jueves, 26 de febrero de 2015

ESTABA YO PENSANDO EN ESCRIBIR UN RELATO DE UNA SOLA LÍNEA, PERO, A MODO DE RECOMPENSA POR LA LECTURA DE MI LIBRO, PREFIERO QUE USTED ESCOJA EL QUE MÁS LE GUSTE


Nadie pudo ver al coleccionista de ojos cuando éste abandonaba la ciudad.

(Comunicado oficial del alcalde)


De entre todos los criminales que han pasado por nuestra ciudad, el coleccionista de ojos es el único que pudo escapar sin ser visto.

(Versión de la abuela)


Aquí somos especialistas en la detención de criminales, pero no pudimos ver hacia dónde huía el coleccionista de ojos.

(Declaración del jefe de policía)


Hace días que llegó a nuestra ciudad el coleccionista de ojos. Eso dice la gente, pero yo todavía no lo he visto.

(Versión “Traje nuevo del emperador”)


¿Cómo íbamos a ver por dónde huía el coleccionista de ojos, si nos los ha quitado a todos?

(Versión del tonto del pueblo)

lunes, 23 de febrero de 2015

EL CORCHO


       Los jóvenes de mi generación solíamos colgar en las paredes de nuestros cuartos un corcho que con el paso de los años se llenaba progresivamente de fotografías, chinchetas y demás recuerdos. Hoy, de visita en casa de mis padres, constato que el mío es tan absurdo como cualquier otro. En él conviven amigos de la adolescencia, recortes de periódico, billetes de avión o incluso dibujos de mi primita (que ahora es ya “prima”, por mucho que sus garabatos se afanen en detener el tiempo). El orden –si alguna vez lo hubo– es caprichoso y caótico, sobre todo en lo relativo a las fotos. Reconozco a Jorge en el cuadrante superior derecho. En el centro destacan Amós y Álex –¡qué tiempos aquellos!–, Mariana y Bárbara, Joaquín y Nico. Pero entonces reparo en la esquina inferior izquierda. No recuerdo esa imagen. No creo conocer a esa persona.
       La foto está tan gastada como las demás, así que mi curiosidad aumenta. Es el típico retrato estándar; el chico sonríe despreocupado. Al fondo, una puesta de sol en la montaña. De nada me sirve preguntar a mis padres si conocen al individuo en cuestión, pues no es la primera vez que olvidan las caras de algunos de mis mejores amigos. Además, ahora están echándose la siesta y no pienso despertarlos por una tontería. Trato de hacer memoria: quizás en aquellas navidades en la sierra (¿y resulta que no me acuerdo?), puede ser que en alguna escapada sin importancia (pero entonces ¿por qué decidí clavar esa foto en mi corcho?). Decido telefonear a Luis. En media hora se presenta en casa de mis padres.
       “Es Ramón, coño. ¿Cómo no te vas a acordar?”. Yo le juro que no sé quién es ese tal Ramón, y que la idea de haber perdido la memoria me tiene bastante desasosegado. Luis me relata unas vacaciones en los Pirineos, unas vacaciones que para mí nunca han existido. Un escalofrío recorre mi espalda. Enseguida asumo que no consigo recordar el verano de mil novecientos noventa y siete. Estoy tan confundido que le pido educadamente a mi amigo que me deje solo. Necesito pensar, estimular el cerebro. Él comprende y se marcha.
     Cuando mis padres se despiertan de la siesta, me encuentran llorando en la habitación. Tengo una jaqueca horrible y no consigo apartar la vista del retrato desconocido. Les digo que gracias a las explicaciones de Luis he descubierto que tengo una laguna en mi memoria. Procuro no asustarles demasiado, finjo un interés puramente científico en el problema. Mi padre me asesta entonces la última puñalada: “¿Dices que eso fue en el noventa y siete?”. Asiento preocupado. “Ese año sufriste un fuerte golpe en la cabeza, podría estar relacionado. Pero dime ¿quién es Luis?”.
         Busco en el corcho, busco al maldito Luis y no lo encuentro.

jueves, 19 de febrero de 2015

TRIBULACIONES DEL VAMPIRO


       A menudo creo que el resto de vampiros no entiende mi extraña forma de vida, y no sólo porque haya renunciado al consumo de sangre, sino porque la existencia nocturna –cuando no va asociada al sueño– siempre me ha parecido agotadora y siniestra. Si bien perdonaron esa manía mía de limarme los colmillos para no levantar sospechas entre los humanos, también es cierto que desde entonces examinan mis hábitos detenida y concienzudamente. No puedo negar que, como congénere suyo, comprendo perfectamente su recelo. Nuestra especie ha sufrido múltiples persecuciones desde el amanecer de los tiempos y tenemos nuestros propios protocolos a la hora de desenmascarar a los traidores. Pero ahora que mantengo una relación sentimental con una joven humana, las cosas se han puesto realmente feas. Mi temperatura corporal ha subido hasta los treinta y siete grados centígrados en cuestión de días, y ni los ajos ni los crucifijos consiguen ya diezmarme.
     Pensarán ustedes que lo peor es el rechazo de la tribu, pero lo realmente insoportable es saber que no cuento con una sola prueba que demuestre que sigo siendo un vampiro auténtico y no un vulgar humano enloquecido. Todavía no sé cómo reaccionará mi novia cuando le confiese mi verdadera edad. Le dije que tenía treinta años. En realidad voy para treinta y cuatro. Probablemente creerá que soy sólo un mentiroso, y quizá sea mejor así. De todos modos ellos vendrán a por mí tarde o temprano; también me pregunto qué pasará entonces.
       Si me dijeran que soy un vampiro adoptado –idea que no descarto– todo sería mucho más fácil. Con gusto vendería mi ataúd y abrazaría el catolicismo, podría incluso renunciar a mi estúpida convicción de que no existe diferencia entre ser y creerse vampiro, esa misma que me ayuda a soportar el peso de los días.

lunes, 16 de febrero de 2015

PEOR TODAVÍA


       El hombre está muerto. El hombre está muerto y enterrado. El hombre está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven y bueno está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven y bueno, tras una larga agonía, está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven y bueno, tras una larga y dolorosa agonía, está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven y bueno, tras una larga y dolorosa agonía en un hospital del tercer mundo, está muerto, enterrado y agusanado. El hombre joven y bueno, tras una larga y dolorosa agonía en un hospital del tercer mundo, está muerto, enterrado y agusanado en una fosa común. El hombre joven y bueno que luchó por las libertades durante toda su vida, tras una larga y dolorosa agonía en un hospital del tercer mundo, está muerto, enterrado y agusanado en una fosa común.
       Peor todavía: el hombre joven y bueno que luchó por las libertades durante toda su vida, tras una larga y dolorosa agonía en un hospital del tercer mundo, está vivo, enterrado y agusanado en una fosa común.

jueves, 12 de febrero de 2015

ERITZ


       Bajo mi cama vive un monstruo peludo que responde al nombre de Eritz. Me gusta jugar con él durante mis noches de insomnio, fingir que le quiero, hacerle un poco de caso. Cuando amanece, Eritz se echa a dormir y yo me voy a trabajar. A veces pienso qué hará en mi ausencia, cómo matará el tiempo. Al caer la noche todo vuelve a ser mágico: le limpio de sangre las fauces y reanudamos los juegos de la madrugada anterior.

lunes, 9 de febrero de 2015

AHORRAR


       Fui criado en el seno de una familia ahorradora. Recuerdo a mi padre rellenando la botella con el agua sobrante de los vasos después de las comidas. Mi madre nunca tiraba una prenda de ropa, por vieja o gastada que estuviera, sin haber descosido antes su valioso hilo. Mi abuela, después de fregar la loza, se llevaba las manos todavía bañadas en espuma a la cabeza, frotaba enérgicamente y se aclaraba en el pilón. Yo crecí rodeado de estas escenas ejemplarizantes, forzado a cooperar. Y claro, ahora soy también un ahorrador, un digno heredero de las manías de mis mayores.
       En las conversaciones suelo ahorrarme mis opiniones. Me limito a sonreír a los contertulios con los que estoy de acuerdo, y a ladear discretamente la cabeza cuando disiento. Sólo voy al cine si es el día del espectador. Me conocen bien en las salas gratuitas de conciertos. Soy un asiduo de las bibliotecas públicas. Ya se imaginarán ustedes que ser ahorrador no implica necesariamente mantenerse al margen de las corrientes mayoritarias de pensamiento. No por ahorrar hasta el aire que respiro dejo de ser un hijo del tiempo que me ha tocado vivir.
     Mis amigos saben que jamás invito en las cafeterías ni en los restaurantes –que apenas frecuento–. Y sin embargo me aceptan tal y como soy. Pero claro, tiene que haber alguna razón (habrán supuesto ya) para que yo me haya decidido a escribir este relato; será porque las cosas no me pueden ir tan bien. Pues bien, la razón es la siguiente: he empezado a ahorrar –era cuestión de tiempo– los recuerdos inservibles.
      Todos almacenamos en nuestra memoria una serie de recuerdos que no necesitamos en absoluto. Sobre todo malos recuerdos. Recuerdos feos, frustrantes, recuerdos prescindibles. Como aquel día en que nos dieron calabazas en el instituto, o aquella otra noche en que llegamos a las manos con algún amigo íntimo. El tratamiento al que me he sometido es todavía experimental, pero no me puedo quejar de los resultados. En pocas semanas he olvidado muchos traumas que me hacían ser peor persona. No quiero dar lugar a equívocos: el ahorro de recuerdos inservibles me parece, en términos generales, altamente recomendable.
       El problema es que creo haber borrado algún recuerdo importante durante el transcurso de la terapia. No sabría decir por qué tengo este pálpito, pero algo me dice que desde entonces no soy el mismo. Lo noto especialmente cuando examino pequeños detalles de mi vida diaria: yo solía tirar de la cadena del váter sólo un par de veces al día (para ahorrar agua); ahora no le doy importancia a tirar tres o cuatro veces. También me había habituado a remendar mis propios zapatos; sin embargo, el otro día no me importó comprar unos que ni siquiera estaban rebajados. Algo debe estar pasando.
      Cuando pido explicaciones en la clínica me dice el médico que la máquina borra-recuerdos necesita algunos ajustes todavía, que es posible que hayamos eliminado, por error, mi tendencia a ahorrar. Menuda chapuza, pienso al tiempo que le extiendo el talón de varios miles de euros con que pago sus servicios cada mes. No consigo recordar cuánto tiempo llevo haciéndolo, pero el gesto automático del doctor al recoger su cheque me resulta vagamente familiar.

jueves, 5 de febrero de 2015

REBELIÓN DE LAS MASAS


      Desde entonces todo marcha bien en nuestro planeta. Los supermentales ganamos la batalla y los submentales no tuvieron más remedio que aceptar la derrota. Ahora los confinamos a las afueras de las ciudades; hemos construido celdas diminutas y mugrientas en las que puedan trabajar para nosotros. Los hemos esclavizado, sí, pero siempre en aras del bien común. Lo que todavía no logramos entender es por qué algunos, a pesar de ser submentales, triplican nuestro cociente intelectual medio. Muchos son artistas o científicos. Cuando alguno de ellos presenta una nueva teoría física o educativa, uno diría que se está cometiendo una terrible injusticia contra su raza. La nueva situación plantearía más de un problema ético si no fuera porque sabemos que son submentales, razonamiento que afortunadamente nos mantiene a salvo de la barbarie.

lunes, 2 de febrero de 2015

PELOTA ANTIESTRÉS


         Mi mujer me ha regalado una pelota antiestrés. Está convencida de que tenerla cerca del ordenador me va a ayudar a conservar la calma cuando la sintaxis se rebele contra mí en mitad de algún relato. “Cada vez que falle la inspiración, aprieta la pelota con fuerza y mantén la cabeza fría”, repite con frecuencia mi esposa, harta de mis suspiros reiterados.
      Es una bola blandita, esponjosa, de color blanco y negro. Me reconforta lanzarla contra la pared; estrujarla sólo consigue ponerme más nervioso. Pero la verdad es que funciona. Desde entonces la llevo a todas partes, como si de un talismán se tratara. La guardo en mi maletín cada mañana, no sin antes lavarla con agua y jabón bajo el grifo de la cocina. La mimo. Me gusta pensar que le debo mis arrebatos de ingenio a esa pelota. Por las noches, antes de empezar a escribir, vuelvo a colocarla en mi mesa, junto al ordenador. La acaricio suavemente entre frase y frase. Le dedico sonrisas cómplices cuando las cosas salen bien.
       Ayer perdí la pelota antiestrés. Mi mujer, en un ataque de celos, la tiró con fuerza hacia el salón. Supongo que, después de un extraño rebote contra la pared que me hizo perderla de vista, habrá rodado debajo del sofá. Tiene que estar ahí, ya no me hace ninguna falta ir a buscarla. Me basta con oír su continuo golpeteo bajo el mueble mientras mi mujer pregunta “¿Qué es ese ruido?”, quizás porque la muy insensible se niega a aceptar que la pelota sigue viva.