lunes, 21 de septiembre de 2015

ADIÓS, TÍO


       Estate quieto, hombre, deja de morderme la pierna, le dice usted a Trasky mientras trata de reconducirlo hacia la zona más segura de la acera. Perros. Vaya con los perros. Los mejores amigos del hombre. Luego le muerden a uno las piernas o se cagan en mitad de la calle.
      Pero usted adora a Trasky. Desde que murió Carla es, en la práctica, en el vacío de lo cotidiano, el único ser vivo que le hace compañía. Sí, está la gente –familiares, amigos, conocidos varios– que le llama por teléfono, que se preocupa seguramente por si le da por suicidarse o por darse a la bebida, quizás por si acaba, de pura depresión, metiéndose en una secta que le esquilme los ahorros sin contemplaciones. Pero Trasky –Trasky el sucio, el pendenciero, el vomitón, el maloliente Trasky– jamás se separa, jamás se separará de usted. Como un perro fiel, si acaso no es cierto que todos los perros lo sean.
       Cuando Trasky termina de hacer sus necesidades (mear, cagar) y de atender sus asuntos (gruñir al cartero, ladrar a los policías), usted vuelve a su piso con la idea de preparar algo sencillo para comer, pues recuerda repentinamente que hoy a las cuatro de la tarde su sobrino irá a hacerle una visita y no quiere que se encuentre con la cocina empantanada –a saber qué les contaría a sus padres–, así que decide hacerse un sándwich. De este modo tendrá tiempo para limpiar y adecentar un poco la casa.
       Terminado el simulacro de comida, y mientras espera la llegada de Miguelito (ignora si al chaval le agradará todavía el diminutivo cariñoso; quizás haya llegado el momento de empezar a llamarle simplemente Miguel), usted ordena sus escasas pertenencias –libros, fotos de Carla, discos, películas, utensilios de cocina, cartas, revistas, juguetes de Trasky–, que yacen esparcidas por los rincones más inverosímiles de su hogar. El orden nunca fue su fuerte. Era Carla la que se ocupaba de esas cosas, y lo hacía francamente bien. Ahora le da igual. Trasky es casi tan desordenado como usted y ninguno de los dos va a cambiar a estas alturas.
       A las cuatro y seis minutos de la tarde suena el telefonillo. Trasky ladra asustado. Miguelito. Miguel. Ya está aquí. Esconda rápidamente las revistas pornográficas.

       Su sobrino tiene pinta de drogadicto, o eso es lo primero que piensa cuando abre la puerta de su piso y se encuentra con las profundas ojeras, la exagerada delgadez y la palidez facial del adolescente. 
       –Hola, tío. ¿No vas a invitarme a pasar? 
       –Por supuesto, Miguel. Perdona, te encuentro muy cambiado. –En efecto, Miguelito dista mucho de parecerse a aquel niñato mimado y repelente de las antiguas reuniones familiares. 
       –Te veo muy bien, tío.
       Su sobrino necesita gafas.
       Ya en el salón, usted se sienta en el sofá y conmina a Miguel a hacer lo mismo. Trasky les acompaña moviendo enérgicamente el rabo y termina por echarse, resoplando, junto a la mesa baja. 
       –Cuéntame: ¿Qué tal en el instituto? –dice usted para romper el hielo. Trasky está llenando el suelo de babas. 
       –Bueno, mis padres se quejan de las notas –reconoce su sobrino ruborizándose–. Hago lo que puedo. –Trasky jadea desacompasadamente. 
       –Pues habrá que mejorar eso –sentencia usted con desgana, abrumado por la irrupción de un interlocutor en su habitual silencio diario–. Ya sabes que lo hacen por tu bien, que los estudios son lo más importante. –Trasky comienza a gemir. Usted alarga el brazo y lo acaricia con suavidad detrás de las orejas. 
        –Bueno, tío, dime cómo estás tú. Estás muy solo ¿no?
       Miguel se da cuenta inmediatamente de que ha metido la pata. Tarde. Los chavales de hoy en día, dice usted para sí, no saben hablar con propiedad, hablan sin pensar lo que dicen, no dan importancia a los ritmos conversacionales, a las fórmulas de cortesía. Trasky aúlla. 
       –Un poco sí –reconoce–. Por suerte, este campeón me hace compañía –continúa usted sin dejar de acariciar las orejas de su perro, que se incorpora muy lentamente y con desacostumbrada dificultad, agradeciendo sus palabras. Sin embargo, Trasky vuelve a tumbarse. De hecho, más que tumbarse parece haberse desplomado–. Este perro no está bien –piensa usted en voz alta. Miguel ignora el comentario. 
       –Mi padre quiere saber qué va a pasar con la finca de Ávila…
       –¿Cómo? –Parece que Trasky no se mueve. 
       –Sí, la finca de Hortensia. Dice que tenemos que hablar antes contigo. 
       –¿Hablar de qué? –Usted comprueba que Trasky no respira. 
       –Pues no lo sé. Pensé que sabrías ya algo del asunto –prosigue su sobrino. 
       –Mira, creo que este perro está en las últimas –reconoce usted alarmado. Miguel añade que parece que sí, que ese perro está muy viejo, y suelta una brevísima carcajada histérica. 
       –Lo de la finca te lo digo… bueno, mi padre me dice que te lo diga, que te lo comente o algo por un tema de escrituras o no sé qué… 
       –Las escrituras las tiene la hija de Hortensia, yo no tengo nada que ver –la frase sale rápida de sus labios. Se plantea hacerle el boca a boca a Trasky. 
       –Ah. Pues se lo digo, se lo digo… –Miguel está confundido. Probablemente también viva confundido, el pobre imbécil. Usted zarandea el cuerpo inerte de su perro. Su sobrino se levanta del sofá. 
       –¿Quieres que te ayude, tío? 
       –No, déjame, déjame. Este perro no está bien. –Miguel le alcanza un folleto que acaba de sacar de su mochila. Sus notas. 
       –Tío… ¿Te importaría firmármelas? Es que mis padres… –Usted empieza a perder los estribos. 
       –¡No es el momento más adecuado, Miguel! ¿No ves que estoy con el perro, hombre? –grita desde el suelo sin dejar de presionar intermitentemente y con furia las costillas de Trasky. Su sobrino le planta las notas ante los ojos. 
       –Es que llego tarde a taekwondo…
       Usted suspira, asumiendo de una vez por todas que lo de Trasky no tiene solución. Después coge las notas, las firma, reprende a su sobrino con una mirada severa que acaso resulte indescifrable para su cerebro de mosquito y se fija por primera vez en su mandíbula desencajada, que bailotea sin control deformándole esa cara de cretino irremediable. 
       –Es lo que querías ¿no? –dice usted indignado. Miguel, risueño, recoge el folleto sin contestar y vuelve a meterlo en un bolsillo de la mochila. 
       –Ahora tengo que irme. Ya vendré otro día con más tiempo. Adiós, tío.
       Usted abandona el cadáver de Trasky en el salón y atraviesa con su sobrino el pasillo que les separa de la puerta de la calle. 
       –Vuelve cuando quieras –acierta a decir usted, a modo de despedida, en el marco de la puerta. Miguel se aproxima al ascensor sin volver la cabeza mientras usted se precipita nuevamente en el interior de su piso para velar a Trasky.