lunes, 29 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (VIII)


       Eidón

       Habitualmente se refiere el fracaso de Platón en su intento por llevar a la práctica un modelo político ideal durante su estancia en Sicilia. Suele obviarse, sin embargo, una segunda experiencia fallida que tuvo por objeto socializar al filósofo Eidón en aquella misma isla. A nosotros nos parece interesante. Corría el siglo IV a. de C.
      Cumplidos los treinta años de edad, Eidón decidió renunciar a la vida en sociedad y se fue a vivir a una caverna alejada del ajetreo de las ciudades. Dicen que allí permaneció, en la más estricta de las soledades, precisamente hasta que Platón –varios años después y atraído sin duda por la leyenda– quiso conocerle. Le explicó aquél que la mezquindad del ser humano le había conducido a tomar tan drástica solución, pero replicó entonces éste que valía la pena luchar por un gobierno mejor, y que mantenerse al margen de la vida política no era la mejor opción. La polémica estaba servida.
       Finalmente Eidón aceptó la propuesta de Platón, comprometiéndose a abandonar su caverna y ser reinsertado en la sociedad. Sin embargo, y contra lo que pensaba el fundador de la Academia, el filósofo cavernario tenía una percepción de la realidad bastante más penetrante de lo que cabía esperar. Eidón, en su retiro espiritual, había aprendido geometría, matemáticas, aritmética, música y aun otras disciplinas por descubrir. Era además amable, educado, respetuoso y sociable; no se dejaba llevar jamás por la ira y argumentaba todas sus convicciones con paciencia y pulcritud. Pocos meses después de su inmersión en las costumbres de la ciudad, Eidón se había convertido en el vecino más venerado. Al cabo de un año le propusieron gobernar Sicilia. 
       Pero Eidón estaba muy triste y sólo deseaba volver a su caverna.
  Cuando Platón, que había asistido atónito al proceso de encumbramiento, le preguntó por qué rechazaba el honor de presidir el gobierno de su ciudad –ese mismo honor que años atrás le habían denegado a él–, el filósofo cavernario contestó que su verdadera ciudad era estar solo. Dicho esto, Eidón se despidió de sus conciudadanos y se perdió colina arriba en dirección a la caverna.
       Lejos de modificar su inicial punto de vista –y seguramente corroído por la envidia y el rencor–, Platón escribió un famoso mito en cuyas páginas denigra la costumbre que algunos tienen de vivir en cavernas. Eidón, por su parte, contempló en su retiro, hasta el día de su muerte, tres o cuatro ideas que el filósofo ateniense tuvo que conformarse con intuir.

jueves, 25 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (VII)


          Áretes

       Áretes, al igual que Sócrates, ocupaba su tiempo libre –que era mucho– en aleccionar a los viandantes atenienses en cuestiones de moral. No obstante, aquél tuvo la decencia de legarnos, en contraposición al ágrafo filósofo, una considerable cantidad de escritos, entre ellos el famoso Acerca de la virtud.
     Si el método de Sócrates consistía en dar con las preguntas adecuadas, el de Áretes daba más importancia a las respuestas indescifrables, a los giros imprevistos. Así, mientras Sócrates se entretenía con sus “¿Qué es el bien? ¿Qué es el amor?”, Áretes zanjaba estos interrogantes con vehemencia: “El bien es el cadáver que descansa en la hierba”, o bien “el amor es amarillo y acaso un poco blando”, sentencias desconcertantes que le granjearon enemigos intelectuales por doquier, pero también –por qué no decirlo– algunos fieles seguidores.
       Cuando Sócrates fue acusado de impiedad y condenado a morir el año 399 a. de C., Áretes solicitó una última conversación a solas con él. Nadie sabe qué se dijeron en aquella hora escasa, pero el resultado es de todos conocido: en lugar de huir, Sócrates prefirió obedecer las leyes de la ciudad y morir. Al ser preguntado días después por los motivos del difunto, Áretes ofreció como única explicación un suspiro prolongado.
       Desde entonces todos los escritores hemos asumido que el suspiro prolongado es la mejor de las respuestas y, por lo tanto, la mayor aportación de Áretes a la historia de la filosofía, su peculiar obra maestra en el arte de contestar.

lunes, 22 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (VI)


       Antropómeras

       Si “el hombre es la medida de todas las cosas”, tal y como afirmaba Protágoras, no es menos cierto que algunos hombres hacen las cosas a su medida. Antropómeras, famoso sofista de la segunda mitad del siglo V a. de C., viene a reforzar esta tesis en particular.
   Relativista hasta alcanzar cotas difícilmente defendibles, Antropómeras llegó al punto de cuestionar los más básicos preceptos morales cuando puso en práctica su idea de redactar una constitución para sí mismo; una constitución perfecta para uso estrictamente personal. En ella recogería sus derechos y deberes, sus límites geográficos, su bandera, sus días festivos, su sistema político y su himno nacional. Estaban por ver, sin embargo, la viabilidad del proyecto y el impacto sobre sus paisanos, que se regían por las leyes comunes de la ciudad.
       Llegó una mañana Antropómeras al mercado y, juzgando justo el gratuito aprovisionamiento de víveres, abandonó el puesto del pescadero sin haber pagado sus adquisiciones. Ante las recriminaciones de éste, el sofista respondió que no tenía inconveniente en ser juzgado –siempre y cuando el juicio se rigiese por las leyes de su recién promulgada Carta Magna–. En ella se estipulaba que, en caso de emprenderse acciones legales, los demandantes tendrían que hacerse cargo de los costes del juicio, incluyendo el sueldo de Antropómeras como juez supremo. De este modo, aunque la acusación popular ganó la batalla legal y nuestro sofista tuvo que devolver el pescado, sus honorarios como autor de la sentencia le permitieron volver al mercado para llenar nuevamente la cesta de la compra.
       Los enfurecidos ciudadanos terminaron por comprender que ese era el precio que tenían que pagar por compartir su espacio geográfico con un pensador tan original. Sin embargo el pescadero, menos complaciente, decidió emular a Antropómeras redactando su propia constitución; un texto despiadado cuyo artículo primero prohibía la entrada a los sofistas en la plaza del mercado.
       A partir de aquel momento, Antropómeras tuvo que ganarse la vida dando clases particulares.

jueves, 18 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (V)


         Protónico de Abdera

     Contra los que afirman que de Abdera (Tracia) sólo han salido eminentes pluralistas y algún que otro cosmopolita, quizás sea el momento de centrar nuestra atención en la figura de Protónico (siglo V a. de C.), panadero excepcional y filósofo personalísimo.
         Quiso en cierta ocasión Protónico repartir una barra de pan –recién horneada por él mismo– entre sus varios nietos, que eran más de veinte. Cuando hubo dividido en tantas partes el sabroso alimento, y lejos de reparar en la insuficiencia de cada ración, decidió que sería una buena idea partir por la mitad cada una de ellas a fin de que los nietos guardaran la otra para más tarde. Pero claro, luego pensó en la cena, y después en el desayuno del día siguiente, y más pronto que tarde la original barra de pan fue pulverizada en un millar de migas, volviéndose totalmente irreconocible.
       Fue el nieto mayor, Neutrónico, quien advirtió a Protónico de la excesiva austeridad del plan, conminándole a cocinar más pan –pues estaba tan hambriento como sus primos–. Pero entonces nuestro filósofo replicó que la barra de pan había sido horneada para alimentarles precisamente a ellos, y que se negaba a cocinar otra hasta que la primera fuera consumida. Así, los veintitantos nietos fueron comiendo, miga a miga, el fragmentado aperitivo.
      Protónico acabó por darle la razón a Neutrónico y preparó una segunda barra de pan. La dividió entonces una sola vez: un trozo para cada uno de los nietos. Por alguna extraña razón el menor de ellos, repitiendo el juego de su abuelo, convirtió su parte en migajas y por ello tuvo que soportar las burlas de sus primos: “¡Mirad lo que hace el muy imbécil! ¡siempre copiando a los mayores!”. Ajeno a las críticas, Demócrito observaba las partículas de harina.

lunes, 15 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (IV)


        Arcóntico de Éfeso

       Mucha gente desconfía del hecho de que Arcóntico de Éfeso fuese, además de un gran filósofo, un sobresaliente nadador, pero nos resulta difícil desmentir los numerosos testimonios recogidos al respecto tras su muerte en el siglo V a. de C.
      Se cuenta que Arcóntico, recluido durante los días laborables en pos de la verdad eterna, solía zambullirse una vez por semana en las turbulentas aguas del río para cultivar, además del espíritu, una envidiable forma física que todos los poetas de la época ensalzaron sin ambages. Seguramente se trata del primer filósofo de la historia que aunó en su persona sabiduría y fortaleza.
     El problema, claro está, es que el tiempo pasa para todos, y así, cumplidos los cincuenta años, Arcóntico tuvo que reconocer que el río de aguas invariablemente frías –aunque, por motivos obvios, cada vez más insoportables– en el que antaño sumergía su tersa piel, le resultaba entonces antipático. De este modo, como la zorra de la fábula, que renuncia a las uvas aduciendo que éstas no están maduras, Arcóntico justificó su abandono de la natación con un sencillo razonamiento que ahuyentaba las sospechas sobre su inminente decadencia: “No: yo sigo siendo el mismo; es el río el que ha cambiado”. Algunos se rieron de él; los más sensatos, sin embargo, supieron ver en su sentido del humor un antídoto contra los estragos de la edad.
       Al otro lado del río, muy atento a la escena, Heráclito tomaba buena nota del hallazgo del filósofo nadador.

jueves, 11 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (III)


       Onmeónides de Elea

       Corría el siglo V a. de C. cuando Onmeónides de Elea concluyó que los problemas filosóficos más importantes del mundo griego, excesivamente compartimentados hasta el momento, remitían en realidad al mismo interrogante: ¿cómo distinguir la verdad de la apariencia? Onmeónides se decantó por identificar la verdad con la unidad y la quietud, y la apariencia con lo múltiple y lo cambiante. Se conoce que le pareció una buena idea, al menos hasta que tuvo que reconocer que su posicionamiento intelectual era indefendible en la vida práctica.
       En aquella ocasión un grupo de jóvenes eleatas le cerraron el paso en un sendero poco transitado. Cuando le hubieron rodeado, el más aguerrido de ellos dijo esto a Onmeónides: “Tú eres el filósofo que niega la verdad de lo múltiple ¿no? Pues ahora mismo mis amigos y yo vamos a propinarte múltiples patadas en el culo, pero no te preocupes, que tu dolor será sólo aparente”. Uno tras otro, los gamberros sometieron las nalgas del desafortunado filósofo al más humillante de los castigos, hasta que éste pidió clemencia y volvió, ultrajado y con el rabo entre las piernas, al centro de la ciudad.
      Cuando su amigo Parménides le preguntó el motivo de su enfado, Onmeónides confesó que su visión de la filosofía era incompatible con la preservación de su integridad física y que, por lo tanto, abandonaba definitivamente sus ambiciones intelectuales. Después relató el incidente, pero no quedó ahí la cosa.
       Al día siguiente Parménides, herido en lo más profundo de su alma por el abuso cometido contra su camarada, decidió salir al encuentro de los desaprensivos que habían puesto en duda tan exquisito razonamiento. Como éstos le superaban en número se ocultó tras unos matorrales y empezó a lanzarles piedras. “¡Que cese esta lluvia de proyectiles!”, gritó desesperado uno de ellos. Entonces Parménides, que permanecía seguro en su escondite, contestó: “¿Qué proyectiles? Yo os lanzo una sola piedra, ¿acaso tengo yo la culpa de que sus partes se hallen desperdigadas por todo el universo?”.
       Los gamberros no volvieron a molestar a Onmeónides, que quedó muy agradecido a Parménides y le animó a seguir escribiendo poemas.

lunes, 8 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (II)


     Tetráctico de Samos

     Tetráctico (siglo VI a. de C.), contemporáneo de Pitágoras, convenció un buen día a sus amigos para tenderle una trampa al famoso numerólogo. La treta consistía en cubrir el piso de su casa con piedras de diferentes formas, colores y tamaños, para comprobar si éste cedía a la tentación de contarlas y clasificarlas. No tuvo Tetráctico en cuenta, sin embargo, su propia obsesión con los números –que poco tenía que envidiar a la de su rival–, y así fue que, una vez sus amigos abandonaron la casa de Pitágoras, nuestro filósofo permaneció allí, hechizado frente a las piedras, agrupándolas en montones de cuatro. Cuando Pitágoras, que había salido a comprar habichuelas, volvió al calor del hogar y encontró a Tetráctico sumido en la tortuosa tarea, no tuvo más remedio que apiadarse de él. Obviando por lo tanto el feo asunto del allanamiento de morada, se limitó a expulsarlo de su propiedad sin mayores cargos.
     Aquella noche Pitágoras –quizás porque las buenas trampas, a pesar de los eventuales accidentes, siempre surten el efecto deseado– sintió curiosidad por saber el número total de piedras que literalmente inundaban el piso de su casa. Reparó entonces en que, divididas ya en grupos de cuatro, bastaba con contar el número de montones para conocer –mediante un truco matemático basado en el número invariable de objetos en cada montón– la cantidad exacta de piedras.
     Así fue cómo, gracias a la broma de Tetráctico, Pitágoras inventó la tabla del cuatro. De nada sirvió que aquél reclamase parte de los honores como coautor de la misma, pues no existía entonces una ley de propiedad intelectual. Tuvo que conformarse Tetráctico con diseñar las tablas del dos y del siete, que todavía estaban por estrenar y contribuyeron a facilitar, una vez implantadas, la vida diaria de todas las generaciones conocidas hasta nuestros días.
     Varios siglos más tarde, en 1645, Blaise Pascal solicita la patente de la primera calculadora.

jueves, 4 de junio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (I)


        Arjíteles de Mileto

     De Arjíteles sabemos que vivió en el siglo VI a. de C. y que se dedicó, sobre todo, a cultivar un pequeño huerto en las afueras de su ciudad. Menos conocido que otros filósofos de su generación como Tales o Anaximandro, su pensamiento osciló entre la física y la botánica, nutriendo a ambas disciplinas. Estaba convencido de que el origen de todo lo real era un árbol centenario que había tenido la oportunidad de contemplar en uno de sus viajes a la isla de Zenota. Este bello árbol, dijo entonces para sí, es sin duda el principio de todas las cosas. Cuando, de vuelta en Mileto, repitió la misma afirmación –no ya para sí, sino para todo el que quisiera escucharla–, fue tomado por loco y, confinado en su propio huerto, a punto estuvo de perder realmente la cabeza.
       A partir de aquel momento empleó todo su tiempo en estudiar las propiedades de la tierra, del agua, del sol y del viento, pero sólo como un medio para saber en qué medida estas variables podían afectar a la longevidad de los árboles y plantas. Cuando lo supo, hizo germinar un árbol perfecto, idéntico al que se había encontrado en la isla de Zenota.
       El árbol de Arjíteles fue talado en el siglo IV a. de C. por un grupo de exaltados platónicos. De la suerte que corrió el árbol de la isla de Zenota tenemos noticias contradictorias. Nos inclinamos por afirmar que el actualmente denominado “Árbol de Zenota” –variedad autóctona en vías de desaparición– poco o nada tiene que ver con el original (a menos, claro está, que Arjíteles estuviese en posesión de la verdad y aquel árbol fuese, en efecto, el origen de todas las cosas, incluyendo el falso árbol de Zenota). Es innegable, sin embargo, la querencia actual de los isleños por la figura de Arjíteles –suponemos que sobre todo o en gran medida porque favorece el turismo en la zona–.

lunes, 1 de junio de 2015

LA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA


       Tienen el sótano plagado de ratas. Lo saben desde hace meses, pero ignoran el problema porque –se dicen– tienen muchas cosas que hacer, él en la oficina, ella en la guardería. De vez en cuando él baja hasta la mitad de la escalera, sin encender la bombilla de la entrada, y escucha atentamente sus chillidos. Deben de ser docenas. Después sube los escalones muy despacio, de espaldas, apaga nuevamente la luz (eso quiere hacer, pero en realidad ya está apagada, y entonces se enciende y tiene que volver a apagarla, le fastidian mucho estas nimiedades) y, ya en la cocina, cierra la puerta tras de sí. A menudo suspira.
       Ella no se atreve ni siquiera a bajar hasta la mitad de la escalera. En alguna ocasión se le ha ocurrido llamar a una compañía fumigadora o ha insinuado la posibilidad de usar pesticidas. Pero lo primero le parece muy caro, muy engorroso, y lo segundo potencialmente nocivo para la salud. Ellos no sabrían hacerlo, es una tarea para especialistas. Podrían envenenarse. No quieren envenenarse. Los especialistas sabrían, pero también son muy caros.
    No guardan en el sótano nada de valor. Botes de pintura, herramientas que nunca usan, conservas que nadie querría tomar, ropa vieja, trastos, algún cuadro. Él se pregunta si realmente fueron conscientes de la existencia del sótano hasta la llegada de las primeras ratas. No recuerdan haber vuelto a bajar allí desde que hicieron la mudanza.
       En la casa todo marcha como de costumbre, como si las ratas sólo existieran cada vez (rara) que se abre la puerta que conduce al sótano. Esto explica en parte que sigan aplazando la solución del problema, aunque también es cierto que les preocupa tener bajo sus pies un posible foco de infecciones. Él –que a pesar de todo es precisamente “él”, por muy leído que sea– piensa que no sería mala idea bajar las escaleras escopeta en mano. Si finalmente no lo hace es por el ruido, por no alarmar a los vecinos, que lo tienen por persona cuerda y delicada. Y así, con el paso de los días, las semanas y los meses, todas las hipotéticas soluciones son rechazadas una y otra vez.

       Cuando la madre de ella les visita manifiesta su deseo de echar un vistazo al sótano de la casa, que imagina espacioso y bien acondicionado. A ellos les da tanta vergüenza tener que explicar la naturaleza de su problema que le devuelven una negativa difusa, ignorantes de que las negativas difusas sólo consiguen avivar la insistencia. Al cabo de un rato les llegan los gritos desde allí abajo, gritos desesperados y horrendos, extremadamente molestos, pero es como si sólo existieran porque la puerta está abierta. Así que él la cierra, vuelve al salón con su mujer, abre un libro y se regodea en el silencio inofensivo, aplazando nuevamente la solución del problema.