jueves, 23 de julio de 2015

LOS FELICES


       La finca tiene una extensión de dos kilómetros cuadrados; una herencia familiar de las de antes, un terreno como Dios manda. Cholo y Lara construyen una casa en el centro y deciden irse a vivir allí antes de que termine el año. Esta noche han quedado para cenar con algunos amigos a los que, irremediablemente, tendrán que dejar de ver tan a menudo como hasta ahora. Vivirán en cierto modo aislados –un sueño de juventud– en su casita en medio del monte. Tienen coche, sí, pero intuyen que, sobre todo los primeros meses, el acondicionamiento de la finca y de la propia casa les robará casi por completo su tiempo de ocio. Será el fin provisional de las noches de cine, de las visitas a los museos, de las tertulias en cafeterías, de los teatros y las exposiciones. Un hiato indefinido. Cholo sabe que Lara echará de menos la vida en la ciudad. La observa ahora, mientras ella pone la mesa. Los invitados están al caer. Será, con toda seguridad, la última cena que organizan en el piso.
       El primero en llegar es Hipólito, que trae consigo una botella de Burdeos y algunos libros que Cholo y Lara le habían prestado y que siempre olvidaba devolver. Ellos le ofrecen una copa de Albariño, dándole conversación en el salón, hasta que suena el portero automático. Son Virginia y Jesús. Fuman muchísimo. Apestarán la casa con tanto humo y Cholo forzará (sólo al principio y a modo de indirecta) una tos ridículamente afectada que no sólo no surtirá efecto, sino que además encenderá la ira de Lara, mucho más tolerante que su marido. Telmo es el último en llegar. Trae pasteles variados.
         Los cuatro invitados ocupan sus respectivos asientos en la mesa del comedor mientras Cholo y Lara ultiman los preparativos en la cocina. Cuando se unen al resto, y tras haber colocado convenientemente las bandejas de canapés, los anfitriones dan por inaugurada la cena lanzando una fecha: última semana de Noviembre. Faltan doce días. Después sirven la sopa.

       Cuando la pareja se instala definitivamente en la casita todo son problemas. El sistema de riego está estropeado, las malas hierbas y la maleza llegan hasta el porche, los cortes del agua y de la luz son constantes, los murciélagos campan a sus anchas en el desván y los árboles que meses atrás plantaron en las lindes no llegan ni siquiera a arbustos. Sin embargo, tanto Cholo como Lara saben que han venido precisamente a eso: a trabajar en y para su nuevo hogar, a deslomarse para hacer de él un lugar apacible en que vivir. Así que preparan una excursión al pueblo más cercano y compran hachas, compran carretillas, compran abono, compran mangueras, compran comida y herramientas, y entonces vuelven a la casita en medio del monte y trabajan, ella dentro, él en el terreno (que todavía no podemos llamar jardín), y terminan la jornada agotados, pensando que tras todo ese esfuerzo tendrán que trabajar al día siguiente, no sólo en la casa, sino además en sus respectivos empleos.
       Dos meses después la casa está medianamente adecentada. Han acondicionado la mayoría de las habitaciones, desatascado la chimenea y limpiado de rastrojos el perímetro de la edificación. Cuando Cholo encuentra por fin el momento de leer un buen libro en el salón recién pintado, Lara lo observa incrédula, “Hay mucho que hacer”, le dice en tono agresivo. “No nos hemos mudado aquí sólo para trabajar”, contesta él sonriendo. Lara no sonríe. “Sólo quiero que seamos felices. Ser, al menos, tan felices como cuando vivíamos en la ciudad”, replica.

       Cholo se despierta últimamente a las cuatro de la madrugada con una extraña voz resonando en su cabeza: “Estoy triste y solo”, dice. Aunque admite variaciones. Algunas veces es “Estoy muy triste y muy solo”, o “Estoy solo y triste”, o incluso “Estoy solo, triste”. Después vuelve a dormirse casi de inmediato. Si no lo consigue, toma una infusión y pasea por su habitación hasta que le vence el sueño.
       Le comenta todo esto a su psiquiatra, aclarándole que la hora no varía y que es eso lo que le preocupa realmente. Éste le explica algo relacionado con los ciclos del sueño y finalmente le receta las pastillas de siempre, sin dar mayor importancia a su nuevo problema.
       Cholo asume que ni está triste ni está solo, y que tampoco es suya la voz que resuena en su cabeza cada noche. Acude en la profundidad del sueño y le transporta vertiginosamente a las fronteras de la vigilia, con su tono lastimero, una voz grave y rasposa que no sabe de dónde viene. “Es el subconsciente”, dice a veces Lara, preocupándolo más todavía. Un subconsciente puntual como un reloj. Eso sí que es para asustarse, piensa Cholo.
       Le recuerda en cierto modo a la voz de su abuelo, que murió hace cinco años mientras trabajaba en esa misma finca; un golpe de calor, por lo visto. Fulminante. Pero como no cree en espíritus –ni siquiera cree demasiado en la psicología– prefiere pensar que esa voz será algún día la suya. Ahora está sencillamente desubicada; es una cuestión de temporalidad. Cuando Lara se harte definitivamente de sus manías, la voz empezará a cobrar sentido.
       O puede que no, puede que la voz, aun siendo suya, venga del pasado. Que sea su voz de niño, un niño extrañamente adulto que siempre fue muy exigente a la hora de socializar. Un niño que, efectivamente, estaba triste y solo, que se enorgullecía de estarlo y no entiende o no asume que ya no lo está, que de algún modo ha sido premiado, ya maduro, con una felicidad compartida e inesperada.
       Mientras, en la ciudad, Hipólito, Telmo, Virginia y Jesús siguen citándose periódicamente para cenar, para ir al cine o para tomar el café. Hipólito sigue siendo un desastre vital, Virginia y Jesús no han dejado de fumar, y Telmo sigue pensando que una bandeja de pasteles es el mejor postre posible. De vez en cuando se preguntan qué habrá sido de los felices en su casita en medio del monte. Alguna vez los llaman por teléfono, pero Lara siempre está muy ocupada y Cholo nunca tiene ganas de hablar.