lunes, 27 de abril de 2015

PRAZA DA VERDURA


     Todas las noches el mismo paseo. Tras una insípida cena recalentada en el microondas, Juan Carlos sale de su apartamento y enfila Avenida de Marín hacia el centro de la ciudad; dice que así se despeja, que a la vuelta logra conciliar el sueño con facilidad, como si una cosa no se opusiese a la otra o como si las oposiciones fueran un juego natural que los demás no comprendemos. Un hombre contradictorio, dicen.
       Avanza por la Avenida y, antes de cruzar el puente sobre el río Gafos, se detiene junto a la parada de autobuses a encender el primero de los tres pitillos con que llena la caminata. Después, dejando atrás el parque infantil, toma la cuesta de San Roque, gira a la derecha hasta divisar en lo alto la gran cruz de piedra del Monumento al Soldado, sortea un par de pasos de peatones y sube las escaleras que conducen a Gran Vía de Montero Ríos, donde se encuentra la Diputación Provincial. Esta es su parte favorita del paseo: el larguísimo pasillo de piedra rodeado de árboles, los jardines de Colón a la derecha, la alameda a la izquierda, Praza de España allá al fondo, el ayuntamiento, la ciudad en definitiva, la vida en la ciudad, tan prometedora hace no tantos años, un sueño de juventud resistiéndose al inexorable desvanecimiento, indefenso ante la brutalidad de la vida consciente. Se dedicaba a la construcción, dicen.
       Apaga el cigarrillo junto a las ruinas de Santo Domingo, sigue de frente, toma la segunda a la derecha. Muy poca gente caminando a esas horas. Frena el paso cuando le da por entretenerse en los escaparates de los comercios de Rúa Michelena, tenuemente iluminados, repletos de baratijas que nadie quiere y a todos llaman la atención. Se fija en las pulseras y en los pendientes (nadie sabe), se detiene con frecuencia frente a un edificio horrible –obra suya acaso–, demora la inminente llegada de sus pasos al casco histórico de la ciudad por la bajada de Fdez. Villaverde, como si el fin de esa calle fuese también el fin de un estado de ánimo, como si la caminata se volviera forzosamente adulta a partir de este punto. Y es entonces cuando abraza la sombra de la ciudad vieja, acompañándose de un segundo cigarrillo que quizás sea compensatorio. Vivió en esta zona de joven, dicen.
       Llega a Praza de Curros Enríquez, contempla unos minutos y sin saber por qué un busto elevado de Alexandre Bóveda, recuerda cómo los comunistas le fallaron, nos fallaron. Nos vendieron. Piensa en la estatua de Valle-Inclán que preside, unos metros más abajo, la magnífica Praza de Méndez Núñez, en su diálogo improbable con el busto del insigne galeguista. Baja por Rúa de Don Gonzalo, aparecen las primeras terrazas, aminora la marcha en un vano intento por distinguir facciones familiares. Abandona a Valle en su plaza y gira nuevamente a la derecha por Rúa Sarmiento, donde la luz de las farolas se vuelve más cálida. Tira la segunda colilla en algún rincón oscuro. Estuvo metido en política, dicen.
       Cuando llega a Praza da Verdura se sienta a esperar en un banco, al lado de la fuente, melancólico. Allí saca un pequeño bloc de notas de tapa dura y anota fugaz e intermitentemente quién sabe qué, con trazo rápido y nervioso. Así hasta que se harta, se levanta y, sin más, se va. Algunas noches la ve pasear o se cruza con ella en alguna de las terrazas de los soportales. Entonces la mira con fuerza, buscando desesperadamente una mirada de vuelta, de vuelta de tantas cosas, la busca casi con violencia, esa mirada que nunca vuelve. Y cuando cree que debería acercarse a saludarla, quizás para pedirle perdón, quizás para ver si es ella la que claudica, parece como si una voz interior le dijera que ya no tiene sentido, que todo ha cambiado tanto que ya nada va a cambiar, y menos después de tantos años, así que apresura el paso para perderla de vista cuanto antes, enciende el último cigarrillo y escala Conde de San Román hasta Praza da Ferrería para volver a casa despejado, y conciliar el sueño con facilidad, y reanudar la noche siguiente el mismo paseo de siempre.
       La quería mucho, dicen.