jueves, 20 de agosto de 2015

TRANSATLÁNTICO DE LUJO


       Volveremos a vernos. Seguro que sí. Algún día te dejarás caer por aquí, sin más, como por descuido, y yo te abriré la puerta. Comeremos juntos, o cenaremos, o charlaremos toda la tarde. Será raro al principio. Me dirás que te va bien, mentirás, es probable que también yo te mienta, que te cuente alguna historia graciosa y nos riamos el uno del otro. Me recomendarás algún libro, puede que yo te recomiende algún disco. Quizás vayamos al cine y al salir te pongas puntillosa con los fallos del guión. Fumaremos, ten esto presente. Ninguno de los dos habrá dejado de fumar.
       Te haré un resumen de todos los trabajos de mierda que he tenido que soportar para ganarme la vida, “Es tu culpa”, dirás, “podrías haber sido un buen profesor; de los relatos no se vive”. Sonreiré, apreciaré tu aprecio. Me contarás los líos de faldas de la facultad, enumerarás los alumnos que se han ido enamorando de ti durante todos estos años. Entonces observaré tu rostro detenidamente. Se te habrán afilado las facciones –o las habrás afilado tú misma, a golpe de amargura y desencuentros–, pero seguirás siendo guapa, más guapa que la mayoría de las mujeres de tu edad. Me sorprenderé pensando esto.
       No es descabellado pensar que todavía sentirás una vaga atracción por mí, una atracción-recordatorio, nada relevante, una sensación que se disolverá en nostalgia pasados los primeros minutos y a la que no debes prestar mayor atención. Para sacártela de la cabeza empezarás a hablarme de él, de tu nuevo “él”; también me pedirás que te hable de ella, de la otra “ella”. Nos descubriremos enamorados, enamorados de otros, y nos hará gracia. A ti un poco menos. Me fijaré en tu forma de tocarte el pelo, en tu sonrisa deteriorada. Tú fingirás no haberte fijado en mis entradas, en los surcos de mis mejillas. Las canas. Dios santo, las canas.
       Cuántas cosas habremos esquivado entonces, cuánto habremos sufrido. Cuánta inutilidad. Ya no me gustará tanto aprender, ni creer, ni desconfiar; ya no te gustará tanto viajar, habrás aprendido a odiar el movimiento, la arbitraria llegada y el retorno previsto. Nos burlaremos de cómo han acabado la mayoría de nuestros amigos –casados, con hijos, divorciados, pobres, ricos, enfermos, muertos, ridículos todos–. Pero también nos burlaremos de nosotros mismos. Los intelectuales risibles. Te recordaré tu absurdo proyecto de irte a vivir al campo, me recordarás mi novela inacabada. Un par de hitos inasumibles. Nos quitaremos sin pudor las caretas de farsantes, guardándolas para más tarde. Porque más tarde las necesitaremos. Porque sin ellas no somos nada.
       Me interesaré por una cicatriz que tenías en el brazo, pero tú no querrás enseñármela.
       Te interesarás por mis gafas de sol; querrás saber si son las de siempre. Contestaré que no, que son iguales pero no las mismas, que me costó mucho volver a encontrar ese modelo, que tuve que pedirlo por encargo.
       Y quizás un poco más tarde, cuando nuestro único refugio sea algún bar del casco histórico, cuando me sirvan mi tónica y mis aceitunas, te pediré que me cuentes otra vez aquel sueño tan extraño que tuviste poco antes de. Sé que lo contarás como siempre; puede que te lo pida precisamente por eso. Dirás: “Aquella noche soñé que tú y yo estábamos separados; separados pero juntos; quiero decir que estábamos a bordo de un transatlántico de lujo y tú estabas allí, y yo no sabía por qué estabas allí, y me daba miedo, sí, quizás era miedo, y tampoco sabía si debía acercarme a saludarte porque llevábamos muchos años sin vernos. Pero de repente aparecían en la cubierta de proa –y la luz cambiaba, la claridad era más intensa–, se nos aparecían literalmente dos figuras que yo sabía que eran nuestros hijos, lo supe inmediatamente, y eran guapos, un chico y una chica, guapísimos, muy bien educados, tenías que haberlos visto, aunque no sé por qué estaba tan segura de que eran nuestros hijos; en los sueños pasan estas cosas. Y te abrazaban, y después me abrazaban a mí. Encantadores, sociables. Y cuando se iban, cuando bajaban a los camarotes, tú y yo nos contábamos nuestras historias de divorciados, y no había rencores, nos respetábamos mucho, nos alegraba comprobar que a pesar de todo nos queríamos con locura, y yo me sentía muy orgullosa de poder quererte así, orgullosa de ti, de los dos, de los cuatro, de nuestras vidas en común, aunque éstas se limitaran a pasar unos días de verano (esto también lo supe sin más) en un transatlántico de lujo. Y me desperté –un domingo por la mañana, me acordaré siempre– pensando que siempre estarías a mi lado, que todo iba a salir bien”. 
       Porque sueles terminar esa historia diciendo que todo iba a salir bien.
       Te diré que siempre me ha parecido un sueño precioso. Te diré que me hubiese gustado que las cosas… No. No diré nada. Nada que pueda incomodarnos.
       Quizás te pregunte si eres feliz, quizás no sepas qué responder. Quizás me digas que nunca te ha interesado la felicidad, que los felices te resultan antipáticos e incomprensibles, una panda de descerebrados –dirás– que nunca ha tenido nada que ver contigo, un mal necesario con que maquillar la crudeza del mundo, un mosaico de sonrisas bobas. Y cuando me preguntes si yo soy feliz tendré que contestar que no, pero nunca sabré si he sido totalmente sincero, si te he dicho la verdad. Porque no habrá verdad cuando volvamos a vernos, de eso puedes estar segura.
       Puede que esa noche acabemos en tu casa; no lo descartes. Pero no tendremos sexo, no nos acostaremos juntos. Me habrás invitado a tomar un último café, será la hora de las confesiones, irás al baño cuando no te quede nada que decir. Y ese es el momento que pienso aprovechar para entrar en tu habitación, revolver el armario, los cajones, buscar desesperadamente y contrarreloj mis viejas cartas, tratando de no hacer ruido –como siempre; es mi estilo– y estaré de vuelta en el salón cuando oiga la cisterna, ya a salvo, y seguiremos dilatando la despedida, terminaremos nuestros cafés, nos daremos las buenas noches en el umbral de la puerta. Y ya en la calle –hará frío, un frío terrible– trataré de convencerme, aunque sea en vano, de que lo que realmente buscaba hace un rato en tu dormitorio, en tu armario, en tus cajones, en tu nueva vida, eran mis viejas cartas, y no mis pantalones de pana marrón, esos mismos que –concluiré– habrás tirado a la basura hace tantos años.
       Entonces volveré a mi piso, Pilar. Entraré en mi nuevo hogar, besaré a mi nueva “ella” y tendré muchas ganas de escribir.