocieron mis problemas con las drogas. Una de ellas está muerta –problemas con las drogas–, otra es mi padre. 
          La otra es mi madre.
       Mi madre se está muriendo. Hablemos de ella, habida cuenta de que la gente que se está muriendo suele parecer más interesante que la que está sencillamente viva o muerta –gente definida, en cualquier caso– y obviemos el inconveniente dato de que todos, en sentido laxo, seamos moribundos sin remedio por el mero hecho de existir. Todos condenados, todos muertos en potencia.
        Mi madre tiene cincuenta años y un cáncer terminal. Le gustan los vestidos rojos y las infusiones a media tarde. Ahora también le gustan las drogas, pero por razones muy distintas a las mías. Sedación. Pronto dejarán de gustarle. Pronto dejará de gustarle cualquier cosa. Metástasis. Todo empezó en el útero. Estudió Derecho.
       Mi madre me educó con el propósito de convertirme en una persona fuerte e independiente. Si finalmente no lo consiguió fue sin duda por mi culpa, debido a mi incapacidad congénita para plantarle cara a la vida. Ella fue la primera en encontrarme con una jeringuilla anclada al brazo, la boca espumeante, los pantalones meados, los ojos inertes. Trató de ayudarme mientras pudo, mostrándose comprensiva al principio, encerrándome con llave más adelante, ocultando a mi padre las tragedias diarias, los robos, los insultos. Las desapariciones. Incluso cuando ya no se podía hacer más, mi madre siguió haciendo aquello que no se podía hacer. Y esa es la única razón por la que hoy puedo contarles todo esto.
       Cuando la situación devino insoportable, me internó en una clínica de desintoxicación. Me hice amigo de la metadona –la ingrata metadona, la dulce–. Perdí peso, vomité hasta perder el sentido. Mi padre, claro está, terminó por enterarse, pero se ahorró lo peor gracias al empeño de mi madre. Tras cuatro años enganchado a la heroína, después de haber dejado a Isaac por el camino, pude retomar lo que quedaba de mí mismo, de mi vida. Fue entonces cuando mi madre enfermó.
       Quiso ocultárnoslo al principio, pero los efectos de la quimioterapia no se hicieron esperar. Algunas veces acompañaba a mi madre hasta el puerto, paseábamos a menudo. Una tarde le dije que se quitara la pañoleta de la cabeza y saludara a unos turistas que asomaban a proa en un transatlántico de lujo. No le sentó bien. Volvimos a casa.
       Mi madre también adelgazó, también vomitó hasta perder el sentido. Consumida. En otra ocasión le aseguré que la droga y el cáncer no son cosas tan distintas. Me pegó. Me pegó con tanta fuerza que llegué a pensar que no estaba enferma en absoluto. No insistí. Tampoco he vuelto a decirle algo parecido. Se ve que le duele que hable de estas cosas.
       Ahora me ocupo de ella en casa. Mi padre dice que no puede más; no le culpo. Creo que está deprimido, tampoco él sale de casa. Mi madre ni siquiera se levanta de la cama. Yo le ordeno las pastillas, la aseo, le doy conversación, le preparo las comidas. Dice que le duele todo mucho. A veces lo dice. Y no sé si con “todo” se refiere a su propio cuerpo o a cualquier otra cosa. A lo peor se refiere a mí. Nunca le pregunto.
       Hace cuatro años yo estaba tirado en un descampado con Isaac, los zapatos llenos de barro. Hablábamos de Madrid, hacíamos planes. Ahora imagino que el brazo izquierdo de mi madre es un mapa. De España, por ejemplo. Las venas son carreteras y ahí, en el centro, en la parte interior de la articulación del brazo con el antebrazo, observo la capital. Distingo tres autopistas azuladas que conducen a la periferia de las falanges. Me pregunto en cuál de ellas debería marcar una equis que me reconcilie con mis planes, con los suyos, en cuál debería clavar la aguja hipodérmica que sujeto entre los dedos de mi mano derecha, en cuál debería descargar, empujando lentamente el émbolo, el veneno que nos ha arruinado la vida, el mismo que esta mañana he vuelto a comprar a buen precio a los amigos de Isaac.